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Un buen ejemplo de lo que digo es lo que sucedió aquella vez en que Tommy se hizo un corte en el codo. Debió de ser justo antes de mi charla con él junto al estanque; por la época, supongo, en que Tommy estaba saliendo de aquella fase en la que se metían con él y le tomaban el pelo.

No era un tajo muy profundo, y aunque se le mandó a Cara de Cuervo para que lo examinara, volvió casi de inmediato con una gasa en el codo. Nadie volvió a pensar mucho en ello hasta un par de días después, cuando Tommy se quitó la gasa y nos enseñó una herida a medio cerrarse. Se le veían trocitos de piel que empezaban a pegarse, y pequeñas partículas rojas y blandas asomándole por debajo. Estábamos a mitad del almuerzo, así que todos le hicimos corro y exclamamos: «¡Ajjj!». Luego Christopher H., de un curso superior al nuestro, dijo con un semblante absolutamente serio:

– Lástima que sea en esa parte del codo. En cualquier otra parte, no habría tenido la menor importancia.

Tommy pareció preocuparse (Christopher era alguien a quien él admiraba mucho en aquella época), y le preguntó a qué se refería. Christopher siguió comiendo, y luego dijo como si tal cosa:

– ¿No lo sabes? Si está justo en el codo, se te puede abrir como una cremallera. En cuanto dobles el brazo bruscamente. Y se te abriría no sólo esa parte, sino el codo entero. Como una bolsa que se abre con una cremallera. Pensaba que lo sabías.

Oí a Tommy quejarse de que Cara de Cuervo no le hubiera advertido de ese riesgo, pero Christopher se encogió de hombros y dijo:

– Pensaba que lo sabías, seguro. Todo el mundo lo sabe.

Los compañeros de alrededor mascullaron algo en señal de asentimiento.

– Tienes que mantener el brazo completamente recto -dijo alguien-. Doblarlo lo más mínimo puede ser peligrosísimo.

Al día siguiente vi a Tommy con el brazo recto y rígido, y con aire preocupado. Todo el mundo se reía de él, y eso me enfurecía, pero tenía que admitir que la cosa tenía cierta gracia. Luego, hacia el final de la tarde, salíamos del Aula de Arte cuando Tommy se acercó a mí en el pasillo y me dijo:

– Kath, ¿podría hablar un momento contigo?

Esto fue quizá un par de semanas después de que me hubiera acercado a él en el campo de deportes para recordarle lo de su polo preferido, así que se suponía que éramos bastante amigos. Fuera como fuese, el hecho de que viniera de ese modo a preguntarme si podía hablar conmigo en privado resultaba un tanto embarazoso, y me dejó un poco desconcertada. Quizá eso pueda explicar en parte por qué no fui más amable.

– No es que esté muy preocupado ni nada parecido -empezó, en cuanto me hubo llevado aparte-. Pero quiero prevenirme, eso es todo. Con la salud no hay que correr riesgos. Necesito que alguien me ayude, Kath. -Lo que le preocupaba, me explicó, era lo que podía hacer mientras dormía. Doblar el brazo, por ejemplo-. Siempre tengo sueños de ésos en los que peleo contra montones de soldados romanos.

En cuanto le interrogué un poco, me di perfecta cuenta de que multitud de compañeros -incluso muchos de los que no habían estado en aquel almuerzo- habían ido a repetirle la advertencia de Christopher. De hecho, algunos habían llevado mucho más lejos la patraña: le habían contado que un alumno que se había ido a dormir con un tajo en el codo como el suyo se había despertado con todo el esqueleto del brazo y la mano a la vista, y toda la piel suelta al lado «como uno de esos guantes largos de My Fair Lady».

Lo que Tommy me pedía era que le ayudara a ponerse una tablilla en el brazo para mantenerlo recto durante la noche.

– No me fío de nadie más -dijo, levantando una gruesa regla que solía usar-. Son capaces de ponérmela de forma que se suelte mientras duermo.

