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DEMÓDOCO

Mucho tiempo después de estos acontecimientos, yo estaba en la corte de los feacios y hasta allí llegó, náufrago, procedente del mar, un hombre misterioso y sin nombre. Fue acogido como un rey, y fue honrado con todos los ritos de la hospitalidad. Durante el suntuoso banquete que fue preparado para él, yo canté las aventuras de los héroes, porque soy un aedo, y cantar es mi oficio. Aquel hombre escuchaba, sentado en su puesto de honor; me escuchaba en silencio atentamente, emocionado. Y cuando acabé, cortó un pedazo de carne para mí y me lo ofreció, diciéndome: «Demódoco, alguna musa, hija de Zeus, fue tu maestra, porque cantas con arte perfecta las hazañas de los héroes aqueos. Me gustaría escuchar en tu voz la historia del caballo de madera, la trampa que el divino Ulises ideó para destruir Ilio. Cántala y yo les diré a todos que te enseñó a cantar un dios.» Eso fue lo que me pidió aquel hombre sin nombre. Y esto fue lo que canté, para él y para todos.

Ya había transcurrido el décimo año y todavía duraba la guerra entre aqueos y tróvanos. Las lanzas estaban cansadas de matar; las correas de los escudos, desgastadas, se rompían; y las cuerdas de los arcos, agotadas, dejaban caer las flechas veloces. Los caballos, envejecidos, pastaban doloridos, con la cabeza gacha, los ojos cerrados, añorando a los compañeros con los que habían corrido y luchado. Aquiles yacía bajo tierra, junto a su amado Patroclo; Néstor lloraba a su hijo Antíloco, Avante de Telamón vagaba en el Hades después de haberse matado; había muerto Paris, origen de toda desventura, y vivía Helena junto a su nuevo esposo, Deífobo, hijo de Príamo. Los troyanos lloraban por Héctor, y por Sarpedón, y por Reso. Diez años. Y Troya todavía se erguía intacta, protegida por sus murallas invencibles.

Fue Ulises el que inventó el final de esa guerra infinita. Le ordenó a Epeo que construyera un gigantesco caballo de madera. Epeo era el mejor, cuando se trataba de construir artilugios o maquinaria de guerra. Se puso manos a la obra. Hizo que trajeran desde las montañas muchos troncos de árbol, era la misma madera con la que tantos años antes los troyanos habían construido las naves de Paris, origen de toda desventura. Epeo la utilizó para construir el caballo. Empezó haciendo el vientre, amplio y hueco. Luego fijó el cuello y en la crin de color púrpura hizo que vertieran oro puro. En lugar de ojos engastó piedras preciosas: brillaban juntas la verde esmeralda y la amatista de color sangre. En las sienes colocó las orejas, erguidas, como si estuvieran escuchando el toque de la trompeta de guerra. Luego montó el lomo, los ijares y, al final, las patas, doblándolas en las rodillas, como si estuviera lanzado a la carrera, una carrera inmóvil pero de verdad. Los cascos eran de bronce, cubiertos con escamas brillantes de tortuga. En el costado del animal, el genio de Epeo colocó una pequeña puerta, invisible, y montó una escalera que, cuando fuera necesario, podía servir para subir y bajar a los hombres, y que luego desaparecía dentro del caballo. Trabajaron durante días. Pero al final, gigantesco, apareció ante los ojos de los aqueos el caballo, admirable y terrorífico.

Entonces reunió Ulises a los príncipes en asamblea. Y con aquella voz grave, de la que él sólo era capaz, empezó a hablar. «Amigos, vosotros seguís confiando en vuestras armas y en vuestro coraje. Pero mientras tanto vamos envejeciendo aquí, sin gloria, consumiéndonos en una guerra sin fin. Creedme: será con la inteligencia, y no con la fuerza, como nosotros conquistaremos Troya. ¿Veis ese magnífico caballo de madera construido por Epeo? Escuchad mi plan: algunos de nosotros entraremos ahí dentro, sin miedo. Todos los demás, después de haber quemado los campamentos, dejarán desierta la playa, zarpando mar adentro hasta ir a esconderse tras la isla de Ténedos. Los troyanos tienen que creer que nos hemos marchado de verdad. Verán el caballo: lo tomarán como un homenaje a su valor, o como un regalo para la diosa Atenea. Confiad en mí: lo llevarán detrás de las murallas y eso será su fin.»

