Pero cuando pienso ahora en todo ello, la imagen de nuestro grupo aquel primer día, hechos una piña delante de la casa, no me resulta tan chocante, después de todo. Porque, en cierto modo, quizá no habíamos dejado atrás nuestro pasado de un modo tan rotundo como imaginábamos. Porque en algún rincón de nuestro interior, una parte de nosotros mismos seguía no sólo asustada ante el mundo que nos rodeaba, sino -por mucho que nos despreciáramos por ello- totalmente incapaz de liberarse de su dependencia de los demás.
Los veteranos, que como es lógico no sabían nada de los avatares de la relación de Tommy y Ruth, los trataban como a una pareja estable desde hacía tiempo, lo cual pareció complacer enormemente a Ruth. Porque durante las primeras semanas de nuestra estancia en las Cottages, hizo alarde de llevar tiempo emparejada: rodeaba siempre con el brazo a Tommy, y a veces lo besuqueaba en cualquier rincón de una habitación cuando todavía quedaba gente en ella. Esas cosas quizá habrían estado bien en Hailsham, pero en las Cottages parecían más bien inmaduras. Las parejas de veteranos jamás hacían ostentaciones de este tipo en público, y se comportaban del modo discreto en que lo harían el padre y la madre de una familia normal y corriente.
En estas parejas de veteranos de las Cottages, por cierto, había algo que yo capté y que a Ruth -pese a estar observándolas constantemente- se le había pasado por alto, y era que gran parte de sus maneras y gestos los habían copiado de la televisión. Caí en la cuenta de ello cuando me fijé con detenimiento en una de ellas -Susie y Greg-, probablemente los alumnos mayores de las Cottages y a quienes todo el mundo tenía por responsables del lugar. Había una cosa que Susie siempre hacía cada vez que Greg se embarcaba en una larga disertación sobre Proust o alguien parecido: nos dirigía una sonrisa al resto de nosotros, ponía los ojos en blanco y decía muy enfáticamente, aunque de forma apenas audible: «Dios nos salve». En Hailsham, veíamos la televisión con mesura, y lo mismo hacíamos en las Cottages (aunque no había nada que nos impidiera verla todo el día, a nadie le apetecía mucho abusar de ella). Pero en la casa de labranza había un viejo televisor, y otro en el Granero Negro, y yo solía encenderlo de cuando en cuando. Así es como supe que «Dios nos salve» venía de una serie norteamericana, de esas en las que todo el auditorio ríe al unísono cada vez que alguien abre la boca. Había un personaje -una mujer grande que vivía en la casa de al lado de los protagonistas- que hacía exactamente lo que hacía Susie: cuando su marido acometía una larga perorata, el auditorio esperaba a que ella pusiera los ojos en blanco y dijera «Dios nos salve» para estallar en una única y enorme carcajada. En cuanto me percaté de esto empecé a reconocer muchas otras cosas que las parejas de veteranos habían tomado de programas de televisión: el modo de hacerse señas unos a otros, de sentarse en los sofás, e incluso de discutir y de salir en tromba de las habitaciones.
Lo que quiero decir, en suma, es que Ruth no tardaría en darse cuenta de que su forma de comportarse con Tommy no era el apropiado en las Cottages, y en dar un giro a sus modos de pareja cuando había gente delante. Y, muy especialmente, tomaría prestado un gesto de los veteranos. En Hailsham, el hecho de que una pareja se despidiera -aunque fueran a estar sólo unos minutos separados- era pretexto suficiente para que se permitieran un gran despliegue de besuqueos y abrazos. En las Cottages, por el contrario, cuando una pareja se decía adiós, apenas había palabras, y menos aún besos o abrazos. En lugar de ello, le dabas a tu pareja un golpecito con los nudillos en el brazo, a la altura del codo, como se suele hacer cuando se quiere atraer la atención de alguien. Normalmente era la chica la que lo hacía, en el momento en que se separaban. Cuando llegó el invierno este hábito cesó, pero estaba en pleno vigor cuando llegamos. Ruth pronto se lo apropió, y se lo hacía a Tommy siempre que se separaban. Al principio Tommy no sabía a qué obedecía aquello, y se volvía bruscamente hacia Ruth diciendo: «¿Qué pasa?». Ella le miraba airadamente, como si estuvieran interpretando una obra de teatro y él hubiera olvidado lo que tenía que decir en ese momento. Supongo que al final Ruth tuvo que hablar con él acerca de ello, porque al cabo de aproximadamente una semana se las arreglaban para hacerlo impecablemente, como las parejas de veteranos, más o menos.
Yo no había visto en la televisión con mis propios ojos lo del golpecito en el codo, pero estaba segura de que la idea venía de ahí, y de que Ruth no lo sabía. Por eso, aquella tarde en que yo estaba echada en la hierba leyendo Daniel Deronda y Ruth estaba tan insoportable, decidí que ya era hora de que alguien le abriera los ojos.
Era casi otoño y se acercaba el frío. Los veteranos empezaban a pasar más tiempo dentro de casa, y volvían a las tareas en las que habían estado ocupados antes del verano. Pero quienes habíamos llegado de Hailsham seguíamos sentándonos fuera, sobre la hierba sin cortar, deseosos de seguir hasta cuando pudiéramos con la única rutina a la que estábamos acostumbrados. Pero aquella tarde concreta no había más que tres o cuatro compañeros más leyendo en la hierba, y dado que había procurado encontrar un rincón tranquilo y apartado para leer, estaba segura de que nadie podría oír lo que pudiera pasar entre nosotras.
