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– Encantada de que te unas a mí en esto. ¿Por qué esa timidez?

Me llegó una risa, y a continuación apareció Tommy en el umbral.

– Hola, Kath -dijo tímidamente.

– Entra, Tommy. Ven a divertirte.

Tommy se acercó a mí con cautela, y se quedó quieto a unos pasos. Luego miró hacia la caldera y dijo:

– No sabía que te gustaran ese tipo de fotos.

– A las chicas también nos está permitido mirarlas, ¿no?

Seguí pasando las páginas, y durante unos segundos Tommy permaneció callado. Y luego le oí decir:

– No estaba intentando espiarte. Pero te he visto desde mi cuarto. He visto que salías y cogías esa pila de revistas que se ha dejado Keffers.

– También puedes mirarlas tú cuando yo termine.

Tommy rió incómodamente.

– Sólo es sexo. Supongo que ya lo he visto todo.

Soltó otra risa, pero esta vez, cuando levanté la vista para mirarle, vi que me estaba observando con expresión muy seria. Y oí que me preguntaba:

– ¿Estás buscando algo concreto, Kath?

– ¿A qué te refieres? Sólo estoy mirando estas fotos guarras.

– ¿Sólo por gusto?

– Supongo que tendría que responder que sí.

Dejé una revista a un lado y abrí la siguiente.

Entonces oí las pisadas de Tommy, e instantes después noté que estaba a mi lado. Cuando volví a alzar la mirada, sus manos planeaban ansiosas por el aire, como si yo estuviera haciendo un trabajo manual complicado y él se muriera de ganas de ayudarme.

– Kath, no se hace… Bien, si lo estás haciendo por gusto, no se miran así. Tienes que ir mirando cada foto con mucho más detenimiento. Si las pasas tan deprisa no consigues nada.

– ¿Cómo sabes lo que funciona para las chicas? ¿O es que ya las has mirado con Ruth? Perdona, lo he dicho sin pensar.

– Kath, ¿qué es lo que quieres?

No le hice caso. Había visto casi todo el montón, y sentía impaciencia por terminarlo. Y Tommy dijo:

– Una vez te vi haciendo esto mismo.

Dejé las fotos y lo miré.

– ¿Qué pasa, Tommy? ¿Te ha reclutado Keffers para la patrulla contra el porno?

– No te estaba espiando. Pero te vi la semana pasada, después de que hubiéramos estado todos en el cuarto de Charley. Había una de esas revistas, y pensaste que no íbamos a volver. Yo tuve que volver para recoger mi jersey, y como las puertas de Claire estaban abiertas se podía ver todo el cuarto de Charley. Y allí estabas, mirando aquella revista.

– Bueno, ¿y qué? Todos tenemos que darnos gusto de alguna manera.

– No lo hacías por gusto. Lo vi perfectamente, lo mismo que ahora. Lo veo en tu cara, Kath. Aquella vez, en el cuarto de Charley, tenías una cara muy extraña. Como si estuvieras triste, no sé. Y también un poco asustada.

Brinqué fuera del banco de trabajo, recogí las revistas y se las lancé a los brazos.

– Toma. Dáselas a Ruth. A ver si les puede sacar algún provecho.

Pasé junto a él y salí del cobertizo. Sabía que se sentiría decepcionado porque no le había contado nada de mí misma, pero en aquel punto yo no había reflexionado apropiadamente sobre mi persona, así que difícilmente iba a contarle mis cosas a nadie. Desde luego no me importaba que hubiera entrado en el cobertizo donde yo estaba. No me importaba en absoluto. Me sentía reconfortada, casi protegida. Acabaría diciéndole lo que quería saber, pero no lo haría hasta unos meses más tarde, cuando organizamos aquella excursión a Norfolk.

12

Quiero hablar de la excusión a Norfolk -y de todo lo que sucedió aquel día-, pero antes tendré que retroceder un poco en el tiempo para explicar cómo estaban las cosas entonces y por qué hicimos ese viaje.

