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– Tú nunca conservaste tus cosas de Hailsham, ¿verdad?

Ruth, incorporada en la cama, se quedó callada durante un buen rato, mientras la tarde caía sobre la pared de azulejos, a su espalda. Y al cabo dijo:

– Acuérdate de cómo los custodios, cuando nos íbamos a marchar, insistieron en que podíamos llevarnos todas nuestras cosas. Así que yo lo saqué todo del arcón y lo metí en mi bolsa de viaje. Mi plan era encontrar un buen arcón de madera donde poder guardarlo todo en cuanto llegara a las Cottages. Pero cuando llegamos, vi que ninguno de los veteranos tenía cosas personales. Sólo nosotros, y no era normal. Seguro que todos nos dimos cuenta, no sólo yo, pero no hablamos de ello, ¿verdad? Así que no busqué un nuevo arcón. Mis cosas siguieron en la bolsa meses y meses, y al final me deshice de ellas.

La miré con fijeza.

– ¿Tiraste todas tus cosas a la basura?

Ruth sacudió la cabeza, y durante los minutos que siguieron pareció repasar mentalmente los diferentes objetos de su antiguo arcón de Hailsham. Y luego dijo:

– Las puse en una gran bolsa de plástico, pero no podía soportar la idea de tirarlo todo al cubo de la basura, así que un día en que el viejo Keffers estaba a punto de salir para el pueblo, me acerqué a él y le pedí que por favor llevara la bolsa a una tienda. Sabía de la existencia de tiendas de caridad, y me había informado sobre ellas. Keffers hurgó un poco en la bolsa, pero no lograba hacerse una idea de lo que era cada cosa (¿por qué habría de saberlo?). Lanzó una carcajada y dijo que ninguna tienda de las que él conocía querría semejantes cosas. Y yo le dije que eran cosas buenas, buenas de verdad. Y al ver que me estaba poniendo sentimental, cambió de registro. Y dijo algo como: «De acuerdo, señorita, lo llevaré a la gente de Oxfam». Luego hizo un esfuerzo enorme y dijo: «Ahora que lo he visto mejor, tiene usted razón. ¡Son cosas estupendas!».

»Pero no estaba muy convencido. Supongo que se lo llevó todo y lo tiró por ahí en algún cubo de basura. Pero al menos yo no tuve que saberlo. -Sonrió y añadió-: Tú eras diferente. Lo recuerdo. A ti nunca te avergonzaron tus cosas personales, y siempre las conservabas. Ojalá hubiera hecho yo lo mismo.

Lo que trato de decir es que todos nosotros nos esforzábamos cuanto podíamos por adaptarnos a nuestra nueva vida, y supongo que hicimos cosas que más tarde habríamos de lamentar. Me indignó profundamente el comentario de Ruth aquella tarde en el campo, pero no tiene sentido que ahora trate de juzgarla -ni a ella ni a ninguno de mis compañeros- por su comportamiento en aquellos días primeros de nuestra estancia en las Cottages.

Al llegar el otoño, y familiarizarme más con nuestro entorno, empecé a reparar en cosas que antes había pasado por alto. Estaba, por ejemplo, aquella extraña actitud hacia los alumnos que se habían ido recientemente. Los veteranos, al volver de sus excursiones a la Mansión Blanca y la Granja de los Álamos, nunca escatimaban anécdotas de personajes que habían conocido allí; pero raras veces mencionaban a los alumnos que, hasta muy poco antes de que llegáramos nosotros, sin duda habían tenido que ser sus más íntimos amigos.

Otra cosa que advertí -y que sin duda tenía que ver con lo anterior- fue el enorme silencio que se abatía sobre ciertos veteranos cuando se iban a seguir ciertos «cursos» (que hasta nosotros sabíamos que tenían relación con su preparación para convertirse en cuidadores). Estaban fuera cuatro o cinco días, durante los cuales apenas se les mencionaba, y cuando volvían nadie les preguntaba nada. Supongo que hablaban con sus amigos más íntimos en privado. Pero se daba por sentado que de estos viajes no se hablaba abiertamente. Recuerdo una mañana en que, a través del cristal empañado de la ventana de la cocina, vi a dos veteranos que salían para un curso, y me pregunté si la primavera o el verano siguiente se habrían ido para siempre y todos tendríamos que tener mucho cuidado de no mencionarlos.

Pero quizá exagero al decir que se convertía en tabú el tema de los alumnos que habían dejado las Cottages. Si tenían que mencionarse, se mencionaban. Lo más normal era que se refirieran a ellos de forma indirecta, relacionándolos con un objeto o una tarea. Por ejemplo, si había que hacer reparaciones en una cañería de desagüe del techo, se armaba un animado debate sobre «cómo solía arreglarlo Mike». Y delante del Granero Negro había un tocón que todo el mundo llamaba «el tocón de Dave», porque durante tres años -hasta apenas tres semanas antes de nuestra llegada a las Cottages-, Dave se sentaba en él para leer y escribir (a veces incluso cuando hacía frío o llovía). Luego estaba Steve, quizá el más memorable de todos. Ninguno de nosotros llegamos a descubrir nunca el tipo de persona que había sido Steve, si exceptuamos el hecho de que le gustaban las revistas porno.

