– No entiendo por qué te parece tan graciosa -dijo Tommy-. Es una teoría tan buena como cualquier otra.
– No es la teoría lo que a la gente le parecería chistoso, querido parlanchín. Puede que hasta les pareciera correcta. Pero la idea de que tú podrías sacar provecho de ella enseñándole a Madame tus pequeños animales…
Ruth sonrió y sacudió la cabeza.
Tommy no dijo nada y siguió con su ejercicio de estiramiento. Yo deseaba salir en su defensa, y trataba de dar con las palabras capaces de hacerle sentirse mejor sin poner a Ruth aún más furiosa. Pero fue entonces cuando Ruth dijo lo que dijo. Fue ya lo bastante horrible entonces, pero aquel día, en el camposanto de la iglesia, no me hacía la menor idea de hasta dónde habrían de llegar sus repercusiones. Lo que dijo fue:
– No soy sólo yo, cariño. Kathy, aquí presente, piensa que tus animales son una absoluta patochada.
Mi primer impulso fue negarlo, y echarme a reír. Pero el modo en que Ruth había hablado denotaba una gran firmeza, y los tres nos conocíamos lo bastante para saber que en sus palabras tenía que haber algo de verdad. Así que al final me quedé callada, mientras mi mente se remontaba frenéticamente atrás en busca del momento en que se basaba para decir lo que decía, hasta detenerse con frío horror en aquella noche en mi cuarto, con las tazas de té sobre el regazo. Y Ruth añadió:
– Mientras la gente piense que haces esas pequeñas criaturas como una especie de broma, perfecto. Pero no digas nunca que las haces en serio. Por favor.
Tommy había dejado sus estiramientos y me miraba con aire inquisitivo. De pronto volvió a ser como un niño, carente por completo de fachada; pero pude ver también cómo detrás de sus ojos iba tomando cuerpo algo oscuro e inquietante.
– Mira, Tommy, tienes que entenderlo -siguió Ruth-. El que Kathy y yo nos partamos de risa con tus cosas no tiene la menor importancia. Porque se trata sólo de nosotros tres. Así que, por favor, no metamos a nadie más en esto.
He pensado una y otra vez en aquellos instantes. Tendría que haber encontrado algo que decir. Podría haberlo negado, sencillamente, aunque lo más probable es que Tommy no me hubiera creído. Y me habría sido enormemente difícil explicar las cosas sinceramente, y con todos sus matices. Pero podría haber hecho algo. Podría haberme enfrentado con Ruth, haberle dicho que estaba tergiversando las cosas, que aun admitiendo el hecho de haberme reído, jamás lo había hecho en el sentido que ella quería darle. Podría incluso haberme acercado a Tommy y haberle dado un abrazo, allí mismo, delante de Ruth. Es algo que se me ocurrió años más tarde, y probablemente no hubiera sido una opción viable en aquel tiempo, dada la persona que yo era, y dada la forma en que los tres nos comportábamos entre nosotros. Pero habría podido salvar la situación, una situación en la que las palabras nunca habrían hecho sino empeorar las cosas.
Sin embargo, no dije ni hice nada. En parte, supongo, porque me quedé absolutamente anonadada ante el hecho de que Ruth hubiera empleado tan malas artes. Recuerdo que, al verme ante tamaño aprieto, me invadió un enorme cansancio, una especie de letargia. Era como tener que resolver un problema de matemáticas cuando tienes la mente exhausta, y sabes que existe una solución remota pero no puedes reunir la energía suficiente para tratar de dar con ella. Algo en mí tiró la toalla. Una voz me decía: «Muy bien, déjale que piense lo peor. Que lo piense. Deja que lo piense…». Y supongo que lo miré con resignación, con un semblante que lo que le decía era: «Sí, es verdad, ¿qué esperabas?». Y ahora recuerdo, como si la estuviera viendo, la cara de Tommy, la ira que reculaba ya y era reemplazada por una expresión casi de asombro, como si yo fuera una mariposa de una especie rara que se hubiera posado en un poste de la valla.
No es que temiera echarme a llorar o perder la compostura o algo parecido. Pero decidí dar media vuelta e irme. Incluso aquel día, más tarde, me di cuenta de que había sido un gran error. Y todo lo que puedo decir es que, en aquel momento, lo que más temía en el mundo era que cualquiera de los dos se fuera y yo tuviera que quedarme a solas con el otro. No sé por qué, pero no me parecía una opción viable el que se fuera de allí bruscamente más de uno de nosotros, y quise asegurarme de que ese uno fuera yo. Así que me volví y desanduve el camino a través de las tumbas, hacia la puerta baja de madera, y por espacio de varios minutos sentí como si en realidad hubiera sido yo quien había salido triunfante, y que ahora que se habían quedado solos, uno en compañía del otro, debían padecer un destino que ambos merecían de sobra.
Como ya he dicho, no fue hasta mucho más tarde -mucho tiempo después de que yo dejara las Cottages- cuando caí en la cuenta de lo importante que había sido nuestro encuentro en el cementerio. Yo me disgusté mucho entonces, es cierto. Pero no creí que fuera a ser diferente de otras peleas que habíamos tenido antes. Jamás se me pasó por la cabeza que nuestras vidas, hasta entonces tan estrechamente vinculadas, pudieran llegar a separarse tan drásticamente a raíz de aquello.
