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Con un codo apoyado en Tommy y el otro en mí, caminó con cuidado hasta salir al pasillo, donde un hombre corpulento con uniforme de enfermero, sobresaltado, dio un respingo y se apresuró a tenderle unas muletas.

La puerta principal estaba abierta, y me sorprendió ver que aún había claridad diurna. La voz de Madame llegaba desde el exterior; hablaba con los hombres, pero ya con más calma. Creí llegada la hora de que Tommy y yo desapareciéramos de allí, pero la señorita Emily, firme entre las dos muletas mientras George la ayudaba a ponerse el abrigo, nos cerraba el paso, así que esperamos. Supongo que también esperábamos para despedirnos de la señorita Emily; puede que, después de todo, quisiéramos darle las gracias. No estoy segura. Pero en aquel momento lo que a ella le preocupaba era su cómoda. Una vez fuera, se puso a explicarles a los hombres algo urgente, y se alejó con George, sin mirar hacia atrás para volver a vernos.

Tommy y yo nos quedamos en el pasillo durante unos segundos más, sin saber qué hacer. Cuando al final salimos a la calle, advertí que, aunque el cielo aún no estaba oscuro, las farolas se habían encendido a todo lo largo de la calle. Una furgoneta blanca puso en marcha el motor. Justo detrás de ella vimos un viejo Volvo, y a la señorita Emily en el asiento del acompañante. Madame se inclinaba sobre la ventanilla, y asentía a algo que le estaba diciendo la señorita Emily, mientras George cerraba el maletero e iba hasta la puerta del conductor. La furgoneta blanca inició la marcha, y el Volvo salió a continuación.

Madame se quedó mirando durante largo rato hacia los vehículos que se alejaban. Luego dio media vuelta en ademán de entrar en la casa, y al vernos allí en la acera se detuvo bruscamente, y casi retrocedió dando un saltito.

– Nos vamos ya -dije-. Gracias por haber hablado con nosotros. Por favor, dígale adiós a la señorita Emily de nuestra parte.

Vi cómo me estudiaba a la luz mortecina de la tarde. Luego dijo:

– Kathy H. Me acuerdo de ti. Sí, te recuerdo.

Se quedó en silencio, pero siguió mirándome.

– Creo que sé lo que está pensando -dije finalmente-. Creo que puedo adivinarlo.

– Muy bien -dijo ella. Su voz sonaba como ausente, y su mirada parecía desvaída-. Muy bien. Puedes leer la mente. Dime.

– Una tarde me vio usted en el dormitorio. No había nadie, y yo estaba escuchando una cinta, una canción. Y estaba bailando, con los ojos cerrados. Y usted me vio.

– Eso está muy bien. Sabes leer la mente. Deberías trabajar en un escenario. Acabo de reconocerte. Y sí, me acuerdo de aquella vez. Y aún pienso en ella en ocasiones.

– Es extraño. Yo también.

– Ya veo.

Podíamos haber acabado la conversación ahí. Podíamos habernos dicho adiós e irnos cada cual por nuestro lado. Pero Madame dio un paso hacia nosotros, sin dejar de mirarme a la cara en ningún momento.

– Eras mucho más joven entonces -dijo-. Pero sí, eres tú.

– No tiene que contestarme si no quiere -dije-. Pero es algo que siempre me ha intrigado. ¿Puedo preguntárselo?

– Me lees la mente. Pero yo no puedo leer la tuya.

– Bueno, aquel día usted estaba… disgustada. Me estaba mirando, y cuando me di cuenta y abrí los ojos, usted seguía observándome, y creo que estaba llorando. De hecho sé que estaba llorando. Me estaba mirando y lloraba. ¿Por qué?

La expresión de Madame no había cambiado, y continuó mirándome a la cara.

– Estaba llorando -acabó diciendo con voz muy suave, como si tuviera miedo de que los vecinos estuvieran escuchando- porque al entrar oí la música. Pensé que algún alumno descuidado había dejado una casete puesta. Pero cuando fui a entrar en el dormitorio te vi, sola, apenas una chiquilla, bailando. Con los ojos cerrados, como has dicho, y muy lejos, y con tal expresión de anhelo. Bailabas con tanta sensibilidad. Y la música, la canción. Había algo en la letra. Estaba tan llena de tristeza.

