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Y además estaba Ruth, que seguía fingiendo no acordarse de las cosas de Hailsham. De acuerdo, eran detalles triviales, pero que cada día me hacían sentirme más irritada con ella. Una vez, por ejemplo, después de un largo desayuno, estábamos sentadas a la mesa de la cocina Ruth y yo y unos cuantos veteranos. Uno de ellos había estado hablando de que comer queso a altas horas de la noche te alteraba sin remedio el sueño, y yo me volví hacia Ruth para decirle algo como: «¿Te acuerdas de cómo la señorita Geraldine nos lo decía siempre?». Lo dije como de pasada, y Ruth no habría tenido más que dirigirme una sonrisa o un leve asentimiento de cabeza, pero lo que hizo fue quedarse mirándome con expresión vacía, como si no tuviera la más remota idea de lo que le estaba hablando. Sólo cuando les expliqué a los veteranos: «Una de nuestras custodias», asintió Ruth frunciendo el ceño, como si acabara de acordarse de pronto.

En aquella ocasión no le dije nada, pero hubo otra -un atardecer que estábamos sentadas en la vieja marquesina de autobuses- en que no la dejé salirse con la suya. Monté en cólera porque una cosa era que jugara a aquel juego delante de los veteranos, y otra muy distinta que lo hiciera estando las dos solas y en mitad de una conversación seria. Me había referido, de pasada, al hecho de que, en Hailsham, el atajo hacia el estanque que atravesaba la parcela de ruibarbo era un camino prohibido. Al ver que Ruth adoptaba un aire de extrañeza, abandoné por completo la argumentación que estaba esgrimiendo y dije:

– Ruth, no es posible que lo hayas olvidado. Así que no me tomes el pelo.

Si no hubiera empleado un tono tan seco y rotundo -si hubiera hecho una broma al respecto, por ejemplo, y hubiera seguido hablando-, quizá ella habría visto lo absurdo de su actitud y habría soltado una carcajada. Pero la había sacudido verbalmente, y lo que hizo fue mirarme con expresión de ira y decirme:

– ¿Y qué importancia tiene eso? ¿Qué tiene que ver esa parcela de ruibarbo con lo que hablamos? Limítate a seguir con lo que estabas diciendo.

Se estaba haciendo tarde, y empezaba a oscurecer, y en la vieja marquesina de autobuses notábamos la humedad que sucede a una tormenta eléctrica. Así que no me sentía con humor para entrar en por qué importaba tanto. Y aunque dejé este punto de fricción y seguí con la conversación que estábamos teniendo, el ánimo era ya frío entre nosotras y muy poco propicio para ayudarnos a solucionar el difícil asunto que teníamos entre manos.

Para explicar el asunto que estábamos discutiendo tendré que retroceder cierto tiempo. De hecho, habré de remontarme varias semanas hasta el principio del verano. Yo había mantenido una relación con uno de los veteranos, un chico llamado Lenny, que, si he de ser sincera, se había debido sobre todo a una necesidad sexual. Pero de pronto Lenny había decidido irse de las Cottages a recibir su adiestramiento. Ello me desasosegó un tanto, y Ruth se había portado de maravilla conmigo, vigilándome constantemente pero con suma discreción, siempre presta a alegrarme si me veía taciturna. Y me hacía pequeños favores, como prepararme sándwiches o hacerse cargo de mi turno de limpieza.

Entonces, aproximadamente unas dos semanas después de que Lenny se hubiera ido, estábamos las dos sentadas en mi cuarto del altillo, pasada la medianoche, charlando con sendas tazas de té en las manos, y Ruth me estaba haciendo reír de verdad a propósito de Lenny. No había sido un mal chico, pero cuando empecé a contarle a Ruth ciertas cosas de carácter muy íntimo, todo lo relacionado con él empezó a parecemos cómico, y no parábamos de reírnos. En un momento dado, Ruth estaba pasando un dedo por las casetes apiladas en pequeños montones a lo largo del rodapié. Lo hacía con actitud distraída, mientras seguía riéndose (más tarde empecé a sospechar que no lo había hecho por casualidad, que quizá había visto la cinta allí días antes, que hasta quizá la había mirado detenidamente para cerciorarse, y luego había esperado a la mejor ocasión para «descubrirla». Años después, así se lo insinué a Ruth con delicadeza, y ella pareció no saber de qué le estaba hablando, así que es posible que me equivocase). De cualquier forma, allí estábamos riendo y riendo cada vez que yo contaba otro detalle íntimo del pobre Lenny, y de pronto fue como si alguien quitara un tapón. Veo a Ruth, echada sobre un costado sobre la alfombra, mirando atentamente los lomos de las casetes a la tenue luz de mi cuarto, y, en un momento dado, veo la cinta de Judy Bridgewater en su mano. Después de lo que me pareció una eternidad, dijo:

– ¿Cuánto tiempo hace que has vuelto a tenerla?

Le conté -de forma tan neutra como pude- cómo Tommy y yo habíamos dado con ella el día del viaje a Norfolk, mientras ella y los demás estaban visitando a Martin. Siguió examinándola con suma atención, y al cabo dijo:

– Así que Tommy la encontró para ti…

– No, la encontré yo. Yo la vi primero.

– Ninguno de los dos me lo contó. -Se encogió de hombros-. Si me lo contaste, no me enteré.

– Lo de Norfolk era verdad -dije-. ¿Te acuerdas? Lo de que era el rincón perdido de Inglaterra.

Durante un instante, se me pasó por la cabeza que Ruth podría hacer como que tampoco se acordaba de ello, pero la vi asentir con gesto pensativo.