Así habló. Y lo escucharon. Y confiaron en él. Echaron a suertes quiénes serían los que entrarían en el caballo. Y la suerte señaló a cinco de ellos: Ulises, Menelao, Diomedes, Anticlo y Neoptólemo, que era hijo de Aquiles. Los hicieron entrar en el caballo, y luego cerraron la pequeña puerta que Epeo había construido en la madera. Se colocaron tendidos en la oscuridad, con la angustia en su corazón. Parecían animales que, aterrorizados por una tempestad, se habían refugiado en su madriguera y se mantenían esperando el regreso del sol, atormentados por el hambre y la tristeza.

Los demás esperaron a que llegara la noche y, cuando se hizo oscuro, destruyeron sus campamentos y echaron las naves al mar. Antes de que llegara el alba estaban en mar abierto y desaparecieron tras la isla de Ténedos. En la playa, donde el inmenso ejército había vivido durante diez años, no quedaron más que armazones humeantes y cadáveres.

Entre las primeras sombras del día naciente los troyanos vieron, a lo lejos, el humo de las hogueras. Alta se levantó la voz de que los aqueos habían huido, y por mil veces fue repitiéndose de uno a otro, gritando con esperanza y alegría cada vez mayores. Salieron de las murallas, primero de uno en uno, luego en grupos cada vez más numerosos, y cruzaron la llanura para ir a ver. Cuando llegó Príamo, rodeado por los ancianos de Troya, lo que vio fue una inmensa playa abandonada, en medio de la que descollaba un gigantesco caballo de madera. Todos se agruparon en torno a aquella maravilla: algunos, por el odio que sentían hacia los aqueos, querían echarla al mar o destrozarla a hachazos; pero otros, hechizados por la belleza del caballo, aconsejaban que lo consagraran a los dioses y que lo llevaran a la ciudad para que se convirtiera en el magnífico monumento a la guerra que habían ganado. Y al final fueron éstos los que prevalecieron, porque los hombres son miserables, y no les es dado ver el futuro, sino tan sólo vivir inmersos en la niebla del presente. Empujaron el caballo, sobre rápidas ruedas, por toda la llanura, escoltándolo con cánticos y bailes. Altos ascendían los gritos de los hombres que tiraban de las gruesas sogas, y que con inmensas dificultades arrastraban hacia su refugio al animal de venenosas entrañas. Llegados a las murallas, tan enorme era el caballo que tuvieron que ensanchar las puertas para que pudiera entrar en la ciudad. Pero incluso esto fue hecho entre bailes y cánticos, mientras una alfombra de flores caían por donde iba a pasar el animal, y vertían miel y pera fumes por doquier.

Fue entonces cuando apareció Casandra, la hija de Príamo a la que los dioses le habían infligido la fortuna de leer el futuro y la desgracia de no ser creída nunca. Apareció hecha una furia, en medio de toda aquella fiesta, arrancándose el pelo y los vestidos y gritando: «Miserables, ¿qué es este caballo de desgracia que arrastráis como locos? Estáis corriendo hacia la más profunda de vuestras noches. Este animal está preñado de guerreros enemigos y los parirá por la noche, bajo la mirada afectuosa de Atenea, depredadora de la ciudad. Y un océano de sangre correrá por estas calles, arrastrándolo todo en una gran oleada de muerte. Ay, amada ciudad de mis ancestros, tú pronto serás ceniza ligera en el viento. Padre, madre, os lo suplico, recobrad la cordura y alejad el horror de todos nosotros. Destruid ese caballo, prendedle fuego, y entonces sí que podremos festejarlo, con cánticos y bailes. Solamente entonces nos entregaremos a la alegría por la libertad recobrada, la libertad que tanto amamos.»