Supongo que para entonces ya existían poderosas corrientes que tendían a separarnos, y que sólo fue necesario un incidente como el que he relatado para que la ruptura se hiciera definitiva. Si hubiéramos entendido esto entonces, quién sabe, a lo mejor podríamos haber conservado unos lazos más fuertes.
Para empezar, cada día eran más y más los alumnos que se iban para ser cuidadores, y entre nuestra gente de Hailsham había un sentimiento creciente de que ése era el curso natural de las cosas. Aún teníamos que acabar de redactar nuestros trabajos, pero era de dominio público que no era obligatorio terminarlos si decidíamos empezar el adiestramiento. En nuestros primeros días en las Cottages la idea de no terminarlos habría sido impensable. Pero cuanto más lejano se nos hacía Hailsham menos importantes nos parecían estos trabajos. En aquel tiempo me daba la impresión -probablemente acertada- de que si permitíamos que se perdiera nuestra percepción de que los trabajos eran importantes, se perdería también todo lo demás que nos unía y vertebraba como alumnos de Hailsham. Por eso, durante un tiempo, traté de que se mantuviera nuestro entusiasmo por las lecturas y el acopio de notas para los trabajos. Pero sin ninguna razón que nos permitiera suponer que algún día volveríamos a ver a nuestros custodios (lo cierto es que, con toda aquella cantidad de alumnos cambiando de destino, la empresa pronto empezó a parecerme una causa perdida).
De todas formas, en los días que siguieron a nuestra conversación en el cementerio, hice todo lo que pude para que el incidente quedara definitivamente zanjado como algo del pasado. Me comportaba con Ruth y Tommy como si no hubiera sucedido nada del otro mundo, y ellos hacían más o menos lo mismo. Pero ahora había algo que siempre estaba ahí, y no sólo entre ellos y yo. Aunque mantenían la apariencia de seguir siendo una pareja -seguían haciendo lo del golpecito en el brazo cuando se separaban-, los conocía demasiado bien para no ver que se habían distanciado.
Por supuesto, yo me sentía mal por lo que había sucedido entre nosotros, sobre todo por lo de los animales imaginarios. No obstante, ya nada era tan sencillo como para solucionarlo acercándome a él para explicarle cómo había sido todo y decirle cuánto lo sentía. Unos años -quizá incluso seis meses- antes, la cosa probablemente habría funcionado de ese modo. Tommy y yo habríamos hablado de ello, y lo habríamos solucionado. Pero aquel segundo verano las cosas ya eran diferentes. Tal vez por mi relación con Lenny, no sé. En cualquier caso, ya no era fácil hablar con Tommy. Superficialmente, al menos, todo seguía siendo como antes, pero jamás mencionábamos sus animales o lo que había sucedido en el cementerio.
Tales habían sido los acontecimientos inmediatamente anteriores a que Ruth y yo tuviéramos aquella conversación en la vieja marquesina de autobuses, cuando me puse furiosa con ella al ver que fingía no acordarse de la parcela de ruibarbo de Hailsham. Como ya dije antes, probablemente no me habría enfadado tanto si no lo hubiera hecho en mitad de una conversación tan seria. Cierto que para entonces ya habíamos tocado la mayoría de los puntos importantes, pero aun así, por mucho que estuviéramos ya charlando de otros temas más livianos, no habíamos dejado aún el terreno de nuestro intento de arreglar las cosas entre nosotras, y no había ningún lugar para aquel tipo de fingimientos.
Lo que sucedió fue lo siguiente. Aunque algo se había interpuesto entre Tommy y yo, con Ruth las cosas no habían llegado hasta ese punto -o al menos eso pensaba yo en aquel momento-, y había decidido que ya era hora de hablar con ella de lo que había pasado en el cementerio. Acabábamos de tener uno de esos días de lluvia y tormenta eléctrica y, a pesar de la humedad, nos habíamos quedado en casa. Así que, cuando al atardecer vimos que el tiempo había mejorado -la puesta de sol estaba siendo de un rosa hermoso-, le dije a Ruth que por qué no salíamos a tomar un poco el aire. Había un empinado sendero que acababa de descubrir y que llevaba hasta el borde del valle, y justo donde el sendero iba a dar a la carretera había una antigua marquesina de autobuses. Éstos habían dejado de operar hacía mucho tiempo, y la señal de parada ya no estaba, y en la pared trasera de la marquesina podía verse el marco sin cristal de lo que un día habían sido los horarios. Pero la marquesina -una agradable estructura de madera con uno de los lados abiertos a los campos que descendían por la ladera del valle- seguía en pie, e incluso con el banco aún intacto. Allí era, pues, donde Ruth y yo estábamos sentadas tratando de recuperar el resuello, mirando las telarañas de las vigas del techo y el anochecer estival. Entonces yo dije algo como:
– ¿Sabes, Ruth? Deberíamos intentar solucionar lo nuestro, lo que pasó el otro día.
Había utilizado un tono conciliador, y Ruth respondió al instante. Dijo que sí, que era bastante tonto que los tres nos peleáramos por verdaderas nimiedades. Sacó a relucir otras veces en que nos habíamos peleado, y estuvimos riéndonos de ello durante un rato. Pero en realidad yo no quería que Ruth se limitara a enterrar aquello de ese modo, así que, con el tono menos desafiante que pude, dije:
– Ruth, ¿sabes?, creo que a veces, cuando tienes pareja, no puedes ver las cosas tan claramente como quizá pueda verlas otra persona desde fuera. Bueno, sólo a veces.
Ruth asintió con la cabeza.