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PATROCLO

Mi nombre es Patroclo, hijo de Menecio. Hace años, y por haber matado a un muchacho como yo, tuve que abandonar mi tierra y, con mi padre, llegué a Ftía, donde reinaba el fuerte y sabio Peleo. El rey tenía un hijo: se llamaba Aquiles. Corrían extrañas leyendas sobre él. Que tenía por madre a una diosa. Que había sido criado sin conocer la leche materna, alimentado sólo con asaduras de león y médula de osos. Que llegaría a ser el guerrero sin el cual Troya nunca sería conquistada. Hoy sus huesos están mezclados con los míos, sepultados en la Isla blanca. Su muerte le pertenece. La mía empezó cuando se levantó la Aurora tras la noche en que Ulises y Diomedes habían robado los espléndidos caballos de Reso. En aquellas primeras luces del día, Agamenón desplegó a su ejército para la batalla. Ordenó que los aurigas mantuvieran los carros de este lado de la fosa, bien desplegados, y que los guerreros, a pie, la atravesaran y se colocaran en posición de combate, en el otro lado. Todos obedecieron, excepto nosotros, los mirmidones, porque Aquiles no quería que lucháramos. Yo permanecí delante de nuestra tienda. En la llanura que se extendía ante nosotros, veía a los troyanos, apiñándose en torno a sus comandantes. Me acuerdo de Héctor: aparecía y desaparecía, en medio de sus soldados, igual que una estrella, brillante, entre las nubes de un oscuro cielo nocturno. Todo lo que vi aquel día, desde lejos, y que oí contar, quiero que ahora lo escuchéis vosotros, si es que queréis entender de qué clase de muerte tuve el gusto de morir.

Se acometieron los dos ejércitos, el uno contra el otro. Avanzaban los hombres, sin miedo y sin pensamientos de huida, con la calma inexorable de millares de segadores que ordenadamente siguen el surco de la tierra, y que siegan lo que encuentran a su paso. Durante coda la aurora fueron cayendo los hombres y brillaron las armas, sin que ninguno de los dos ejércitos prevaleciera sobre el otro. Pero cuando la luz del sol se despegó del horizonte, entonces los aqueos, de repente, rompieron las filas de los troyanos. Los empujaba Agamenón, con una fuerza nunca vista, como si aquélla fuera su jornada de gloria. Avanzaba y aniquilaba todo cuanto se ponía delante de él: primero fue Biénor, luego Oileo, y los dos hijos de Príamo, Iso y Ántifo. Cuando se situaron delante de él Pisandro y el intrépido Hipó-loco, de pie sobre su carro, uno junto a otro, él los arrastró hasta el suelo y se lanzó encima, como un león que en la guarida de un ciervo mata a dentelladas a las crías. Ellos le suplicaron que los dejara vivos: decían que su padre, Antíloco, pagaría inmensas riquezas por su rescate. Pero Agamenón dijo: «Si de verdad sois hijos de Antíloco, entonces habéis de pagar la culpa de vuestro padre, quien, en la asamblea de los troyanos, cuando mi hermano vino a reclamar a su esposa, votó por asesinarlo y enviarlo de nuevo, muerto, a casa.» Y le clavó a Pisandro, en el pecho, la lanza. Y a Hipóloco le cortó ambos brazos con la espada, y luego la cabeza, y como a un tronco lo hizo rodar en la polvareda de la batalla.

Allí donde la lucha era más densa, allí se lanzaba, y tras él corrían los aqueos segando las cabezas de los troyanos. Los infantes mataban a los infantes, los caballeros mataban a los caballeros, y corrían los caballos de soberbias cabezas arrastrando carros vacíos y llorando por los aurigas que ahora yacían en el suelo, más amados por los buitres que por sus propias esposas. Hasta la tumba de Ilo, en mitad de la llanura, Agamenón fue empujando a los troyanos, y luego todavía más allá, haciéndolos huir hasta debajo de las murallas, delante de las puertas Esceas: hasta allí los persiguió, corriendo y gritando, con las manos teñidas de sangre. Los troyanos huían y parecían vacas enloquecidas que hubieran percibido el olor del león. Héctor tuvo que saltar del carro y ponerse a gritar, exhortando a los suyos a la batalla. Durante un tiempo éstos interrumpieron su huida y se dispusieron, nuevamente, en orden para luchar. Los aqueos cerraron filas. Los dos ejércitos estaban de nuevo el uno frente al otro, mirándose a los ojos.