Me miraba con absoluta inocencia, y no supe qué decir. Una parte de mí se moría de ganas de decirle lo que le estaban haciendo, y supongo que sabía que no hacerlo sería como traicionar la confianza que se había creado entre nosotros desde el momento en que le recordé lo del polo en el campo de deportes. Y si me avenía a entablillarle el brazo me convertía al instante en uno de los principales ejecutores de la broma. Y todavía me sentía avergonzada por no habérselo dicho en un principio. Pero hay que tener en cuenta que yo era aún muy jovencita, y que sólo disponía de unos segundos para decidirme. Y cuando alguien te pide que hagas algo en un tono tan lastimero, es muy difícil negarse.

Supongo que lo que primó en mí fue el deseo de que no se disgustara. Porque me daba cuenta de que, a pesar de todo su desasosiego por el brazo, a Tommy le emocionaba la preocupación por su salud que creía que todos le estaban demostrando. Claro que yo sabía que se iba a enterar de la verdad tarde o temprano, pero en aquel momento no fui capaz de decírselo. Lo menos malo que se me ocurrió fue preguntarle:

– ¿Te ha dicho Cara de Cuervo que hagas esto?

– No. Pero imagina lo furiosa que se pondría si el codo se me sale todo entero.

Seguía sintiéndome mal, pero le prometí entablillarle el brazo más tarde -en el Aula Catorce, media hora antes de la campana nocturna-, y lo vi marchar tranquilizado y agradecido.

El caso es que no tuve que pasar por ello, porque Tommy lo averiguó todo antes. Hacia las ocho de la tarde estaba yo bajando la escalera principal cuando oí unas grandes carcajadas que venían de la planta baja. Se me encogió el corazón porque supe inmediatamente que tenían que ver con Tommy. Me detuve en el rellano de la primera planta y miré por encima de la barandilla y vi que Tommy salía de la sala de billar con grandes y sonoras zancadas. Recuerdo que pensé: «Al menos no está chillando». Y no lo hizo en ningún momento: fue hasta el guardarropa, recogió sus cosas y se fue de la casa principal. Y durante todo este tiempo, las risotadas siguieron saliendo por la puerta abierta de la sala de billar, mientras algunas voces aullaban cosas como la siguiente:

– ¡Si pierdes los estribos, el codo se te sale sin remedio !

Pensé en salir detrás de él y alcanzarlo en la oscuridad antes de que llegara al barracón del dormitorio, pero recordé que le había prometido entablillarle el codo para pasar la noche, y no me moví. Y me dije a mí misma una y otra vez: «Al menos no ha tenido una rabieta. Al menos se ha controlado el mal genio».

Pero me he apartado un poco del asunto. La razón de que haya hablado de esto es que el concepto de cosas que «se abren como una cremallera» trascendió del codo de Tommy para convertirse en una broma entre nosotros referida a las donaciones. La idea era que, llegado el momento, con sólo abrirte la cremallera de una parte de ti mismo, se te saldría un riñón u otra víscera cualquiera, que tenderías a quien procediese. No es que la cosa nos pareciese muy graciosa en sí misma; era más bien una forma que teníamos de hacernos perder el apetito. Te abrías la «cremallera» del hígado, por ejemplo, y lo tirabas en el plato de alguien. Ese tipo de broma. Recuerdo que una vez Gary B., que tenía un apetito insaciable, volvía con su tercer plato de pudin, y prácticamente todos los de la mesa «se abrieron la cremallera» de partes de sí mismos y fueron amontonándolas en el bol de Gary, mientras él seguía atiborrándose a conciencia.

