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Diomedes, el del grito poderoso, mató a Axilo, hijo de Teutra, que era rico y apreciado por los hombres. En su casa, al cabo de la calle, a todos acogía; pero nadie, ese día, vino a defenderlo de la muerte amarga. Diomedes le arrancó la vida a él y a su escudero: ambos descendieron bajo tierra.

Euríalo mató a Esepo y Pédaso, hijos gemelos de Bucolión. A ambos arrancó la vida y el vigor de su bellísimo cuerpo: de sus hombros les quitó las armas.

Polipetes mató a Hastíalo, Ulises mató a Pidites, Teucro mató a Aretaón, Eurípiío mató a Melando, Antíloco mató a Ablero, Agamenón, señor de pueblos, mató a Élato. Vi a los troyanos, a codos, retroceder, corriendo desesperadamente, hacia su ciudad. Me acuerdo de Adresto: sus caballos, enloquecidos por el miedo, tropezaron en un matorral de tamarisco, por lo que él fue desmontado y, enseguida, Menelao se le echó encima. Adresto se agarró a sus rodillas y empezó a suplicarle: «No me mates, Menelao, mi padre pagará el rescate que sea por mi vida: bronce, oro, hierro bien forjado, lo que quieras.» Menelao se dejó convencer y estaba a punto de pasárselo a un escudero suyo para que lo llevara prisionero a la nave, cuando llegó corriendo Agamenón y le gritó; «Menelao, eres débil, ¿por qué te preocupas por esta gente? ¿No recuerdas lo que hicieron los troyanos en tu casa? Ninguno de ellos tiene que escapar de nuestras manos, del abismo de la muerte; ninguno, ni siquiera el que está escondido todavía en el vientre de su madre, nadie debe escapar. Que todos perezcan junto a Troya, sin sepulcro y sin nombre.» Adresto seguía allí, en el suelo, aterrorizado. Menelao lo empujó. Y Agamenón, él mismo, le clavó la lanza en el coscado y lo mató. Luego apoyó el pie sobre su pecho y con fuerza le arrancó de la carne la punta de la lanza.

Los aqueos avanzaban resueltamente y nosotros huíamos, derrotados por el miedo. Habíamos llegado ya al pie de las murallas de Troya cuando Heleno, uno de los hijos de Príamo, llegó hasta Héctor y yo, díciéndonos: «Hay que detener a los hombres antes de que huyan a la ciudad y vayan a refugiarse en los brazos de sus esposas, para escarnio de nuestros enemigos. Eneas, quedémonos combatiendo e incitando a nuestras huestes; y tú, Héctor, sube mientras tanto a la ciudad y dile a todos que rueguen a los dioses para que al menos alejen de nosotros a Diomedes, que combate como un loco y al que ninguno de nosotros ha logrado detener. Ni siquiera de Aquiles tuvimos tanto miedo. Confía en mí, Héctor. Ve hasta nuestra madre y dile que si tiene piedad de Troya, de nuestras esposas y nuestros hijos, coja el manto más bello y más grande que hay en el palacio real y vaya a depositarlo sobre las rodillas de Atenea, la de lucientes ojos, en el templo que se encuentra sobre la ciudadela. Nosotros permaneceremos aquí, animando a los hombres y combatiendo.» Héctor lo escuchó con atención. Saltó del carro y echó a correr hacía las puertas Esceas. Lo vi desaparecer entre los hombres: corría, con el escudo echado a los hombros, y la orla de su escudo, de cuero negro, iba chocando contra su cuello y sus talones. Me di la vuelta. Los aqueos estaban frente a nosotros. Todos nos dimos la vuelta. Como si un dios hubiera descendido para luchar a nuestro lado, nos arrojamos contra ellos.

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