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Uno o dos días después, salía del pabellón con Hannah cuando de pronto sentí que me daba un codazo y hacía un gesto en dirección a un grupo de chicos que había en el Campo de Deportes Norte.

– Mira -dijo en voz baja-. Tommy. Allí sentado. Y solo.

Me encogí de hombros, como diciendo: «¿Y qué?». Y eso fue todo. Pero luego me sorprendí pensando y pensando en ello. Quizá lo único que había querido Hannah era hacer hincapié en el hecho de que Tommy, desde que había roto con Ruth, parecía estar un poco perdido. Pero no acababa de convencerme: conocía bien a Hannah. La forma en que me había dado el codazo y había bajado la voz era señal inequívoca de que también ella expresaba la presunción, probablemente ya general, de que yo era la «sucesora natural».

Ello, como ya he dicho, me había sumido en cierta confusión, porque hasta entonces me había aferrado a mi plan de Harry. De hecho, viéndolo retrospectivamente, estoy segura de que habría llegado a tener sexo con Harry si no se hubiera dado ese asunto de la «sucesora natural». Lo tenía todo planeado, y los preparativos iban por buen camino. Y sigo pensando que Harry habría sido una buena elección para aquella etapa de mi vida. Pienso que habría sido atento y delicado, y que habría entendido lo que esperaba de él.

Vi a Harry fugazmente hace un par de años, en el centro de recuperación de Wiltshire. Lo habían internado después de una donación. Yo no me encontraba en el mejor de los estados de ánimo, porque el donante a quien cuidaba acababa de «completar» la noche anterior. Nadie me echaba la culpa de ello -había sido una operación particularmente chapucera-, pero me sentía muy mal. Había estado levantada casi toda la noche, arreglando las cosas, y estaba en el vestíbulo preparándome para irme cuando vi a Harry entrando en la recepción. Iba en silla de ruedas (porque estaba muy débil -según supe después-, no porque no pudiera caminar), y no estoy segura de que cuando me acerqué para saludarle llegara siquiera a reconocerme. Supongo que no había ninguna razón por la que yo debiera ocupar un lugar especial en su memoria. Nunca habíamos tenido mucho que ver el uno con el otro, salvo aquella vez en que planeé emparejarme con él sexualmente. Para él, en caso de que me recordara, no sería sino aquella chica tonta que se había acercado a él un día y le había preguntado si quería hacer sexo con ella y se había retirado apresuradamente. Debía de ser bastante maduro para su edad, porque no se molestó ni fue por ahí contándole a la gente que yo era una chica fácil o algo parecido. Así que cuando vi que lo traían a aquel centro aquel día, sentí gratitud hacia él y pensé que ojalá hubiera sido su cuidadora. Miré a mi alrededor, pero a su cuidador, quienquiera que fuese, no se le veía por ninguna parte. Los camilleros estaban impacientes por llevarlo a su habitación, así que no hablé mucho con él. Le dije hola, y que esperaba que se sintiera mejor pronto, y él me sonrió cansinamente. Cuando mencioné Hailsham levantó los pulgares en señal de aprobación, pero estoy segura de que no me reconoció. Quizá más tarde, cuando no estuviera tan cansado, o cuando su medicación no fuera tan fuerte, trataría de ubicarme y recordarme.

Pero estaba hablando de entonces, de cómo después de que Ruth y Tommy hubieran roto todos mis planes se sumieron en una nebulosa. Mirando hoy hacia atrás, siento un poco de lástima por Harry. Después de todas las insinuaciones que le había ido dirigiendo la semana anterior, heme allí de pronto susurrando cosas para rechazarle. Supongo que debí de suponer que se moría de ganas de practicar el sexo conmigo, y de que tendría que vérmelas y deseármelas para contenerlo. Porque cada vez que lo veía, salía rápidamente con alguna evasiva y me iba precipitadamente antes de que él pudiera contestar algo. Sólo mucho después, cuando pensé detenidamente en ello, se me ocurrió que acaso en ningún momento había acariciado la idea de tener una relación sexual conmigo. Por lo que sé, hasta tal vez le hubiera alegrado el poder olvidarlo todo, pero cada vez que nos veíamos en el pasillo o en los jardines, yo me acercaba y le susurraba cualquier excusa para no querer hacer sexo con él en aquel momento. Debí de parecerle bastante boba, y si no hubiera sido tan buen tipo me hubiera convertido en el hazmerreír de todo el mundo en un abrir y cerrar de ojos. En fin, quizá tardé un par de semanas en librarme de Harry, y entonces llegó la petición de Ruth.

Aquel verano, hasta que acabó el calor, adquirimos la extraña costumbre de escuchar música juntos en los campos. Desde los Saldos del año anterior habían empezado a verse walkmans en Hailsham, y aquel verano había por lo menos seis en circulación. Lo que hacía furor era sentarse en el césped unos cuantos alrededor de un walkman, y pasarse los cascos de unos a otros. Sí, parece una manera estúpida de escuchar música, pero creaba un feeling estupendo. Escuchabas durante unos veinte segundos, te quitabas los auriculares y se los pasabas al siguiente. Al cabo de un rato, y siempre que la cinta se pusiera una y otra vez, era asombroso lo parecido que podía resultar a haberla escuchado de corrido. Como digo, la cosa hizo furor aquel verano, y durante los descansos para el almuerzo podías ver grupitos de alumnos echados en el césped alrededor de unos cuantos walkmans. Los custodios no se mostraban muy entusiastas, porque decían que se contagiaban las infecciones de oído, pero no nos lo prohibían. No puedo recordar aquel último verano sin pensar en aquellas tardes haciendo corro en torno a los walkmans. De cuando en cuando pasaba alguien y preguntaba:

– ¿Qué estáis escuchando?