Nuestro primer invierno en las Cottages estaba a punto de acabar, y todos nos sentíamos bastante más asentados. Pese a nuestros pequeños contratiempos, Ruth y yo habíamos mantenido la costumbre de rematar el día en mi cuarto, charlando con nuestros vasos calientes entre las manos, y fue una de esas noches, mientras hacíamos el tonto sobre no recuerdo qué, cuando de pronto dijo:

– Supongo que has oído lo que están diciendo Chrissie y Rodney.

Cuando le dije que no, lanzó una risita y continuó:

– Seguramente quieren tomarme el pelo. Vaya sentido de las bromas el suyo. Pero olvídalo.

Pero era evidente que lo que quería era que le tirara de la lengua, así que insistí e insistí hasta que al final le oí decir en voz baja:

– ¿Recuerdas la semana pasada, cuando Chrissie y Rodney estuvieron fuera? Fueron a Cromer, en la costa norte de Norfolk.

– ¿Qué tenían que hacer allí?

– Oh, creo que tienen un amigo, alguien que antes vivió aquí. Pero eso no importa. Lo que importa es que cuentan que vieron a esa… persona. Trabajando en una oficina de planta diáfana. Y, bueno, en fin. Piensan que esa persona es una posible. Para mí.

Aunque la mayoría de nosotros habíamos oído hablar de la idea de los «posibles» en Hailsham, teníamos la sensación de que no había que hablar de ello, y no lo hacíamos, aunque, por supuesto, la idea nos intrigaba y nos llenaba de inquietud. Y tampoco en las Cottages era un asunto que podía sacarse a colación como si tal cosa. Sin ningún género de dudas, resultaba mucho más embarazosa cualquier charla sobre los «posibles» que otra, pongamos, sobre sexo. Al mismo tiempo, veías claramente que la gente se sentía fascinada -obsesionada, en algunos casos- por el asunto, que seguía saliendo a relucir muy de cuando en cuando, normalmente en las controversias muy serias, a años luz de las cotidianas (que versaban sobre gentes como, por ejemplo, James Joyce).

La idea básica de la teoría de los posibles era muy sencilla, y no suscitaba grandes discusiones. Podría formularse más o menos de este modo: dado que cada uno de nosotros había sido copiado en algún momento de una persona normal, debería existir, en el mundo exterior, y para cada uno de nosotros, un modelo que viviera su propia vida en alguna parte. Ello significaba, al menos en teoría, que era posible encontrar a la persona original a cuya imagen y semejanza habíamos sido modelados. Por eso, cuando estábamos fuera de las Cottages -en los pueblos y ciudades, en los centros comerciales, en los cafés de las autopistas-, siempre manteníamos los ojos bien abiertos por si descubríamos a algún «posible» que hubiera servido de modelo para tu persona o la de tus compañeros.

Más allá de estas generalidades, sin embargo, no existía mucho consenso. Para empezar, nadie se ponía muy de acuerdo sobre qué era lo que pretendíamos cuando buscábamos a nuestros posibles. Algunos pensaban que había que buscar personas veinte o treinta años mayores que nosotros (la edad que habría tenido una persona si hubiera sido nuestro padre o nuestra madre). Pero otros sostenían que esto pecaba de sentimental. ¿Por qué tenía que separarnos de nuestros modelos toda una generación «temporal»? Podían haber utilizado bebés, viejos… ¿Qué diferencia habría? Otros argumentaban que seguramente utilizaban como modelos a gente en el ápice de la salud, y que por eso era más lógico que tuvieran la edad de un «padre o madre normal». Pero al llegar a este punto todos sentíamos que nos acercábamos a un terreno en el que no queríamos entrar, y la discusión se acababa.

Luego estaban las preguntas sobre por qué habríamos de desear rastrear a nuestros modelos. Otra motivación para querer encontrar a tu modelo era el hecho de que, cuando lo encontraras, tendrías un barrunto de tu futuro. Ahora bien, no quiero decir que nadie pensara realmente que si su modelo resultara ser, digamos, un empleado ferroviario, uno acabaría haciendo ese mismo trabajo. Todos nos dábamos cuenta de que no era tan sencillo. Sin embargo, todos nosotros, en grados diversos, creíamos que si veías a la persona de la que tú eras una copia alcanzarías cierto conocimiento de quién eras en lo hondo de tu ser, y quizá también de lo que la vida pudiera tenerte deparado.

