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El día anterior a nuestra partida, recuerdo que Ruth y yo habíamos salido a dar un paseo, y entramos en la cocina de la casa de labranza, donde Fiona y algunos veteranos estaban preparando un gran guiso. Y fue la propia Fiona, sin levantar la mirada de lo que estaba haciendo, la que nos dijo que el chico de la granja había venido hacía un rato con el recado de que no nos podían prestar el coche. Ruth estaba de pie, justo delante de mí, así que no pude verle la cara, pero vi que toda su figura se quedaba paralizada. Luego, sin decir palabra, dio la vuelta, pasó a mi lado y salió de la casa. Entreví entonces su cara, y fue cuando me di cuenta de lo trastornada que estaba. Fiona empezó a decir algo como: «Oh, no sabía…», yo dije rápidamente: «No está disgustada por eso. Es por otra cosa, algo que ha sucedido antes». No fue una buena excusa, pero fue lo único que se me ocurrió sin tener que pensarlo demasiado.

Al final, como he contado, lo del coche se resolvió, y a la mañana siguiente temprano, con una negrura de boca de lobo, los cinco subimos a un Rover lleno de abolladuras pero en perfectas condiciones. Chrissie ocupó el asiento del acompañante, al lado de Rodney, y nosotros tres los de atrás. Era la distribución lógica de asientos, y nos habíamos adaptado a ella de un modo espontáneo. Pero al cabo de unos minutos, en cuanto Rodney nos hubo sacado de la tiniebla de los sinuosos senderos y enfilamos las carreteras propiamente dichas, Ruth, que iba en medio del asiento corrido, se inclinó hacia delante, puso las manos sobre los respaldos delanteros y se puso a hablar con los dos veteranos. Y lo hacía de forma que Tommy y yo, a ambos lados de ella, no podíamos oír ni una palabra de lo que decían, y como nos separaba físicamente tampoco podíamos hablarnos, o siquiera vernos. A veces, en las contadas ocasiones en que se echaba hacia atrás, yo trataba de iniciar alguna charla entre los tres, pero Ruth se negaba a seguirla, y al poco volvía a echarse hacia delante y a meter la cara entre los asientos de los veteranos.

Al cabo de una hora más o menos, ya habiendo despuntado el día, nos paramos para estirar las piernas y para que Rodney hiciera pipí. Habíamos aparcado junto a la orilla de un gran campo vacío, así que saltamos a la cuneta y nos pasamos unos minutos frotándonos las manos y mirando cómo se alzaba en el aire nuestro aliento. En un momento dado, noté que Ruth se había desentendido de todos nosotros y estaba contemplando el amanecer sobre los campos. Así que fui hasta ella y le sugerí que, si lo único que quería era hablar con los veteranos, cambiara de asiento conmigo. Ella podría seguir hablando al menos con Chrissie, y Tommy y yo podríamos tener alguna conversación durante el viaje. Apenas había terminado de hablar cuando Ruth dijo en un susurro:

– ¿Por qué tienes que ser tan difícil? ¡Precisamente ahora! No lo entiendo. ¿Por qué quieres armar líos?

Me dio la vuelta de un tirón, y nos quedamos de espaldas a los otros, de forma que no podían ver si estábamos discutiendo. Fue el modo en que lo hizo, más que sus palabras, lo que de pronto me hizo ver las cosas con sus ojos; vi que estaba haciendo unos enormes esfuerzos por presentarnos a los tres -no sólo a sí misma- de una forma aceptable ante Chrissie y Rodney, y lo que yo ahora estaba haciendo suponía una amenaza a su autoridad y podía dar lugar a una escena embarazosa. Vi todo esto claramente, y la toqué en el hombro, y volví a donde los otros. Y una vez en el coche, me aseguré de que los tres nos sentáramos exactamente en la misma posición de antes. Pero ahora, mientras volvíamos a surcar los campos, Ruth se quedó más bien callada, erguida en su sitio, e incluso cuando Chrissie o Rodney nos gritaban cosas desde delante respondía tan sólo con taciturnos monosílabos.

Las cosas se animaron considerablemente, sin embargo, en cuanto llegamos a nuestra población costera. Era la hora del almuerzo, y dejamos el Rover en el aparcamiento contiguo a un minigolf lleno de banderas ondeantes. El día era ahora fresco y soleado, y recuerdo que durante más o menos la primera hora nos sentíamos tan estimulados y contentos de estar al aire libre que no prestamos demasiada importancia al asunto que nos había traído allí. En un momento dado, de hecho, Rodney lanzó unos cuantos grititos, agitando los brazos a su alrededor, mientras se ponía en cabeza y subía por una carretera en pendiente flanqueada de hileras de casas, y de alguna tienda ocasional, y, sólo por el enorme cielo, uno podía percibir que nos estábamos acercando al mar.

Cuando llegamos al mar, vimos que estábamos en una carretera que bordeaba un acantilado. A primera vista parecía que el corte era a pico hasta la arena, pero cuando te asomabas a la barandilla veías que había senderos zigzagueantes que descendían hasta el mar.

Estábamos hambrientos, y entramos en un pequeño restaurante encaramado en el acantilado, justo donde empezaba uno de los senderos. En el local sólo había dos personas: dos mujeres bajas y rechonchas con delantal que trabajaban en el negocio. Estaban sentadas a una mesa y fumaban sendos cigarrillos, pero en cuanto nos vieron aparecer se pusieron rápidamente en pie y desaparecieron en la cocina para dejarnos el campo libre.