El primero en lanzarse al ataque fue, otra vez, Agamenón. Salió a su encuentro Ifidamante, hijo de Anténor, grande y valeroso, crecido en la fértil tierra de Tracia. Agamenón le arrojó la lanza, pero erró el tiro, y la punta de bronce acabó dando en la nada. Entonces Ifidamante, a su vez, empuñó la lanza y lanzándose sobre Agamenón lo golpeó: la punta penetró bajo la coraza y se clavó en el cinturón. Ifidamante empujó con todas sus fuerzas, para que penetrara más allá del cuero, en la carne. Pero el cinturón de Agamenón tenía herretes de plata y la plata no cedía: Ifidamante lo intentaba con codas sus fuerzas, pero no conseguía taladrarlo. Entonces Agamenón aferró con sus manos aquella lanza y, rabioso como un león, se la arrebató a Ifidamante y, en cuanto lo tuvo desarmado de este modo, cogió la espada y lo hirió justo aquí, en el cuello, y le quitó la vida. Así fue como cayó aquel infeliz y se durmió con un sueño de bronce. No lejos de él estaba su hermano, su hermano mayor. Se llamaba Coón. Vio a Ifidamante caer y un tremendo dolor le nubló los ojos. Entonces se acercó a Agamenón, pero sin dejarse ver, y por sorpresa lo hirió con la lanza, justo por debajo del codo: la punta reluciente de la pica atravesó la carne de parte a parte. Agamenón se estremeció, pero no huyó: vio que Coón se marchaba arrastrando el cuerpo de su hermano, sujetándolo por los tobillos, y se lanzó sobre él, y con una lanzada por debajo del escudo, lo traspasó. Se desplomó Coón, encima mismo del cuerpo de su hermano. Y allí encima Agamenón le levantó la cabeza y con un golpe de espada se la cercenó. Así fue como los dos hijos de Anténor, uno junto a otro, cumplieron su destino, descendiendo a la morada de Hades.

Agamenón siguió luchando, en medio de la multitud, pero su herida sangraba y el dolor se iba haciendo cada vez más insoportable. Al final llamó a su auriga para que fuera en su auxilio y, subiéndose al carro, le ordenó que fustigara a los caballos hasta las cóncavas naves. Con la angustia en su corazón, les gritó nuevamente a los aqueos, con todas las fuerzas que todavía le quedaban: «Luchad por mí y defended nuestras naves.» Luego el auriga fustigó a los caballos de hermosas crines y, de un brinco, éstos emprendieron el vuelo, con el pecho cubierto de espuma y manchado de polvo; emprendieron el vuelo y llevaron al dolorido rey lejos de la batalla.

