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Lo realmente extraño de nuestro viaje a Norfolk fue que, una vez de vuelta, apenas volvimos a hablar de él. Hasta el punto de que durante un tiempo corrieron todo tipo de rumores sobre lo que habríamos estado haciendo en aquel rincón de Inglaterra. Incluso entonces mantuvimos la boca cerrada, hasta que al final la gente perdió el interés.

Aún hoy sigo sin estar segura del porqué. Quizá sentimos que era cosa de Ruth, de que era prerrogativa suya si quería o no contarlo, y no hacíamos sino observar lo que ella hacía y decía. Y Ruth, por una u otra razón -quizá sentía cierto embarazo por cómo habían resultado las cosas en relación con su posible, quizá disfrutaba del misterio-, se había cerrado por completo a este respecto. Incluso entre nosotros evitábamos hablar del viaje a Norfolk.

Este aire de secreto me hizo más fácil no contarle que Tommy me había regalado la cinta de Judy Bridgewater. Aunque no llegué hasta el punto de esconderla. Estaba allí, entre mis cosas, en uno de los pequeños montones que tenía junto al rodapié; pero siempre me cercioré de que no quedara encima de ninguno de ellos. Había veces en que me moría de ganas de contárselo; en aquellos momentos, por ejemplo, en que me habría gustado recordar cosas de Hailsham con la cinta sonando al fondo. Pero cuanto más se alejaba en el tiempo aquel viaje a Norfolk y yo seguía sin contárselo, más iba sintiendo yo una especie de culpa secreta. Por supuesto, al final vio la cinta. Fue mucho después, probablemente en un tiempo en que le hizo mucho más daño descubrirla, pero a veces es este tipo de cosas las que nos depara la fortuna.

Al acercarse la primavera eran más y más los veteranos que dejaban las Cottages para iniciar su aprendizaje, y aunque se iban sin gran alboroto -era ésa la costumbre-, su número cada vez mayor hacía imposible que su marcha pasara inadvertida. No estoy segura de cuáles eran nuestros sentimientos al verlos partir. Parecían dirigirse a un mundo más emocionante, más grande. Pero no había la menor duda de que su marcha nos hacía sentirnos cada día más inquietos.

Entonces, un buen día -creo recordar que hacia el mes de abril-, Alice F. se convirtió en la primera alumna de Hailsham que abandonaba las Cottages, y no mucho después le llegó el turno a Gordon C. Ambos habían solicitado empezar su adiestramiento, pero a partir de entonces el ambiente del lugar cambió para siempre (al menos para nosotros).

También muchos veteranos parecían afectados por la gran cantidad de compañeros que partían, y, acaso como consecuencia directa de ello, se produjo un nuevo aluvión de rumores similares a los que Chrissie y Rodney habían hecho alusión en Norfolk. Se hablaba de que en alguna parte del país había estudiantes que habían conseguido aplazamientos porque habían demostrado que estaban enamorados; a veces, incluso, tales comentarios se referían a alumnos que no tenían relación con Hailsham. Los cinco que habíamos estado en Norfolk también en este caso rehuíamos hablar del asunto: incluso Chrissie y Rodney -un día en el epicentro de aquellas hablillas- miraban hacia otra parte cuando alguien se ponía a hablar de ello.

El «efecto Norfolk» también nos afectó a Tommy y a mí. Después de volver del viaje, supuse que íbamos a aprovechar cualquier oportunidad para hablar de nuestros pensamientos sobre la Galería. Pero quién sabe por qué -y no es que él tuviera más culpa que yo en esto-, no lo hicimos nunca (ni cuando estábamos a solas). La excepción, supongo, fue la vez de la casa del ganso, la mañana en que me enseñó sus animales imaginarios.

El granero al que llamábamos «la casa del ganso» estaba en la periferia de las Cottages, y como tenía el tejado lleno de goteras y la puerta permanentemente fuera de sus goznes, apenas se utilizaba para nada, salvo para que las parejas buscaran intimidad en los meses más cálidos. Para entonces yo me había habituado a dar largos paseos solitarios, y creo que fue al comienzo de uno de ellos, justo cuando estaba dejando atrás la casa del ganso, cuando oí que Tommy me llamaba. Me volví y lo vi descalzo, encaramado torpemente en un trozo de tierra seca rodeado de enormes charcos, con una mano apoyada contra un costado del granero para mantener el equilibrio.

– ¿Dónde están tus botas, Tommy? -le pregunté.

Aparte de ir descalzo, llevaba el jersey grueso y los vaqueros de siempre.

– Estaba…, bueno, dibujando…

Se echó a reír, y levantó un pequeño cuaderno negro parecido a los que Keffers solía llevar consigo a todas partes.

Habían pasado ya más de dos meses desde nuestro viaje a Norfolk, pero en cuanto vi el cuadernito supe de qué se trataba. Aunque esperé hasta que dijo:

– Si quieres, Kath, te los enseño.

Me guió hasta el interior de la casa del ganso, dando saltitos sobre el terreno irregular. En contra de lo que pensaba, no estaba oscuro, porque la luz del sol entraba por los tragaluces. Contra una de las paredes se veían varios muebles, seguramente arrumbados durante el año anterior: mesas rotas, frigoríficos viejos, ese tipo de cosas. Al parecer Tommy había arrastrado hasta el centro del recinto un sofá de dos plazas con el relleno sobresaliéndole por los desgarrones del plástico negro, y supongo que era allí donde había estado sentado dibujando cuando me vio pasar. En el suelo, a unos pasos, vi sus botas de agua caídas hacia un lado, con las medias de fútbol asomando por las aberturas.