Casandra gritaba. Pero nadie quiso escucharla. Y su padre, Príamo, con violencia la reprendió: «Profetisa de desgracias, ¿qué maligna divinidad te ha poseído esta vez? ¿Te molestaba nuestra alegría? ¿No podías soportar que celebráramos en paz este día de libertad, tan esperado? La guerra ha acabado, Casandra. Y este caballo no es una desgracia, sino un digno presente para Atenea, patraña de nuestra ciudad. Márchate. Vuélvete al palacio, ya no te necesitamos. Desde hoy, a la sombra de las murallas de Troya ya no tiene que existir el miedo, sino sólo la alegría, y la fiesta, y la libertad.» Así fue arrastrada Casandra hasta la oscuridad de palacio, por la fuerza. En sus ojos ya ardía Troya, en las altas llamaradas de la ruina.

Al caballo lo llevaron delante del templo de Atenea y lo depositaron sobre un alto pedestal. Alrededor, el pueblo se entregó a una alegría desenfrenada, abandonándose a la locura y olvidándose de toda precaución. En las puertas, ya sólo vigilaban unos pocos centinelas, prisioneros de una guerra que se creía terminada. Ya al final, en la rosácea luz de la puesta de sol, salió de palacio Helena de Argos, soberbiamente engalanada. Bajo los ojos admirados de los troyanos, atravesó la ciudad y llegó a los pies del descomunal caballo. Luego hizo algo raro. Dio tres vueltas a su alrededor, imitando las voces de las esposas de los héroes aqueos escondidos en su interior, y los fue llamando, suplicándoles que corrieran a sus brazos. Encerrados en la ciega oscuridad del vientre del caballo, los cinco aqueos sintieron que se les partía el corazón. Eran verdaderamente las voces de sus esposas, por increíble que pudiera parecer, eran sus voces y los estaban llamando. Era una dulce crueldad y todos sintieron que las lágrimas les subían a los ojos y que la angustia les llenaba el corazón. Y de repente, Anticlo que era de ellos el más débil y el menos precavido, abrió ¡a boca para gritar. Ulises saltó encima de él y le presionó la boca con las manos, ambas manos, con fuerza. Anticlo empezó a forcejear, e intentó liberarse, desesperadamente. Pero Ulises, implacable, le presionaba las manos en la boca y no dejó de hacerlo hasta que Anticlo se estremeció, varias veces, con un último sobresalto, violento, y al final murió, ahogado.

A los pies del caballo, Helena de Argos echó una última mirada al mudo vientre del animal. Luego se dio la vuelta y regresó a palacio.

Toda la ciudad, entonces, se hundió en el sueño. Flautas y cítaras resbalaron de las manos y los últimos ladridos de los perros punteaban el silencio que es compañero de la paz.

En la noche inmóvil brilló una antorcha, para hacer la señal a la flota aquea. Un traidor la hizo brillar, alta en la oscuridad. Pero algunos dicen que fue Helena de Argos, ella misma, la traidora. Y mientras las naves aqueas regresaban a la playa y el ejército en silencio inundaba la llanura, del vientre del caballo salieron Ulises, Menelao, Dio-medes y Neoptólemo. Igual que leones se lanzaron sobre los centinelas en las puertas, haciendo que brotara la primera sangre de aquella noche terrible. Los primeros gritos ascendieron al cielo de Troya. Las madres se despertaban, sin comprender, estrechando a sus niños y emitiendo pequeños lamentos, como ligeras golondrinas. Los hombres se agitaban en el sueño, presagiando la desventura y soñando su propia muerte. Cuando el ejército aqueo cruzó las puertas, empezó la masacre. Viuda de sus guerreros, la ciudad empezó a vomitar cadáveres. Morían los hombres, sin tiempo de empuñar sus armas; morían las mujeres, sin tiempo siquiera de escapar; morían en sus brazos los niños, y en sus vientres las criaturas nonatas. Morían los ancianos, sin dignidad, mientras tendidos en el suelo levantaban los brazos pidiendo que no los mataran. Perros y aves enloquecían en su ebriedad, disputándose la sangre y la carne de los muertos.

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