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Estaba muy quieta junto a una ventana y miraba la parte del patio en la que había estado apenas unos instantes antes. Mis amigas se habían ido, y el patio se vaciaba por momentos, de forma que estaba esperando a poder poner en práctica mi juego secreto cuando oí a mi espalda algo parecido a un escape de gas o de vapor en violentas ráfagas.

Era un sonido sibilante que se prolongó durante unos diez segundos; luego cesó y volvió a sonar. No me alarmé exactamente, pero dado que al parecer era la única persona en la cercanía, pensé que lo mejor sería ir a averiguar qué pasaba.

Crucé el rellano en dirección al sonido, avancé por el pasillo y dejé atrás el aula en la que acababa de estar, y llegué al Aula Veintidós, la segunda empezando por el fondo. La puerta estaba entreabierta, y en cuanto me acerqué a ella el ruido sibilante volvió a oírse, esta vez con mayor intensidad. No sé lo que esperaba encontrar al empujar la puerta con cautela, pero mi sorpresa fue mayúscula al ver a la señorita Lucy.

El Aula Veintidós se utilizaba raras veces para las clases, porque era demasiado pequeña y nunca había suficiente luz, ni siquiera en un día como aquél. A veces los custodios entraban para corregir nuestros trabajos o para ponerse al día en sus lecturas. Aquella mañana el aula estaba más oscura que de costumbre, porque las persianas estaban echadas casi totalmente. Habían juntado dos mesas, como para que pudiera sentarse un grupo, pero la señorita Lucy estaba sola, sentada a un lado, cerca del fondo. Vi varias hojas de un papel oscuro y satinado diseminadas sobre la mesa de enfrente de la señorita Lucy. Ella estaba inclinada sobre la mesa, absorta, con la frente muy baja, los brazos sobre el tablero, trazando líneas furiosas sobre una hoja con un lápiz. Bajo las gruesas líneas negras vi una pulcra letra azul. Siguió restregando la punta del lápiz sobre el papel, casi como si estuviera sombreando en la clase de Arte, sólo que sus movimientos eran mucho más airados, como si no le importara que el papel se agujereara. Entonces, en ese momento, me di cuenta de que ése era el ruido extraño que había oído antes, y que lo que había tomado por papeles oscuros y satinados habían sido, instantes atrás, hojas de cuidada letra azul.

Se hallaba tan ensimismada en lo que estaba haciendo que tardó en reparar en mi presencia. Cuando alzó la vista, sobresaltada, vi que tenía la cara congestionada, aunque sin rastro alguno de lágrimas. Se quedó mirándome, y al final dejó el lápiz.

– Hola, jovencita -dijo, y aspiró profundamente-. ¿Qué puedo hacer por ti?

Creo que aparté la vista para no tener que mirarla a ella o al papel que había sobre la mesa. No recuerdo si dije gran cosa, si le expliqué lo del ruido, y que había entrado por si era gas. En cualquier caso, no fue una conversación propiamente dicha: ella no quería que yo estuviera allí, y yo tampoco quería estar. Creo que me disculpé y salí del aula, esperando a medias que me llamara. Pero no lo hizo, y lo que hoy recuerdo es que bajé las escaleras llena de vergüenza y resentimiento. En aquel momento quería más que nada en el mundo no haber visto lo que acababa de ver, aunque si se me hubiera preguntado por qué estaba tan disgustada no habría sido capaz de precisar el motivo. La vergüenza, como digo, tenía mucho que ver con ello, y también la furia, aunque no exactamente contra la señorita Lucy. Me sentía muy confusa, y probablemente por eso no les conté nada a mis amigas hasta mucho tiempo después.

A partir de aquella mañana tuve la convicción de que había algo -quizá algo horrible- relacionado con la señorita Lucy que yo desconocía, y mantuve los ojos y los oídos bien abiertos. Pero los días pasaron y no vi ni oí nada. Lo que no sabía entonces es que algo de gran importancia había sucedido sólo unos días después de que viera a la señorita Lucy en el Aula Veintidós; algo entre ella y Tommy que había dejado a éste disgustado y desorientado. No mucho tiempo atrás, Tommy y yo nos habríamos contado inmediatamente cualquier nueva de este tipo; pero aquel verano estaban sucediendo ciertas cosas que hacían que no habláramos tan abiertamente como antes.

Por eso tardé tanto en oír hablar de ello. Luego me odié por no haberlo adivinado, por no buscar a Tommy para interrogarle hasta conseguir que me lo contara. Pero como he dicho, en aquel tiempo estaban sucediendo cosas entre Tommy y Ruth, y otras muchas cosas más, y creí que eran estos hechos los que habían dado lugar a los cambios que había observado en él.

Probablemente iría demasiado lejos si dijera que Tommy se vino abajo por completo aquel verano pero hubo veces en las que temí que estuviera volviendo a ser la criatura torpe y tornadiza de años antes. Una vez, por ejemplo, unas cuantas de nosotras volvíamos del pabellón hacia los barracones de los dormitorios y de pronto vimos a Tommy y a otros dos chicos unos pasos más adelante. Todos parecían estar perfectamente -incluso Tommy-, y se reían y se daban empellones. De hecho, diría que Laura -que iba a mi lado- se puso a imitarles y a hacer payasadas. El caso es que Tommy debía de haber estado sentado en el suelo un rato antes, porque tenía un pegote de barro en la parte baja de la camiseta de rugby. Era obvio que no se había dado cuenta, y creo que sus amigos tampoco, porque lo habrían aprovechado para tomarle el pelo. En cualquier caso, Laura -siendo como era- le gritó algo parecido a: «¡Tommy, llevas caca detrás! ¿Qué has estado haciendo?».

