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– Kath, no quiero que te lo tomes a mal. Pero he estado dándole vueltas a la cabeza y creo que tendría que cambiar de cuidador.

En los segundos que siguieron caí en la cuenta de que lo que me había dicho no me sorprendía en absoluto; que, en cierto modo extraño, lo esperaba. De todas formas estaba disgustada y no dije nada.

– No es sólo porque se esté acercando mi cuarta donación, Kath -continuó él-. No es sólo por eso. Es por cosas como las de la semana pasada. Cuando tuve ese problema de riñones. Pronto voy a empezar a tener montones de problemas de ese tipo.

– Por eso vine a buscarte -dije-. Precisamente por eso vine en tu ayuda. Por lo que ahora está empezando. Y también porque Ruth lo quería así.

– Ruth quería lo otro para nosotros -dijo Tommy-. No veo por qué tendría que querer necesariamente que estuvieras conmigo hasta el final.

– Tommy -dije, y supongo que entonces estaba ya furiosa, aunque seguía controlándome y hablando con voz calma-. Soy la única que puede ayudarte. Ésa es la razón por la que te busqué y te encontré después de tanto tiempo.

– Ruth quería lo otro para nosotros -repitió Tommy-. Y esto es totalmente diferente. Kath, no quiero que me veas como pronto voy a estar.

Estaba mirando al suelo, con una palma pegada a la alambrada, y por espacio de unos instantes pareció escuchar atentamente los ruidos del tráfico que llegaban del otro lado de la niebla. Y fue entonces cuando lo dijo, sacudiendo ligeramente la cabeza.

– Ruth lo habría entendido. Era una donante, y por tanto lo habría entendido. No estoy queriendo decir que por fuerza habría querido lo mismo para ella. Si hubiera podido elegir, puede que hubiera querido que siguieras siendo su cuidadora hasta el final. Pero habría entendido que yo quiera hacerlo a mi manera. Kath, a veces no puedes verlo. No puedes verlo porque no eres donante.

Fue al decir esto cuando di media vuelta y me fui. Como he dicho, estaba preparada para que me dijera que no quería que siguiera siendo su cuidadora. Pero lo que realmente me dolió, después de toda una serie de pequeños detalles -como cuando me dejó allí de pie en medio de la Plaza-, fue lo que dijo en aquel momento, la forma en que me marginó otra vez, no sólo de los demás donantes sino de sí mismo y de Ruth.

Aunque esto tampoco acabó en una gran pelea. Cuando me fui con cajas destempladas no me quedó más remedio que volver a su habitación. Tommy subió unos minutos después, y entonces yo ya me había calmado, y él también, y pudimos mantener una conversación como es debido sobre el asunto. Fue un poco tirante, es cierto, pero hicimos las paces, e incluso abordamos algunos aspectos prácticos sobre el hecho de cambiar de cuidador. Entonces, estando allí sentados uno al lado del otro en el borde de la cama, a la luz mortecina de la lámpara, me dijo:

– No quiero que volvamos a pelearnos, Kath. Pero tengo muchas ganas de preguntarte algo. ¿No te cansas de ser cuidadora? Todos los demás llevamos mucho tiempo siendo donantes. Y tú llevas años haciendo esto. ¿No te apetece a veces, Kath, que te manden pronto el aviso?

Me encogí de hombros.

– No me importa. En cualquier caso, hacen falta buenos cuidadores. Y yo soy una buena cuidadora.

– Pero ¿de verdad es tan importante? Muy bien, es estupendo tener un buen cuidador. Pero a fin de cuentas, ¿importa tanto? Los donantes donarían de todas formas, y luego «completarían».

– Pues claro que es importante. Un buen cuidador tiene una importancia decisiva en cómo es la vida de un donante.