Elegimos la mesa del fondo, es decir, la más cercana al borde del acantilado, y cuando nos sentamos vimos que era prácticamente como si estuviéramos suspendidos sobre el mar. En aquel entonces no conocía ningún local con el que compararlo, pero hoy diría sencillamente que era un establecimiento muy pequeño, con tres o cuatro mesitas. Habían dejado una ventana abierta, probablemente para evitar que el local se llenara de olores de fritos, y de cuando en cuando se colaba una ráfaga que recorría el recinto agitando los carteles que anunciaban los platos. Había una cartulina pegada en lo alto del mostrador y escrita con rotuladores de colores en cuya parte de arriba podía leerse LOOK [III] , con un ojo escrutador en cada una de las «oes». Hoy lo veo tan a menudo que ni siquiera suelo darme cuenta, pero jamás lo había visto hasta entonces. Así que lo estaba mirando con admiración cuando me topé con la mirada de Ruth, y vi que también ella lo estaba mirando con el mismo asombro, y nos echamos a reír. Fue un momento muy entrañable, el de sentir que habíamos dejado atrás el resentimiento que nos había creado el incidente del coche. Como se vería después, sin embargo, sería el último momento de intimidad de que Ruth y yo disfrutaríamos en lo que nos quedaba de viaje.

No habíamos mencionado en absoluto a la «posible» desde nuestra llegada a la ciudad, y pensé que, ahora que nos habíamos sentado cómodamente, hablaríamos del asunto largo y tendido. Pero en cuanto empezamos a comer nuestros sándwiches, Rodney se puso a hablar de su viejo amigo Martin, que había dejado las Cottages el año anterior y que ahora vivía en la ciudad que estábamos visitando. Chrissie acogió el tema con entusiasmo y al poco ambos veteranos estaban recordando anécdotas sobre todas las situaciones hilarantes que Martin había protagonizado. Nosotros no podíamos entender gran parte de lo que hablaban, pero Chrissie y Rodney se divertían de lo lindo. Intercambiaban miradas y se reían, y aunque hacían como que lo estaban recordando para nosotros, estaba claro que lo hacían para su propio goce. Cuando ahora pienso en ello, se me ocurre que el cuasi tabú en torno a la gente que había dejado las Cottages pareció cesar entonces, con aquellos dos veteranos que hablaban de su amigo sin restricciones, pero el único recuerdo que tengo al respecto es precisamente esta ocasión en que habíamos salido de las Cottages y estábamos de viaje.

Cuando se reían, yo reía también, por cortesía. Tommy parecía entender aún menos cosas que yo, y dejaba escapar risitas apagadas que quedaban en el aire como rezagadas. Ruth, en cambio, reía y reía, y no paraba de asentir con la cabeza ante cada cosa que decían de Martin, como si también ella estuviera recordándolas. En un momento dado, cuando Chrissie hizo una referencia particularmente oscura -algo así como: «¡Oh, sí, aquella vez que se quitó los vaqueros!»-, Ruth soltó una carcajada y señaló hacia nosotros como para decirle a Chrissie: «Venga, explícaselo a éstos para que también se rían». En fin, pasé por todo esto como mejor pude, pero cuando Chrissie y Rodney empezaron a considerar la posibilidad de visitar a Martin en su apartamento, yo dije, quizá un tanto fríamente:

– ¿Qué es lo que está haciendo exactamente aquí? ¿Por qué tiene un apartamento?

Se hizo un silencio largo, y al cabo oí que Ruth lanzaba un suspiro exasperado. Chrissie se inclinó hacia mí a través de la mesa y dijo en voz baja, como si se lo explicara a un niño:

– Es cuidador. ¿Qué otra cosa piensas que puede estar haciendo aquí? Es un cuidador con todas las atribuciones.

Hubo un poco de movimiento tenso, y dije:

– Eso es lo que quiero decir. No podemos ir a visitarlo así, sin más.

Chrissie suspiró:

– De acuerdo. Se supone que no debemos visitar a los cuidadores. Si nos atenemos estrictamente al reglamento. No se nos anima a hacerlo.

Rodney rió entre dientes, y añadió:

– No, definitivamente no se nos anima a hacerlo. Ir a visitarlos es de chicos malos malos.

– Muy malos -dijo Chrissie, y emitió un chasquido de desaprobación con la lengua.

Y Ruth, entonces, se unió a ellos, diciendo:

– Kathy odia ser mala. Así que será mejor que no vayamos a visitarlo.

Tommy miraba a Ruth, desconcertado, sin saber muy bien el partido que estaba tomando Ruth en todo aquello (algo que yo tampoco veía claro). Se me ocurrió que ella tampoco quería que la excursión tuviera distracciones superfluas, y que se alineaba junto a mí a regañadientes, así que le sonreí, pero ella no me devolvió la mirada. Entonces Tommy preguntó de improviso:

– ¿Hacia qué parte dices que viste a la posible de Ruth, Rodney?

– Oh… -Ahora que estábamos en la ciudad, a Rodney ya no parecía interesarle tanto la posible de Ruth, y pude ver la ansiedad en la cara de ésta. Y al final Rodney dijo-: Fue doblando High Street, hacia el otro extremo. Por supuesto, puede que fuera su día libre. -Luego, al ver que nadie decía nada, añadió-: Tienen días libres, ya sabéis. No trabajan siempre.

Durante un instante, cuando dijo esto, se apoderó de mí el temor de que todo hubiera sido una terrible equivocación por nuestra parte; hasta donde nosotros sabíamos, los veteranos podían muy bien utilizar el pretexto de los posibles para organizar viajes, sin la menor intención de llevar las cosas más adelante. Es posible que Ruth estuviera pensando lo mismo, porque ahora parecía muy preocupada, pero al final dejó escapar una risita, como si Rodney hubiera hecho una broma.

[III] . MIRA. (N. del T .)


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