Y había quienes juzgaban estúpido preocuparse ni poco ni mucho por los posibles. Nuestros modelos eran algo irrelevante, una necesidad técnica para traernos al mundo, y nada más. Nos correspondía a nosotros hacer con nuestras vidas lo que pudiéramos. Ésa era la posición con la que se alineaba siempre Ruth, y es muy probable que yo también. En cualquier caso, siempre que nos llegaban noticias de un posible -fuera para quien fuera- no podíamos evitar sentir curiosidad.

Tal como yo lo recuerdo, la visión de los posibles solía venir por rachas. Podían pasar semanas sin que nadie hiciera mención del asunto, y de pronto alguien veía a uno y ello desencadenaba toda una avalancha de visiones. En la mayoría de los casos no merecía la pena empeñarse en seguirlos (alguien que pasaba en un coche, o casos similares). Pero de cuando en cuando una visión parecía tener fuste (como la que Ruth me contó aquella noche).

Según Ruth, Chrissie y Rodney habían pateado a conciencia esa ciudad costera que estaban visitando, y se habían separado durante un rato. Cuando volvieron a encontrarse, Rodney estaba terriblemente excitado y le contó a Chrissie que había estado deambulando por las calles laterales en torno a High Street, y había pasado por una oficina con un gran ventanal frontal. Dentro había muchas personas, algunas en sus mesas y otras yendo de un lado para otro, charlando. Y fue entonces cuando había visto a la posible de Ruth.

– Chrissie vino y me lo contó en cuanto volvieron a las Cottages. Hizo que Rodney se lo explicara todo con detalle, y aunque éste intentó hacerlo lo mejor que pudo, la cosa no quedó nada clara. Ahora no hacen más que decirme que me van a llevar en coche a ese sitio, pero no sé… No sé si debería hacer algo…

No puedo recordar exactamente lo que le dije aquella noche, pero en aquella época yo era bastante escéptica. De hecho, si he de ser sincera, me daba la sensación de que Chrissie y Rodney se lo habían inventado todo. No quiero decir que Chrissie y Rodney sean malas personas; no sería justo. En muchos aspectos, me gustan. Pero lo cierto es que la forma en que nos miraban a los recién llegados, y a Ruth en particular, distaba mucho de ser franca.

Chrissie era una chica alta que estaba francamente bien cuando se mantenía erguida, pero que no parecía darse cuenta de ello y se pasaba el día agachándose para ser de la misma altura que el resto de nosotros. Ésa era la razón por la que a menudo parecía más la Bruja Mala que una estrella de cine hermosa, impresión reforzada por su modo irritante de «pincharte» con un dedo un segundo antes de decirte algo. Siempre usaba largas faldas en lugar de vaqueros, y las pequeñas gafas que llevaba se las pegaba en exceso a la cara. Había sido una de las veteranas que nos dieron una calurosa bienvenida cuando llegamos aquel verano a las Cottages, y al principio me había parecido una persona extraordinaria y había buscado su consejo. Pero a medida que pasaron las semanas empecé a tener reservas. Había algo extraño en el modo en que siempre estaba mencionando el hecho de que veníamos de Hailsham, como si ello pudiera explicar casi todo lo que tenía que ver con nosotros. Y siempre estaba haciéndonos preguntas sobre Hailsham -sobre pequeños detalles, de forma muy parecida a como mis donantes me preguntan hoy-, y aunque trataba de hacer que éstas parecieran absolutamente espontáneas, yo podía ver que en su interés existía toda una trastienda. Otra cosa que me ponía muy nerviosa era la forma en que siempre parecía querer separarnos: llevándose a uno de nosotros aparte mientras otros estábamos haciendo algo, o invitarnos a dos de nosotros a que nos uniéramos a ellos mientras dejaba a otros dos solos y aislados. Ese tipo de cosas.

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