– Pero toda esta vida acelerada que tú llevas. Todo ese andar de un lado para otro hasta la extenuación, y toda esa soledad. Te he estado observando. Te está consumiendo. Seguro que sí, Kath; seguro que a veces estás deseando que te digan que ya puedes dejarlo. No sé por qué no hablas con ellos, por qué no les preguntas la razón de que tarden tanto. -Se quedó callado, y luego dijo-: Me lo pregunto, simplemente. No quiero que discutamos.

Puse la cabeza sobre su hombro, y dije:

– Sí… Puede que ya no tarde mucho, de todas formas. Pero de momento tengo que seguir. Aunque tú no quieras que me quede contigo, hay otros que sí quieren.

– Supongo que tienes razón, Kath. Eres una cuidadora buena de verdad. Serías perfecta para mí si no fueras tú. -Soltó una risita y me rodeó con el brazo, aunque seguimos sentados uno al lado del otro. Luego dijo-: No hago más que pensar en ese río de no sé qué parte, con unas aguas muy rápidas. Y en esas dos personas que están en medio de ellas, tratando de agarrarse mutuamente, aferrándose con todas sus fuerzas el uno al otro, hasta que al final ya no pueden aguantar más. La corriente es demasiado fuerte. Tienen que soltarse, y se separan, y se los lleva el agua. Pienso que eso es lo que pasa con nosotros. Qué pena, Kath, porque nos hemos amado siempre. Pero al final no podemos quedarnos juntos.

Cuando dijo esto, recordé cómo lo había agarrado con todas mis fuerzas aquella noche en aquel campo azotado por el viento, en el camino de regreso de Littlehampton. No sé si él estaba pensando también en eso, o si seguía pensando en sus ríos de corrientes tempestuosas. En cualquier caso, seguimos sentados en el borde de la cama durante largo rato, sumidos en nuestros pensamientos. Y al final le dije:

– Siento haberme enfadado tanto antes. Les hablaré. Intentaré que te asignen un cuidador realmente bueno.

– Qué pena, Kath… -volvió a decir.

Y no creo que habláramos más de ello en toda la mañana.

Recuerdo que las semanas que siguieron -las semanas antes de que el nuevo cuidador se hiciera cargo- fueron sorprendentemente apacibles. Quizá Tommy y yo nos esforzábamos muy especialmente por ser amables el uno con el otro, pero el tiempo pareció transcurrir de un modo casi desenfadado. Podría pensarse que, en la situación en que estábamos, tendríamos que habernos visto inmersos en una sensación de irrealidad. Pero nosotros no nos sentimos nada extraños en aquel momento. Yo estaba bastante ocupada con dos de mis otros donantes del norte de Gales, y ello me había mantenido apartada de Kingsfield más de lo que yo habría deseado, pero aun así me las arreglaba para visitar a Tommy tres o cuatro veces a la semana. El tiempo se hizo más frío, aunque seguía seco y a menudo soleado, y se nos pasaban las horas en su habitación, a veces practicando el sexo, las más de las veces charlando. A veces Tommy escuchaba cómo le leía en alto. Una o dos veces, incluso, sacó su cuaderno y garabateó unas cuantas ideas para sus animales mientras yo le leía desde la cama.

Hasta que fui a verle el último día. Llegué justo después de la una, una tarde fresca de diciembre. Subí presintiendo algún cambio, no sabía cuál. Quizá pensé que habría puesto algún elemento nuevo de decoración o algo por el estilo pero, por supuesto, todo estaba como siempre, y, bien mirado, fue un alivio. Tampoco Tommy parecía nada diferente, pero cuando empezamos a hablar se nos hizo difícil simular que era una visita más. Habíamos hablado tanto las semanas anteriores que no nos daba la sensación de que tuviéramos nada especial que cumplir aquella tarde. Y creo que ambos nos sentíamos reacios a empezar cualquier conversación que luego lamentaríamos no haber podido acabar cabalmente. Así que en nuestra charla de aquel día hubo una especie de vacío.

Sin embargo, en un momento dado, después de haberme estado paseando sin ton ni son por la habitación, le pregunté:

– Tommy, ¿te alegras de que Ruth «completara» antes de saber todo lo que nosotros averiguamos en Littlehampton?

