El único caso real del que personalmente tengo noticia en este sentido es el de Jenny C. y Rob D., el día en que se les sorprendió en el Aula Catorce. Estaban haciéndolo después del almuerzo, encima de uno de los pupitres, cuando el señor Jack entró a coger algo. Según Jenny, el señor Jack se había puesto rojo y se había ido precipitadamente, pero a ellos se les había cortado la cosa y lo habían dejado. Casi se habían vestido cuando el señor Jack volvió a entrar, como si fuera la primera vez, y fingió escandalizarse.
– Veo perfectamente lo que habéis estado haciendo, y no está bien -dijo, y les mandó a ver a la señorita Emily.
Cuando llegaron a su despacho, la señorita Emily les dijo que estaba a punto de salir para una reunión importante, y que no tenía tiempo para hablar con ellos.
– Pero sabéis que no tendríais que haber estado haciendo lo que estuvierais haciendo, y espero que no volváis a hacerlo -les había dicho, antes de salir apresuradamente con sus carpetas.
El sexo homosexual, por cierto, era algo sobre lo que nos sentíamos aún más confusos. Por alguna razón que desconozco, lo llamábamos «sexo sombrilla»; si te gustaba alguien de tu mismo sexo, eras un o una «sombrilla». No sé cómo sería en los centros del exterior, pero en Hailsham no éramos en absoluto amables con todo lo que tuviera que ver con una tendencia homosexual. Los chicos, sobre todo, podían ser de lo más crueles. Según Ruth, ello se debía a que muchos de ellos se habían hecho cosas mutuamente cuando eran muy pequeños, antes de que pudieran darse cuenta de lo que estaban haciendo. Así que ahora se sentían ridículamente tensos en relación con ello. No sé si tenía o no razón, pero no había duda de que si acusabas a alguien de ser «un sombrilla de cuidado» podías buscarte una buena bronca.
Cuando hablábamos de todas estas cosas -y lo hacíamos constantemente en aquel tiempo- nunca podíamos concluir si los custodios querían o no que tuviéramos sexo entre nosotros. Algunos pensaban que sí, pero que siempre queríamos hacerlo cuando no debíamos. Hannah sostenía la teoría de que su deber era hacer que tuviéramos sexo entre nosotros porque de lo contrario nunca llegaríamos a ser buenos donantes. Según ella, los riñones, el páncreas y demás cosas por el estilo no funcionaban bien si no se tenía sexo. Y alguien añadió que no teníamos que olvidar que los custodios eran «normales». Por eso eran tan raros en lo referente al sexo; para ellos, el sexo era para cuando querías tener niños, y aunque sabían, intelectualmente, que nosotros no podíamos tenerlos, seguían sintiéndose incómodos cuando practicábamos el sexo porque en el fondo no acababan de creerse que no íbamos a tener hijos.
Annette B. tenía otra teoría: que los custodios se sentían incómodos cuando practicábamos el sexo entre nosotros porque lo que en realidad querían era tener sexo con nosotros. El señor Chris en particular, afirmaba Annette, nos miraba a las chicas de ese modo. Laura dijo que lo que Annette quería decir realmente era que la que quería tener sexo con el señor Chris era ella. Y todas nos partimos de risa, porque la idea de tener relaciones sexuales con el señor Chris nos parecía absurda, además de absolutamente nauseabunda.
La teoría que creo que más se acercaba a la verdad era la de Ruth.
– Nos informan de todo lo relacionado con el sexo para cuando nos vayamos de Hailsham -explicaba-. Quieren que lo hagamos como es debido, con alguien que nos guste y sin coger enfermedades. Pero como digo, nos lo cuentan para cuando dejemos Hailsham. No quieren que lo hagamos aquí, porque es demasiado lío para ellos.
Yo, por mi parte, pienso que no hacíamos tanto sexo como fingíamos hacer. Había, quizá, mucho besuqueo, mucho manoseo; y parejas que daban a entender que estaban manteniendo relaciones sexuales completas. Pero hoy, al volver la vista atrás, me pregunto hasta qué punto todo esto era verdad. Si todos los que decían que lo hacían lo estaban haciendo realmente, en Hailsham no se habría visto más que parejas empeñadas en tal afán a todas horas, y a derecha, izquierda y centro.
Lo que sí recuerdo es que existía un acuerdo casi tácito entre todos nosotros para no interrogarnos demasiado sobre lo que decíamos que hacíamos. Si, por ejemplo, Hannah ponía los ojos en blanco cuando estábamos hablando de otra chica y decía entre dientes «virgen» -queriendo decir «por supuesto,nosotras no lo somos, y como ella sí lo es, ¿qué puedes esperarte?»-, ciertamente no era muy propio preguntarle: «¿Con quién lo has hecho tú? ¿Cuándo? ¿Dónde?». No, lo que hacías era limitarte a asentir con complicidad. Era como si existiera otro universo paralelo al cual nos trasladábamos para practicar todo ese sexo.
Creo que debí de darme cuenta incluso entonces de que todos aquellos lances de los que se alardeaba a mi alrededor no cuadraban en absoluto. En cualquier caso, a medida que se acercaba el verano, empecé a sentirme más y más un bicho raro a este respecto. En cierto modo, el sexo había llegado a ser como lo de «ser creativo» unos años antes. Era como si, al no haberlo hecho nunca, tuvieras que hacerlo, y pronto. Y en mi caso la cosa se hacía aún más complicada por el hecho de que dos de las chicas de mi círculo más íntimo lo habían hecho ya. Laura, con Rob D., aunque nunca habían llegado a ser pareja. Y Ruth con Tommy.