A Tommy nunca le gustó gran cosa que lo de las cremalleras se pusiera de moda otra vez, pero para entonces las tomaduras de pelo dirigidas contra su persona eran agua pasada y nadie lo relacionaba ya con esta broma. Era algo que hacíamos para reírnos un poco, para conseguir que alguien dejase de comer lo que tenía en el plato, y también, supongo, como un modo de reconocimiento de lo que nos esperaba en el futuro. Y esto es lo que quería decir antes. En aquel tiempo de nuestra vida ya no nos apartábamos con espanto cuando se mencionaba el asunto de las donaciones, como habíamos hecho un año o dos atrás; pero tampoco pensábamos en ello muy seriamente, ni lo sometíamos a debate. Todo aquello de «abrirse la cremallera» no era sino una manifestación perfectamente comprensible del modo en que el asunto nos afectaba cuando teníamos trece años.

Así que diría que la señorita Lucy tenía razón cuando un par de años después afirmó que «se nos había dicho y no se nos había dicho». Y -lo que es más- ahora que pienso en ello diría también que lo que la señorita Lucy nos dijo aquella tarde condujo a un cambio de actitud real en todos nosotros. Fue a partir de aquel día cuando cesaron las bromas sobre las donaciones, y cuando empezamos a pensar juiciosamente en las cosas. Si algo varió fue precisamente que las donaciones volvieron a ser un tema que todos orillábamos, pero no de la forma en que lo habíamos hecho cuando éramos más pequeños. Ahora ya no era incómodo o embarazoso, sino sencillamente sombrío y serio.

– Es extraño -me dijo Tommy cuando hace unos años lo recordamos todo de nuevo-. Ninguno de nosotros se paró a pensar en cómo se sintió ella, la señorita Lucy. Nunca nos preocupó si se había buscado algún problema al decirnos lo que nos dijo. Éramos tan egoístas entonces…

– No puedes culparnos a nosotros -dije-. Se nos enseñó a pensar en nuestros compañeros, pero jamás en nuestros custodios. No se nos ocurrió nunca la idea de que hubiera diferencias entre ellos.

– Pero teníamos edad suficiente -dijo Tommy-. Con nuestra edad tendría que habérsenos ocurrido. Sin embargo no se nos ocurrió. No pensamos en absoluto en la pobre señorita Lucy. Ni siquiera después, ya sabes, cuando tú la viste.

Supe al instante a qué se refería. Hablaba de aquella mañana de principios de nuestro último verano en Hailsham, cuando me topé con la señorita Lucy en el Aula Veintidós.

Al pensar en ello ahora, me doy cuenta de que Tommy tenía razón. A partir de aquel momento debería haber sido meridianamente claro, incluso para nosotros, cuan atribulada estaba la señorita Lucy. Pero como dijo Tommy, jamás consideramos nada desde su punto de vista, y jamás se nos ocurrió decir o hacer algo para apoyarla.

8

Muchos de nosotros habíamos cumplido ya dieciséis años. Era una mañana de sol radiante y acabábamos de bajar al patio después de una clase en la casa principal cuando de pronto me acordé de algo que me había dejado olvidado en el aula. Así que subí hasta la tercera planta, y allí es donde me sucedió lo de la señorita Lucy.

En aquellos días yo tenía un juego secreto. Cuando me encontraba sola dejaba lo que estuviera haciendo y buscaba una vista -desde la ventana, por ejemplo, o el interior de un aula a través de una puerta-, cualquier vista en la que no hubiera personas. Lo hacía para poder formarme la ilusión, al menos durante unos segundos, de que aquel lugar no estaba atestado de alumnos sino que era una casa tranquila y apacible donde vivía con otras cinco o seis personas. Y para que esta fantasía funcionara, tenía que sumirme en una especie de ensueño, y aislarme de todos los ruidos y todas las voces. Normalmente tenía que armarme de paciencia: si, pongamos por caso, estaba en una ventana y fijaba la mirada en un punto concreto del campo de deportes, puede que tuviese que esperar siglos para que se dieran esos dos segundos en los que no había nadie en el encuadre. En cualquier caso, era eso lo que estaba haciendo aquella mañana después de haber recogido lo que había olvidado en la clase y haber salido al rellano de la tercera planta.

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