Leía Daniel Deronda echada sobre una lona vieja, como digo, cuando se acercó Ruth paseando y se sentó a mi lado.
Examinó la tapa del libro y asintió para sí misma. Luego, al cabo de unos segundos -como yo ya sabía que haría-, empezó a contarme la trama de Daniel Deronda. Hasta entonces mi humor había sido excelente, y me había gustado ver a Ruth, pero ahora estaba irritada. Me había hecho esto un par de veces, y también había visto cómo se lo hacía a otros. Para empezar, estaba la actitud que adoptaba al hacerlo: entre despreocupada y sincera, como si esperara que la gente le agradeciera su ayuda. Lo cierto es que incluso entonces era yo vagamente consciente de lo que se escondía detrás de aquello. En aquellos meses primeros habíamos llegado a la conclusión de que nuestro grado de aclimatación a las Cottages -cómo nos las estábamos arreglando- se veía reflejado en cierto modo en la cantidad de libros que leíamos. Suena extraño, pero así fue. Era una idea que había germinado entre quienes habíamos venido de Hailsham; una idea que dejábamos deliberadamente en nebulosa, y bastante evocadora, por cierto, del modo en que abordábamos el sexo en Hailsham. Podías ir por ahí dando a entender que habías leído todo tipo de cosas, moviendo la cabeza con aire de inteligencia cuando alguien mencionaba, pongamos por caso, Guerra y paz, y un consenso general hacía que nadie investigara demasiado la veracidad de lo que decías. No hay que olvidar que, dado que los de nuestro grupo habíamos estado siempre juntos desde nuestra llegada a las Cottages, era imposible que cualquiera hubiera leído Guerra y paz sin que los demás lo hubiéramos sabido. Pero al igual que con el sexo en Hailsham, había una norma no escrita que hacía posible una dimensión misteriosa en la que uno se retiraba a leer todo lo que diría luego que había leído.
Era, lo he dicho, un pequeño juego que nos permitíamos hasta cierto punto. Aun así, fue Ruth la que lo llevó más lejos que nadie. Era la que siempre afirmaba haber leído de principio a fin todo lo que cualquiera pudiera estar leyendo; y era la única que ponía en práctica la idea de que para demostrar su superior modo de lectura tenía que ir por ahí contándole a la gente la trama de las novelas que ésta estaba leyendo. Por eso, cuando vi que empezaba a hacérmelo con Daniel Deronda -que no me estaba gustando demasiado-, cerré el libro, me incorporé en la hierba y le dije sin el menor aviso previo:
– Ruth, tenía ganas de preguntártelo. ¿Por qué le das siempre esos golpecitos en el brazo a Tommy cuando os estáis despidiendo? Ya sabes a lo que me refiero.
Por supuesto, hizo que no lo sabía, así que yo, paciente, le expliqué de qué le estaba hablando. Ruth me escuchó hasta el final, y se encogió de hombros.
– No me había dado cuenta de que lo estuviera haciendo. Lo habré copiado de algo que he visto.
Unos meses atrás yo lo habría dejado así -o probablemente ni siquiera lo habría sacado a colación-, pero aquella tarde seguí adelante, y le expliqué que el golpecito que le daba a Tommy era un tic sacado de una serie de televisión.
– No es lo que hace la gente ahí fuera, en la vida normal, si es lo que tú creías.
Ruth -pude percibirlo- estaba ahora furiosa, pero no sabía muy bien cómo contraatacar. Apartó la mirada y se encogió de hombros de nuevo.
– Bueno, ¿y qué? -dijo-. No es tan importante. Lo hacemos muchos de nosotros.
– Querrás decir que lo hacen Chrissie y Rodney…
En cuanto me oí decir esto caí en la cuenta de que me había equivocado; de que hasta que no había mencionado a aquella pareja había tenido a Ruth contra las cuerdas. Pero ahora se había liberado. Era como cuando haces un movimiento de ajedrez y en cuanto separas los dedos de la ficha ves que has cometido un error, y te entra el pánico porque no sabes aún la magnitud del desastre al que puedes verte abocado a continuación. Ciertamente, pues, vi un brillo en los ojos de Ruth; y cuando me habló lo hizo en un tono de voz completamente diferente.
– ¿Así que es eso lo que disgusta a la pobrecita Kathy? ¿Que Ruth no le hace demasiado caso? Ruth tiene unos amigos nuevos más mayores y la hermana pequeña se da cuenta de que no se juega con ella tan a menudo como antes…
– Cállate. Ya te lo he dicho: no es así como funciona en las familias de verdad. No tienes ni idea de cómo es.
– Oh, Kathy, la gran experta en familias de la realidad. Lo siento tanto. Pero así están las cosas, ¿no? Aún sigues con esa idea. Nosotros los de Hailsham tenemos que mantenernos juntos. El grupito tiene que seguir como una piña, no tenemos que hacer nunca nuevas amistades.
– Nunca he dicho eso. Estoy hablando de Chrissie y Rodney. Es bastante tonto cómo imitas todo lo que hacen.
– Pero tengo razón, ¿no? -dijo Ruth-. Estás molesta porque me las he arreglado para avanzar, para hacer nuevos amigos. Algunos de los veteranos casi no saben cómo te llamas, y ¿quién puede echárselo en cara? Nunca hablas con nadie que no sea de Hailsham. Pero no puedes pretender que yo te lleve todo el tiempo de la mano. Hace ya casi dos meses que estamos aquí.