– Tendría que haberme acordado cuando estábamos allí -dijo-. Quizá habría encontrado mi bufanda roja.

Nos echamos a reír las dos, y pareció cesar la incomodidad entre nosotras. Pero en la forma en que Ruth puso la cinta en su sitio sin seguir hablando de ella percibí algo que me hizo pensar que la cosa no terminaba allí.

No sé si el rumbo que tomó la conversación después de aquello fue de algún modo obra de Ruth a la luz de su descubrimiento, o si de todas formas la conversación nos hubiera llevado por aquellos derroteros, y fue sólo más tarde cuando Ruth cayó en la cuenta de que con ella podía hacer lo que hizo. Seguimos hablando de Lenny, en particular sobre cómo practicaba el sexo, y volvimos a reírnos de lo lindo. A estas alturas creo que me sentía aliviada de que se hubiera acabado enterando de lo de la cinta y no hubiera montado ninguna escena, y tal vez por ello yo no estaba siendo tan cautelosa como debía. Porque al cabo de un rato habíamos pasado de reírnos de Lenny a reírnos de Tommy. Al principio todo fue bienhumorado e inocuo, como si lo que hacíamos lo estuviéramos haciendo con afecto hacia su persona, pero de pronto me di cuenta de que nos estábamos riendo de sus animales.

Como digo, nunca he sabido a ciencia cierta si Ruth llevó la conversación adrede hasta ese punto concreto. Si he de ser justa, ni siquiera tengo la certeza de que fuera ella la que mencionó por primera vez los animales imaginarios. Y, una vez que empezamos, yo reía tanto como ella (que si uno de ellos parecía que llevaba calzoncillos, que si para otro se había inspirado en un erizo aplastado…). Supongo que en algún momento yo tenía que haber dicho que los dibujos eran buenos, que Tommy había hecho un magnífico trabajo para llegar donde había llegado. Pero no lo hice. En parte por la cinta; y tal vez también, si he de ser sincera, porque me complacía la idea de que Ruth no se tomara en serio lo de los animales de Tommy (y todo lo que ello implicaba). Creo que cuando aquella madrugada nos separamos, nos sentíamos tan unidas como en el pasado. Al salir me tocó la mejilla, y me dijo:

– Es fantástico cómo te mantienes siempre con la moral alta, Kathy.

Así que no estaba en absoluto preparada para lo que sucedería días después en el cementerio. Ruth, en el verano, había descubierto una vieja y preciosa iglesia a menos de un kilómetro de las Cottages, y detrás de ella un intrincado terreno lleno de viejas lápidas que se erguían en la hierba. Todo estaba lleno de maleza, pero se respiraba paz y Ruth iba allí a leer a menudo, en un banco cercano a las verjas traseras, bajo un gran sauce. Al principio no me entusiasmaba gran cosa esta nueva costumbre suya, pues recordaba que el verano anterior todos nos sentábamos juntos en la hierba, justo enfrente de las Cottages. Pero el caso es que si en uno de mis paseos tomaba esa dirección, y reparaba en que era muy probable que Ruth estuviera allí leyendo, acababa entrando por la puerta baja de madera y enfilando el sendero sembrado de malas hierbas y bordeado de lápidas. Aquella tarde hacía calor y todo estaba en calma, y bajaba por el sendero en una especie de ensoñación, leyendo los nombres de las lápidas, cuando vi que en el banco, bajo el sauce, no estaba sólo Ruth sino también Tommy.

Tommy no estaba sentado, sino con un pie apoyado en el herrumbroso brazo del banco, y hacía una especie de ejercicio de estiramiento mientras charlaban. No parecían mantener una conversación particularmente importante, y no dudé en acercarme a ellos. Quizá debería haber detectado algo en el modo en que me saludaron, pero puedo asegurar que ese algo en absoluto había sido obvio. Yo tenía un chisme que me moría de ganas de contarles -algo relacionado con uno de los recién llegados-, de modo que durante un rato no hice más que parlotear mientras ellos asentían con la cabeza y me hacían alguna pregunta que otra. Tardé bastante en darme cuenta de que algo no iba bien, e incluso cuando después de caer en ello hice una pausa y pregunté: «¿Os he interrumpido en algo?», lo hice en un tono más jocoso que preocupado.

Entonces Ruth dijo:

– Tommy me ha estado contando su gran teoría. Dice que ya te la había contado a ti. Hace siglos. Pero ahora, muy gentilmente, me está haciendo partícipe a mí también.

Tommy me dirigió una mirada, y estaba a punto de decir algo, pero Ruth dijo en un susurro fingido:

– ¡La gran teoría de Tommy sobre la Galería!

Entonces los dos me miraron, como si ahora la pelota estuviera en mi tejado y dependiera de mí lo que sucediera a continuación.

– No es una mala teoría -dije-. No sé, pero puede que sea cierta. ¿Qué piensas tú, Ruth?

– En realidad se la he tenido que sacar a este Chico Tierno. No es que te murieras de ganas de contársela a Ruth, ¿eh, querido parlanchín? Sólo se ha dignado hacerlo cuando le he apretado bien las clavijas para que me explicara lo que había detrás de todo ese arte.

– No lo estoy haciendo sólo por eso -dijo Tommy en tono hosco. Seguía con el pie sobre el brazo oxidado del banco, y continuaba con su ejercicio de estiramiento-. Lo único que he dicho ha sido que si mi teoría sobre la Galería era cierta, entonces siempre podría intentar aportar mis animales…

– Tommy, cariño, no te pongas en ridículo delante de nuestra amiga. Delante de mí, vale, pero no delante de nuestra querida Kathy.

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