Tommy se sentó de un brinco en el sofá y se acarició el dedo gordo del pie.

– Perdona, me duelen un poco los pies. Me he descalzado sin darme cuenta. Creo que me he hecho unos pequeños cortes. ¿Quieres ver los dibujos, Kath? Ruth los vio la semana pasada, así que he estado deseando enseñártelos desde entonces. Nadie más los ha visto. Échales una ojeada, Kath.

Fue la primera vez que vi sus animales. Cuando me habló de ellos en Norfolk había imaginado que "serían algo parecido -aunque de menor tamaño- a esos dibujos que todos hemos hecho cuando éramos pequeños. Así que me quedé asombrada ante el minucioso detalle de cada uno de ellos. De hecho te llevaba unos segundos darte cuenta de que se trataba de animales. Mi primera impresión fue muy semejante a la que hubiera tenido al quitar la tapa de atrás de una radio: canales diminutos, tendones entrelazados, ruedecitas y tornillos en miniatura dibujados con obsesiva precisión, y sólo cuando alejé la hoja un poco pude apreciar que se trataba, por ejemplo, de algún tipo de armadillo, o de un pájaro.

– Es mi segundo cuaderno -dijo Tommy-. ¡No permitiré que nadie vea el primero por nada del mundo! Me ha llevado tiempo empezar a aprender…

Ahora estaba tendido en el sofá, poniéndose un calcetín en el pie y tratando de parecer despreocupado, pero yo sabía que estaba inquieto, a la espera de mi reacción. Aun así, tardé cierto tiempo en manifestarle mi más sincera admiración. En parte quizá por el temor de que los trabajos artísticos podrían volver a causarle problemas serios. Pero también porque los dibujos que estaba viendo eran tan diferentes de todo lo que los custodios nos habían enseñado en Hailsham que no sabía cómo juzgarlos. Dije algo como:

– Dios, Tommy… Esto tiene que exigirte una gran concentración. Es asombroso que aquí puedas tener luz suficiente para dibujar todas estas cosas tan pequeñas. -Y a continuación, mientras pasaba las hojas, y acaso porque seguía buscando las palabras adecuadas, acabé diciendo-: Me pregunto qué diría Madame si viera esto.

Lo dije en tono jocoso, y Tommy respondió con una risita, pero entonces hubo algo nuevo en el aire, algo que no había habido anteriormente. Seguí pasando las hojas del cuaderno -Tommy había llenado ya como una cuarta parte de él- sin mirarle, deseando no haber mencionado a Madame. Finalmente, le oí decir:

– Supongo que tendré que mejorar mucho antes de que ella pueda verlos.

No estaba segura de si me estaba invitando a que le dijera lo buenos que eran sus dibujos, pero entonces yo ya empezaba a estar verdaderamente fascinada por aquellas criaturas fantásticas que tenía ante mis ojos. Pese a sus metálicos, recargados rasgos, había algo tierno, incluso vulnerable en cada uno de ellos. Recordé que en Norfolk me había contado que, mientras los dibujaba, pensaba con preocupación en cómo se protegerían, o en cómo conseguirían coger las cosas, y, al verlos yo ahora, sentí una preocupación semejante. Sin embargo, por alguna razón que se me escapaba, había algo que me seguía impidiendo elogiarle abiertamente. Entonces Tommy dijo:

– De todas formas, no los hago sólo por lo de Madame y demás, sino porque me gusta hacerlos. Me estaba preguntando, Kath, si debo seguir manteniéndolo en secreto. Porque a lo mejor no hay nada malo en que la gente sepa que estoy dibujando esto. Hannah sigue pintando sus acuarelas, y hay un montón de veteranos que siguen haciendo cosas por el estilo. No me refiero exactamente a ir enseñándolos a todo el mundo. Pero estaba pensando que, bueno, no hay razón por la que deba seguir manteniéndolo en secreto.

Por fin me vi capaz de mirarle y de decir con cierta convicción:

– Tommy, no hay razón, no hay ninguna razón en absoluto. Son buenos. De verdad, muy buenos. Si es por eso por lo que te escondes aquí para dibujarlos, estás haciendo una auténtica tontería.

No respondió, pero una especie de mueca risueña se dibujó en su semblante, como si se estuviera sonriendo con una broma íntima, y supe cuan feliz le habían hecho mis palabras. No creo que habláramos mucho después de esto. Creo recordar que se puso enseguida las botas de agua y que ambos salimos de la casa del ganso. Como digo, ésa fue prácticamente la única vez que aquella primavera Tommy y yo mencionamos directamente su teoría.

Luego vino el verano. Había pasado un año desde nuestra llegada a las Cottages. Un nuevo grupo de alumnos llegó en un minibús -más o menos como habíamos llegado nosotros en su día-, pero ninguno de ellos era de Hailsham. Ello, en cierto modo, nos supuso un alivio: creo que a todos nos inquietaba cómo podría complicar las cosas una nueva hornada de alumnos de Hailsham. Pero para mí, al menos, el que no hubiera venido ningún alumno de Hailsham acrecentaba la sensación de que Hailsham era ahora algo ya lejano, un lugar que pertenecía al pasado, y de que los lazos que unían a nuestro viejo grupo estaban empezando a deshacerse. No era sólo que gente como Hannah estuviera siempre hablando de seguir el ejemplo de Alice y solicitar que la destinaran a otro lugar para empezar el adiestramiento, sino que había otras, como Laura, que se habían emparejado con chicos que no eran de Hailsham, y a partir de entonces sus compañeras de siempre casi podíamos olvidarnos de que en un tiempo habíamos sido íntimas.

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