A pesar de ello, yo seguía y seguía resistiéndome, repitiéndome a mí misma el consejo de la señorita Emily: «Si no encuentras a nadie con quien desees de veras compartir esa experiencia, ¡no lo hagas!». Pero hacia primavera del año del que estoy hablando empecé a pensar que no me importaría tener sexo con un chico. No sólo para ver cómo era, sino también porque se me ocurrió que necesitaba familiarizarme con el sexo, y que incluso sería preferible practicarlo por primera vez con un chico que no me importara demasiado. Así, en el futuro, si estaba con alguien especial, tendría más probabilidades de hacerlo todo como es debido. Lo que quiero decir es que, si la señorita Emily tenía razón y el sexo era algo tan importante entre las personas, entonces no quería hacerlo por primera vez cuando, llegado el momento, fuera realmente importante hacerlo bien.
Así que le eché el ojo a Harry C. Lo elegí por varias razones. La primera, porque sabía que él lo había hecho ya con Sharon D. La segunda, porque aunque no me gustaba demasiado tampoco lo encontraba repulsivo. Y también porque era tranquilo y decente, y, si la cosa resultaba un verdadero desastre, nada dado a ir por ahí luego chismorreando. Era, además, un chico que ya había insinuado unas cuantas veces que le gustaría tener sexo conmigo. De acuerdo, había un montón de chicos que a la sazón lanzaban sondas galantes, pero para entonces sabíamos ya distinguir claramente una proposición real de la habitual palabrería de los chicos.
Así que elegí a Harry, y lo diferí un par de meses porque quería asegurarme de estar bien físicamente. La señorita Emily nos había dicho que podría ser doloroso y resultar un completo fracaso si no te humedecías lo bastante, y ésa era mi principal preocupación. No era cuestión de que te desgarraran ahí abajo, como a veces comentábamos en broma (era además el miedo secreto de muchísimas chicas). Me decía a mí misma que siempre que me mojase lo bastante aprisa, no tenía por qué haber problemas, y practiqué mucho yo sola para asegurarme.
Me doy cuenta de que quizá pudiera pensarse que me estaba volviendo obsesiva, pero recuerdo que también me pasaba mucho tiempo releyendo pasajes de libros en los que la gente tenía relaciones sexuales, y repasaba las frases una y otra vez tratando de encontrar pistas. Lo malo es que los libros que teníamos en Hailsham no me servían de ninguna ayuda. Teníamos muchas obras de Thomas Hardy y de autores por el estilo, prácticamente inútiles para mis propósitos. En algunos libros modernos, de escritoras como Edna O'Brien y Margaret Drabble, había algo de sexo, pero nunca se sabía con claridad lo que sucedía porque los autores siempre daban por supuesto que tenías en tu haber un montón de experiencia y que no hacía ninguna falta entrar en detalles. Así que me estaba resultando francamente frustrante lo de los libros y el sexo, y los vídeos tampoco eran una buena opción. Desde hacía un par de años teníamos un vídeo en la sala de billar, y aquella primavera disponíamos ya de una colección bastante buena de películas. En muchas de ellas había sexo, pero la mayoría de las escenas acababan justo antes de que empezara el sexo propiamente dicho, o, si la cámara registraba cómo lo hacían, tú sólo veías las caras o las espaldas de los protagonistas. Y cuando había un pasaje en verdad útil, era muy difícil verlo pausadamente porque por lo general había otros veinte compañeros en la sala. Teníamos ese sistema que te permite repetir tus secuencias preferidas, como, por ejemplo, el momento en que el soldado norteamericano salta sobre el alambre de espino a lomos de su motocicleta en La gran evasión. Se oía la cantinela de «¡Rebobina, rebobina!», y alguien cogía el mando a distancia y volvíamos a ver la secuencia, a menudo tres, cuatro veces. Pero difícilmente podía yo ponerme a gritar que rebobinaran para volver a ver una determinada escena de sexo.
Así que seguí difiriéndolo semana tras semana, mientras continuaba preparándome, hasta que llegó el verano y decidí que estaba ya tan a punto como podría llegar a estarlo nunca. Para entonces me sentía razonablemente segura de mí misma, y empecé a insinuarme a Harry. Todo iba bien, de acuerdo con mi plan, cuando Ruth y Tommy rompieron y todo se volvió un poco confuso.
Lo que sucedió fue que unos días después de que rompieran yo estaba en el Aula de Arte con otras chicas, trabajando en un bodegón. Recuerdo que hacía un calor sofocante, a pesar de tener el ventilador a plena potencia a nuestra espalda. Utilizábamos carboncillo, y como alguien se había llevado todos los caballetes, teníamos que trabajar con el tablero sobre el regazo. Yo estaba sentada junto a Cynthia E., y acabábamos de charlar quejándonos del calor. Entonces, no sé cómo, salió el tema de los chicos, y, sin levantar la vista del trabajo, Cynthia dijo:
– Y Tommy. Sabía que no iba a durar con Ruth. Bien, supongo que vas a ser la sucesora natural.
Lo dijo como si tal cosa. Pero Cynthia era una persona perspicaz, y el hecho de que no formara parte de nuestro grupo daba un peso aún mayor a su comentario. Lo que quiero decir es que no pude evitar pensar que lo que había dicho era lo que cualquier persona medianamente objetiva habría dicho del asunto. Después de todo, yo era amiga de Tommy desde hacía años, hasta que había empezado aquella moda de las parejas. Era perfectamente posible que, para alguien externo al grupo, yo fuera la «sucesora natural» de Ruth. Lo dejé pasar, sin embargo, y Cynthia, que no pretendía abundar sobre ese punto, no dijo más sobre el asunto.