– La canción -dije- se titulaba Nunca me abandones. -Entoné para ella un par de versos en voz muy baja, casi en un susurro-. «Nunca me abandones. Oh, baby, baby… Nunca me abandones…»

Movió la cabeza en señal de asentimiento.

– Sí, era esa canción. La he oído una o dos veces desde entonces. En la radio, en la televisión. Y siempre me ha recordado a aquella chiquilla que bailaba a solas en el dormitorio.

– Dice que no puede leer la mente -dije-. Pero quizá la leyó aquel día. Quizá por eso, al verme, se echó a llorar. Porque, fuera lo que fuere lo que decía la letra de aquella canción, yo, en mi cabeza, cuando estaba bailando, tenía mi propia interpretación. ¿Sabe? Imaginaba que trataba de una mujer a la que le habían dicho que no podía tener hijos. Pero resulta que tuvo uno, y estaba tan feliz, y lo apretaba con todas sus fuerzas contra su pecho, muerta de miedo de que algo pudiera separarlos, y no paraba de cantar «baby, baby, nunca me abandones…». La canción no trata de eso ni mucho menos, pero eso es lo que yo tenía en la cabeza entonces. Puede que me leyera usted la mente, y por eso le pareció todo tan triste. A mí no me parecía tan triste en aquel momento, pero ahora, cuando pienso en ello, sí me lo parece un poco.

Había estado hablándole a Madame, pero sentía a Tommy moviéndose a mi lado, y era consciente de la textura de su ropa, de todo lo que tenía que ver con su persona. Y Madame dijo:

– Es muy, muy interesante. Pero ni entonces podía ni hoy puedo leer la mente de nadie. Lloraba por una razón totalmente diferente. Cuando te vi bailando aquella tarde, vi también algo más. Vi un mundo nuevo que se avecinaba velozmente. Más científico, más eficiente. Sí. Con más curas para las antiguas enfermedades. Muy bien. Pero más duro. Más cruel. Y veía a una niña, con los ojos muy cerrados, que apretaba contra su pecho el viejo mundo amable, el suyo, un mundo que ella, en el fondo de su corazón, sabía que no podía durar, y lo estrechaba con fuerza y le rogaba que nunca, nunca la abandonara. Eso es lo que yo vi. No te vi realmente a ti, ni lo que estabas haciendo. Pero te vi y se me rompió el corazón. Y jamás lo he olvidado.

Entonces se acercó hasta quedar casi a un paso de nosotros.

– Lo que nos habéis dicho esta tarde me ha emocionado también. -Miró a Tommy, y luego a mí-. Pobres criaturas. Me gustaría tanto poder ayudaros. Pero ahora estáis solos.

Alargó la mano, sin dejar de mirarme a la cara ni un instante, y la puso en mi mejilla. Sentí cómo un temblor la recorría de pies a cabeza, pero dejó la mano donde estaba, y vi que volvían a asomar a sus ojos las lágrimas.

– Pobres criaturas -repitió, casi en un susurro.

Y dio media vuelta y entró en la casa.

En el viaje de regreso apenas hablamos de nuestra visita a Madame y a la señorita Emily. O, si lo hicimos, fue de las cosas menos importantes, como de lo envejecidas que nos habían parecido, o de las cosas que habíamos visto en su casa.

Me mantuve todo el tiempo en las carreteras secundarias menos iluminadas que conocía, donde sólo nuestros faros turbaban la total oscuridad. De cuando en cuando nos cruzábamos con otros faros, y entonces tenía la sensación de que pertenecían a otros cuidadores que volvían a casa solos, o quizá, como yo, con un donante a su lado. Era consciente, por supuesto, de que otras muchas gentes utilizaban esas carreteras, pero aquella noche me daba la impresión de que aquellos apartados vericuetos del país existían sólo para gente como nosotros, mientras que las grandes y rutilantes autopistas, con sus gigantescos letreros y sus confortables cafeterías, eran para todos los demás. No sé si Tommy estaba pensando algo parecido. Quizá sí, porque en un momento dado comentó:

– Kath, conoces unas carreteras bastante raras.