De cuando en cuando te encontrabas una revista porno detrás de un sofá o en medio de una pila de viejos periódicos. Eran lo que se ha dado en llamar porno «suave», aunque en aquel tiempo nosotros no sabíamos de tales distinciones. Nunca habíamos visto nada parecido en Hailsham, y no sabíamos qué pensar. Los veteranos solían echarse a reír cuando aparecía una en alguna parte; pasaban las hojas rápida y displicentemente y la tiraban a un lado, así que nosotros hacíamos lo mismo. Cuando Ruth y yo recordábamos todo esto hace unos años, ella afirmaba que las revistas en cuestión circulaban por docenas en las Cottages.

– Nadie admitía que le gustaban -dijo-. Pero acuérdate de cómo era la cosa. Aparecías en una habitación donde la gente estaba mirando una, y todos fingían que se aburrían como ostras. Sin embargo volvías al cabo de media hora y la revista ya no estaba.

En fin, lo que quiero decir es que siempre que aparecía alguna de estas revistas, la gente se apresuraba a decir que eran de «la colección de Steve». Steve, dicho de otro modo, era el responsable de cuanta revista porno pudiera aparecer en cualquier momento en las Cottages. Como ya he dicho, nunca averiguamos mucho más acerca de Steve. Pero incluso entonces veíamos el lado divertido del asunto, porque cuando alguien veía una de ellas y decía «Mira, una de las revistas de Steve», lo hacía con un punto de ironía.

Estas revistas, por cierto, solían llevar a mal traer al viejo Keffers. Se decía que era muy religioso y que estaba radicalmente en contra no sólo del porno, sino del sexo en general. A veces se ponía como un loco -le veías la cara iracunda y llena de manchas bajo las patillas grises- y se movía con ruido por todo el lugar, e irrumpía sin llamar en los cuartos de los alumnos, decidido a requisar hasta la última de las «revistas de Steve». En tales ocasiones nos esforzábamos por encontrarlo divertido, pero había algo realmente aterrador en él cuando estaba en ese estado. Para empezar, de pronto dejaba de rezongar en voz alta como hacía normalmente y callaba, y bastaba su silencio para conferirle un aura pavorosa.

Recuerdo una vez en que Keffers había recogido seis o siete «revistas de Steve» y había salido en tromba con ellas hacia la furgoneta. Laura y yo estábamos observándole desde lo alto de mi habitación, y yo me reía de algo, que acababa de decir Laura. Entonces vi que Keffers abría la puerta de su furgoneta, y quizá porque necesitaba ambas manos para mover unas cosas de su interior, dejó las revistas encima de unos ladrillos que había junto al cobertizo de la caldera (unos veteranos habían intentado construir una barbacoa unos meses antes, y los habían dejado allí apilados). La figura de Keffers, agachada y con la cabeza y los hombros dentro de la furgoneta, siguió revolviendo y revolviendo en su interior durante largo rato, y algo me dijo que, pese a su furia de un momento atrás, había olvidado por completo las revistas. En efecto, minutos después vi que se enderezaba, subía a la furgoneta y se ponía al volante, cerraba la puerta de golpe y apretaba el acelerador.

Cuando le dije que Keffers se había dejado las revistas, Laura dijo:

– Bueno, no van a durar mucho ahí. Tendrá que volver a requisarlas todas el día en que decida empezar una nueva purga.

Pero cuando pasé junto al cobertizo de la caldera aproximadamente media hora después, vi que nadie había tocado las revistas. Por un instante pensé en llevármelas a mi cuarto, pero sabía que si las encontraban en él algún día, las tomaduras de pelo no me iban a dejar vivir en paz en mucho tiempo; no habría modo humano de que alguien entendiera mis motivos para haberlas guardado. Por tanto, las cogí y me metí en el cobertizo con ellas.

El cobertizo de la caldera era en realidad otro granero, construido a un extremo de la casa de labranza y atestado de viejas segadoras y horcas, maquinaria que Keffers suponía que no ardería si alguna vez la caldera decidía explotar. Keffers también tenía un banco de trabajo, así que puse las revistas encima, aparté algunos trapos y me aupé para sentarme sobre el tablero. La luz no era muy buena, pero había una ventana mugrienta a mi espalda, y cuando abrí la primera revista comprobé que podía verla con la suficiente claridad.

Había montones de fotografías de chicas con las piernas abiertas o poniendo el culo en pompa. He de admitir que ha habido veces en las que al mirar fotografías de este tipo he acabado excitándome, aunque jamás he fantaseado con hacerlo con una chica. Pero aquella tarde no era eso lo que buscaba. Pasé las hojas con rapidez, sin dejarme distraer por ningún efluvio de sexo que pudiera emanar de aquellas páginas. De hecho, apenas me detenía en los cuerpos contorsionados, porque en lo que me fijaba era en las caras. Me detenía en las caras de las modelos, incluso en las de los pequeños encartes de anuncios de vídeos y demás, y no pasaba a las siguientes sin haberlas examinado cuidadosamente.

Las había mirado ya casi todas cuando de pronto tuve la certeza de que había alguien afuera, de pie, justo al lado de la puerta. Había dejado la puerta abierta porque así se dejaba normalmente, y porque quería que hubiera luz. Antes me había sorprendido ya dos veces levantando la mirada, pues creía haber oído un pequeño ruido, pero al no ver a nadie, había seguido con lo que estaba haciendo. Ahora era distinto: bajé la revista y lancé un hondo suspiro para que quienquiera que estuviese afuera pudiera oírlo.

Aguardé a las risitas, o quizá a que dos o tres alumnos irrumpieran bruscamente en el granero, deseosos de aprovechar el haberme sorprendido con un montón de revistas pornográficas. Pero no sucedió nada. Así que dije en voz alta, en un tono que quería ser cansino:

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