Lo dijo de un modo completamente amistoso, y si acto seguido algunas de nosotras emitimos ciertos ruidos para apoyar el comentario, no fue nada muy distinto a ese tipo de cosas que los escolares hacen continuamente. Así que nos quedamos absolutamente anonadadas cuando Tommy se paró en seco, giró en redondo y miró a Laura con ojos de fuego. Nos paramos, y también sus amigos -ellos tan desconcertados como nosotras-, y durante unos segundos pensé que Tommy iba a estallar por primera vez en varios años. Pero se dio la vuelta y echó a andar con brusquedad, sin decir ni una palabra, y nos dejó allí atrás, quietas, encogiéndonos de hombros y mirándonos unas a otras.

Algo parecido sucedió cuando le enseñé el calendario de Patricia C. Patricia estaba dos cursos más atrás que nosotros, pero todo el mundo admiraba su destreza para el dibujo, y sus trabajos eran muy cotizados en los Intercambios de Arte. A mí me gustaba especialmente aquel calendario, y me las había arreglado para conseguirlo en el último Intercambio, porque llevaba oyendo hablar de él varias semanas. No tenía nada que ver, pongamos por caso, con los calendarios blandos de colores de los condados ingleses de la señorita Emily. El calendario de Patricia era diminuto y abultado, y para cada mes había hecho un increíble dibujo a lápiz de alguna escena de la vida de Hailsham. Me gustaría haberlo conservado, sobre todo porque en algunos de los dibujos -los de junio y septiembre, por ejemplo- se pueden reconocer las caras de ciertos alumnos y custodios. Es una de las cosas que perdí cuando dejé las Cottages, cuando tenía la cabeza en otra parte y no prestaba demasiada atención a lo que me estaba llevando (pero hablaré de ello en su momento). Lo que estoy diciendo ahora es que el calendario de Patricia era una auténtica preciosidad. Me sentía orgullosa de él, y por eso quería enseñárselo a Tommy.

Lo vi de pie al lado del gran sicómoro que había cerca del Campo de Deportes Sur, al sol de última hora de la tarde, y como llevaba el calendario en la cartera -lo había estado enseñando en la clase de música-, me dirigí hacia él.

Estaba absorto en un partido de fútbol en el que jugaban algunos chicos más jóvenes, y su talante parecía bueno, incluso apacible. Cuando me vio acercarme me sonrió, y estuvimos charlando un rato de nada en particular. Y al final le dije:

– Tommy, mira lo que he conseguido.

No quise que mi voz sonara sin un timbre de triunfo, y puede que incluso dijera «tachan» al sacarlo de la cartera y tendérselo para que lo viera. Cuando cogió el calendario aún seguía sonriendo, pero en cuanto empezó a hojearlo me pareció que algo se cerraba en su interior.

– Esa Patricia… -empecé a decir, pero enseguida oí cómo mi voz cambiaba-. Es tan inteligente…

Pero Tommy ya me lo estaba devolviendo. Y luego, sin decir ni una palabra, echó a andar en dirección a la casa principal.

Este incidente debería haberme dado una pista. Si hubiera pensado en él con la atención debida, habría adivinado que el estado de ánimo último de Tommy tenía algo que ver con la señorita Lucy y con sus pasados problemas de creatividad. Pero con todas las cosas que estaban pasando en aquel momento en Hailsham, como digo, no pensé en nada de eso. Supongo que debí de dar por sentado que aquellos problemas habían quedado atrás con nuestra entrada en la adolescencia, y que sólo los grandes temas que tan aparatosamente se nos presentaban podían realmente preocuparnos.

¿Qué había estado pasando en Hailsham? Bien, para empezar, Ruth y Tommy habían tenido una pelea de campeonato. Habían sido pareja durante unos seis meses (al menos ése era el tiempo que llevaban siéndolo «públicamente»: paseándose cogidos del brazo y ese tipo de cosas). Los respetábamos como pareja porque no hacían ostentación de ello. Otras parejas, como Sylvia B. y Roger D., por ejemplo, podían ponerse de un meloso insoportable, y había que lanzarles toda una andanada de imitaciones de vómitos para llamarles al orden. Pero Ruth y Tommy nunca hicieron ningún alarde burdo delante de los demás, y si alguna vez se hacían arrumacos o algo parecido, notabas que lo hacían sólo para ellos mismos y no para la galería.

Mirando hoy hacia atrás, reconozco que todos estábamos bastante confusos en lo relativo al sexo. Algo que a nadie debería sorprender, supongo, ya que apenas teníamos dieciséis años. Pero lo que hacía aún mayor nuestra confusión -hoy lo veo con más claridad- era el hecho de que también los custodios se sentían confusos al respecto. Por otra parte, teníamos las charlas de la señorita Emily, en las que nos decía lo importante que era no avergonzarse de nuestros propios cuerpos, y «respetar nuestras necesidades físicas», y cómo el sexo era «un bellísimo don» siempre que ambas personas lo desearan realmente. Pero llegado el momento, los custodios hacían más o menos imposible que cualquiera de nosotros llegara a hacer gran cosa sin quebrantar alguna norma. Nosotras no podíamos visitar los dormitorios de los chicos después de las nueve de la noche, y ellos no podían visitar los nuestros. Las clases estaban oficialmente «fuera del territorio permitido» desde el atardecer, al igual que las zonas de detrás de los cobertizos y del pabellón. Y no te apetecía hacerlo en el campo aunque el tiempo fuera espléndido, porque casi con toda seguridad descubrirías luego que habías tenido un montón de espectadores observándote -y pasándose los prismáticos de mano en mano- desde las ventanas de la casa. Dicho de otro modo, pese a las charlas y charlas sobre la belleza del sexo y demás, teníamos la inequívoca impresión de que si los custodios nos sorprendían poniéndolo en práctica nos veríamos en un aprieto.

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