Rió un poco al decirlo, pero enseguida pareció sumirse en sus pensamientos. Y luego, cuando avanzábamos por una vía particularmente oscura, en medio de ninguna parte, dijo de pronto:

– Creo que la que tenía razón era la señorita Lucy. No la señorita Emily.

No recuerdo si le respondí. Si lo hice, ciertamente no fue nada profundo. Pero ése fue el momento en que percibí algo en su voz, o quizá en su modo de comportarse, que hizo que se disparara un lejano timbre de alarma. Recuerdo que aparté la vista de la carretera para dirigirla a él, pero lo vi allí sentado a mi lado, en calma, con la mirada fija en el asfalto.

Unos minutos después, dijo de pronto:

– ¿Podemos parar, Kath? Lo siento, pero tengo que bajarme un momento.

Pensé que se estaba mareando otra vez, así que aminoré la marcha inmediatamente y detuve el coche en el arcén, casi rozando el seto. Era un tramo completamente oscuro, y aunque dejé los faros encendidos, estaba muy nerviosa por miedo a que un vehículo tomara la curva a mucha velocidad y chocara contra nosotros. Por eso, cuando Tommy se bajó y desapareció en la oscuridad, no le acompañé. Pero en la forma en que se había bajado del coche había creído ver una firme determinación que daba a entender que, por mucho que se sintiera mal, prefería arreglárselas solo. Sea como fuere, ésa era la razón por la que yo aún seguía en el coche, y estaba preguntándome si arrancar y estacionarlo un poco más arriba de la ladera cuando de pronto oí el primer grito.

Al principio ni siquiera pensé que fuera él, sino algún loco que anduviera rondando entre los arbustos. Estaba ya fuera del coche cuando me llegó el segundo grito, y el tercero, y entonces ya sabía que era Tommy, y ello no atenuó en absoluto mi sensación de apremio. Antes bien, durante un instante, al no poder ubicar a Tommy, estuve al borde del pánico. No podía ver nada, y cuando traté de ir hacia los gritos me topé con una espesura impenetrable. Logré encontrar un hueco entre los matorrales, crucé una zanja y llegué a una valla. Me las arreglé para pasar por encima de ella y hundí los pies en un barro blando.

Ahora podía ver mucho mejor dónde me encontraba. Era un campo que descendía abruptamente un poco más adelante, y alcancé a ver las luces de un pueblecito situado al fondo del valle. El viento era muy fuerte, y una ráfaga me golpeó con tal virulencia que me vi obligada a agarrarme a un poste de la valla. La luna no era aún llena, pero iluminaba lo bastante para permitirme ver la figura de Tommy. Gritaba y lanzaba puñetazos y patadas, hecho una fiera, unos metros más allá, donde el campo empezaba a descender con brusquedad.

Intenté correr hacia él, pero era como si el barro succionara mis pies hacia abajo. El barro también le impedía a Tommy moverse libremente, porque en un momento dado vi que, al lanzar una patada, resbalaba y se lo tragaba la negrura de la noche. Pero siguió soltando maldiciones, y llegué a donde había caído en el momento mismo en que se estaba levantando. A la luz de la luna vi su cara, manchada de barro y distorsionada por la cólera, y estiré las manos y le agarré con fuerza los brazos para que dejara de agitarlos frenéticamente. Él trató de zafarse, pero yo no le solté, hasta que dejó de gritar y me pareció que al fin su furia amainaba. Al poco me di cuenta de que él también me tenía entre sus brazos. Y durante lo que se me antojó una eternidad seguimos allí de pie, en lo alto de aquel campo, sin decir nada, abrazándonos, mientras el viento soplaba contra nosotros y nos tiraba de la ropa, y seguimos aferrándonos el uno al otro como si fuera la única manera de impedir que nos arrastrara al fondo de la noche.

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