Y si le gustaba lo que le respondíamos se sentaba y esperaba su turno para hacerse con los cascos. En aquellas sesiones había casi siempre un ambiente inmejorable, y no recuerdo que se negara a nadie el disfrute de los auriculares.

Y estaba en compañía de otras chicas disfrutando de una de esas ocasiones cuando se acercó Ruth y me preguntó si podíamos hablar un rato. Vi que se trataba de algo importante, así que dejé a aquellas chicas y las dos nos alejamos en dirección al barracón del dormitorio. Cuando llegamos a nuestra habitación, me senté en la cama de Ruth, cerca de la ventana -el sol había caldeado un poco la manta-, y ella se sentó en la mía, junto a la pared del fondo. Había una mosca azul zumbando en el aire, y durante unos minutos estuvimos riéndonos y jugando al «tenis de la mosca azul», lanzando manotazos al aire para hacer que la enloquecida criatura fuera de un extremo a otro de nosotras. Al final la mosca encontró el camino y salió por la ventana, y Ruth dijo:

– Quiero que Tommy y yo volvamos a estar juntos, Kathy. ¿Me ayudarás? -y luego me preguntó-: ¿Qué pasa?

– Nada. Que me ha sorprendido un poco, después de lo que pasó. Por supuesto que te ayudaré.

– No le he contado a nadie que quiero volver con Tommy. Ni siquiera a Hannah. Eres la única en la que confío.

– ¿Qué quieres que haga?

– Que hables con él. Siempre te has llevado de maravilla con Tommy. A ti te escuchará. Y sabrá que no estás hablando por hablar.

Durante un instante seguimos sentadas en la cama, bamboleando los pies desde los colchones.

– Es estupendo que me digas esto -dije al cabo-. Seguramente soy la persona más adecuada. Para hablar con Tommy y todo eso.

– Lo que quiero es que volvamos a empezar desde cero. Estamos prácticamente en paz, porque los dos hemos hecho tonterías para herirnos mutuamente, pero ya basta. ¡Con la mema de Martha H.! ¡Te lo puedes creer! Puede que lo hiciera para que me riera un rato. Pues bien, puedes decirle que sí, que me reí a gusto, y que el marcador sigue en empate. Ya es hora de que maduremos y empecemos de nuevo. Sé que puedes razonar con él, Kathy. Sé que vas a tratar el asunto del mejor modo posible. Y si no está dispuesto a ser sensato, no tiene ningún sentido que me empeñe en seguir con él.

Me encogí de hombros.

– Tienes razón, Tommy y yo siempre hemos podido hablar.

– Sí, y te respeta de verdad. Lo sé porque me lo ha comentado muchas veces. Dice que tienes agallas y que siempre haces lo que dices que vas a hacer. Un día me dijo que si alguna vez llegaba a estar acorralado, prefería que tú le guardases las espaldas en lugar de cualquiera de los chicos. -Lanzó una carcajada rápida-. Me admitirás que es un auténtico cumplido. Así que, ya ves, tendrás que ser tú la que vengas a salvarnos. Tommy y yo estamos hechos el uno para el otro, y te escuchará. Harás esto por nosotros, ¿verdad, Kathy?

No dije nada durante un instante. Luego pregunté:

– Ruth, ¿vas en serio con Tommy? Me refiero a que, si le convenzo y volvéis a estar juntos, ¿no volverás a hacerle daño?

Ruth dejó escapar un suspiro de impaciencia.

– Por supuesto que voy en serio. Somos ya adultos. Pronto nos iremos de Hailsham. Esto ya no es ningún juego.

– De acuerdo. Hablaré con él. Como dices, pronto nos iremos de aquí. No podemos permitirnos perder el tiempo.

Después de zanjar el asunto, recuerdo que seguimos sentadas en las camas durante un rato, charlando. Pero Ruth quería volver sobre el tema una y otra vez: lo estúpido que estaba siendo Tommy, cómo estaban hechos el uno para el otro, cuan diferentemente harían las cosas a partir de entonces; y que iban a ser mucho más discretos, y que en adelante practicarían el sexo en mejores sitios y en mejores ocasiones. Hablamos de todo ello, y Ruth quería mi consejo a cada momento. Entonces, llegado un punto, yo estaba mirando por la ventana, hacia las colinas a lo lejos, cuando me sobresaltó sentir que Ruth, súbitamente a mi lado, me apretaba con fuerza los hombros.

– Kathy, sabía que podíamos confiar en ti -dijo-. Tommy tiene razón. Eres la persona con la que hay que contar cuando estás en un atolladero.

Entre una cosa y otra, no tuve ocasión de hablar con Tommy hasta pasados unos días. Entonces, durante el descanso del almuerzo, lo vi en un extremo del Campo de Deportes Sur, jugando con un balón de fútbol. Había estado peloteando con otros dos chicos, pero ahora estaba solo, haciendo filigranas con el balón en el aire. Fui hasta él y me senté en el césped, a su espalda, apoyando la mía contra un poste de la valla. No podía ser mucho después de que le hubiera enseñado el calendario de Patricia C. y se hubiera marchado intempestivamente, porque recuerdo que no sabíamos muy bien cuál era la situación entre nosotros. Él siguió jugueteando con el balón, frunciendo el ceño en su ensimismamiento -rodilla, pie, cabeza, pie-, mientras yo seguía sentada detrás de él cogiendo tréboles y mirando hacia aquel bosque de la lejanía que un día nos había infundido tanto miedo. Al final, decidí salir de aquel punto muerto y dije:

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