Estaba echado en la cama y, antes de responder, siguió mirando con fijeza el techo durante un momento.

– Qué extraño, porque yo estuve pensando en lo mismo el otro día. Lo que no debes olvidar, cuando pienses en este tipo de cosas, es que Ruth era distinta de nosotros. Tú y yo, desde el principio, desde que éramos muy pequeños, siempre estábamos tratando de descubrir cosas. ¿Te acuerdas, Kath, de todas aquellas charlas secretas que solíamos tener? Pero Ruth no era así. Ella siempre quería creer en cosas. Ésa era Ruth. Así que sí, en cierta manera creo que es mejor que haya sucedido de este modo. -Se quedó callado, y luego dijo-: Claro que lo que descubrimos aquel día, con la señorita Emily y demás, no cambia nada lo de Ruth. Al final nos deseó lo mejor. De verdad quiso lo mejor para nosotros.

A aquellas alturas no quise embarcarme en una conversación seria sobre Ruth, así que me limité a decirle que estaba de acuerdo. Pero ahora que he tenido más tiempo para pensar en ello, no estoy muy segura de cómo me siento. Una parte de mí sigue deseando haber podido compartir con Ruth todo lo que Tommy y yo descubrimos. De acuerdo, quizá ella se habría sentido mal al saberlo; quizá le hubiera hecho ver que el daño que nos había infligido en un tiempo no podía ser reparado tan fácilmente como creía. Y, si he de ser sincera, quizá ello no sea sino una pequeña parte de un deseo más grande de que lo hubiera sabido todo antes de «completar». Pero a la postre, creo que hay algo más, algo más que mi mero deseo mezquino y vengativo. Porque, como Tommy dijo, ella quiso lo mejor para nosotros al final, y aunque aquel día en el coche me dijo que no esperaba que la perdonase nunca, se equivocaba. No siento ninguna inquina hacia ella. Cuando digo que me habría gustado que hubiera llegado a saberlo todo, es más bien por la tristeza que siento ante la idea de que haya acabado de forma distinta a la de Tommy y mía. Porque es como si hubieran trazado una raya y Tommy y yo estuviéramos a un lado y Ruth al otro y, a fin de cuentas, eso me pone triste, y creo que también a ella la entristecería si pudiera verlo.

Tommy y yo no nos hicimos ninguna gran despedida aquel día. Cuando llegó la hora, bajó las escaleras conmigo -algo que no solía hacer- y cruzamos la Plaza juntos en dirección al coche. Dada la época del año, el sol se estaba poniendo detrás de los edificios. Como de costumbre, había unas cuantas figuras en sombra bajo el tejado saliente, pero la Plaza estaba vacía. Tommy estuvo callado durante todo el trecho hasta el coche. Y al final soltó una risita y dijo:

– ¿Te acuerdas, Kath, cuando jugaba a fútbol en Hailsham? Tenía un pequeño secreto. Cuando metía un gol, me daba la vuelta así -dijo, levantando los brazos en señal de triunfo- y corría hacia mis compañeros de equipo. Nunca me volvía loco ni nada parecido. Sólo corría hacia mis compañeros con los brazos en alto. Así. -Se quedó quieto un momento, con los brazos aún levantados. Luego los bajó y me sonrió-. Y en mi cabeza, Kath, cuando estaba corriendo, siempre me imaginaba que estaba chapoteando en el agua. Un agua no profunda, que me cubría sólo hasta los tobillos. Eso es lo que solía imaginar, una vez tras otra. Chapoteando, chapoteando, chapoteando… -Volvió a levantar los brazos-. Y me sentía realmente bien. Metía un gol, me daba la vuelta, y chapoteaba y chapoteaba y chapoteaba… -Me miró, y soltó otra pequeña carcajada-. Lo hice durante todos aquellos años, y jamás se lo dije a nadie.

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