«¡Tróvanos, se ha marchado el que hoy era el más fuerte!», se puso a gritar Héctor. «Ahora nos toca a nosotros ganar nuestra gloria. Fustigad a los caballos y lanzaos sobre los aqueos. Nos aguarda la más grande de las victorias.» Y los arrastró a todos tras de sí, irrumpiendo en la lucha como un viento de tempestad cuando se abate sobre el mar violáceo. Era un espectáculo digno de verse: las cabezas de los guerreros aqueos, una tras otra, rodaban bajo su espada. El primero en morir fue Aseo, y luego Autónoo y Opites, y luego Dólope, hijo de Clito; y Ofelrio y Agelao, Esimno, Oro y el valeroso Hipónoo. Y muchos otros sin nombre, en medio de la muchedumbre. Rodaban las cabezas como ruedan las enormes olas con el vendaval, cuando alta rebulle la espuma del mar, bajo el viento impetuoso. Aquello era el fin. Parecía el fin para nosotros. En medio de la huida de los aqueos, se detuvo Ulises y, al ver no lejos de él a Diomedes, empezó a gritarle: «¡Maldita sea, Diomedes! ¿Qué está pasando? ¿Nos hemos olvidado de nuestra fuerza y nuestro coraje? Ven aquí y lucha a mi lado, ¿no será que quieres huir?» «Yo no huyo», le respondió Diomedes, mientras con una lanzada suya derribaba del carro a Timbreo, matándolo. «Yo no huyo, pero sin la ayuda del cielo no vamos a salir vivos de aquí.» Se pusieron a combatir juntos y parecían dos jabalíes soberbios, lanzados con rabia sobre una jauría de perros de caza. Los aqueos, al verlos, recuperaron el coraje y durante un tiempo la suerte de la batalla pareció haber cambiado. Pero también Héctor los vio. Y gritando se lanzó entre las filas, hacia ellos. «La desgracia se nos viene encima», dijo Diomedes a Ulises. «Detengámonos y esperémosla aquí. Si es a nosotros a quienes busca, nos defenderemos.» Esperó a que Héctor estuviera bastante cerca, apuntó a su cabeza y le arrojó su lanza de alargada sombra. La punta de bronce golpeó la parte de encima del yelmo, rebotó hasta dar en el suelo. Héctor dio un paso atrás y cayó de rodillas, aturdido por el impacto. Y mientras Diomedes corría para recuperar su lanza, consiguió levantarse, subirse a su carro y huir entre los suyos.

«¡Maldito seas, perro! Has conseguido escapar otra vez a la muerte», le gritó Diomedes. «Pero yo te digo que la próxima vez te mataré, si es que los dioses me ayudan como hoy te han ayudado a ti.» Y empezó a matar a todo aquel que se le ponía a tiro. No se habría detenido si no hubiera sido porque París, desde lejos, lo vio. Estaba resguardado tras una columna, en el sepulcro de Ilo: tensó su arco y disparó. La flecha acertó a Diomedes en el pie derecho, le atravesó la carne y se clavó en el suelo.

«¡Te he dado, Diomedes!» Había salido París de su escondite y ahora estaba gritando, y riéndose. «Lástima que no te haya dado en todo el vientre, los troyanos habrían dejado de temblar delante de ti.» Se reía.

«Arquero bellaco», le respondió Diomedes, «estúpido mujeriego. Ven aquí a luchar conmigo, en vez de usar desde lejos tus flechas. Me haces un rasguño en el pie y te jactas de ello. Pero mírame, tu herida no me importa lo más mínimo, es como si me hubiera herido una mujer, o un mocoso. ¿No te han enseñado que las flechas de los cobardes están siempre sin punta? No lo está mi lanza, que cuando acierta, mata; las mujeres se convierten en viudas; los hijos, en huérfanos; y los padres, en cuerpos que se pudren para los buitres.» Eso fue lo que gritó. Entretanto, Ulises se interpuso entre él y los troyanos, para protegerlo. Diomedes se sentó en el suelo y se arrancó de la carne la flecha ensangrentada. Fue tremendo el dolor que sintió en su cuerpo. De manera que tuvo que subir a su carro, con el corazón lleno de angustia, y retirarse de la batalla.

Tras ver cómo se alejaba, Ulises se dio cuenta de que se había quedado solo, abandonado por el amigo y por todos los guerreros aqueos, que habían huido a causa del miedo. A su alrededor sólo quedaban troyanos: eran como los perros que rodean al jabalí que acaba de salir del bosque. Y Ulises tuvo miedo. Podía escapar. Pero no lo hizo. De un brinco, saltó sobre Deyopites y lo hirió. Luego mató a Toón, y a Ennomo, y a Quersidamante. De una lanzada hirió también a Cárope, y estaba acabando con él cuando llegó corriendo su hermano, Soco, para defenderlo. Soco le arrojó su lanza y la punta de bronce atravesó el escudo de Ulises y fue a hundirse en la armadura, desgarrando la piel del costado. Ulises retrocedió. Se dio cuenta de que había sido herido. Levantó su lanza. Soco se había dado ya la vuelta para huir. Ulises lanzó su arma y la punta de bronce se le clavó a Soco entre los hombros, atravesándole el pecho. «No serán ni tu padre ni tu madre los que te cierren los ojos», dijo Ulises. «Serán las aves las que te los desgarren, bajo un espeso aleteo.» Luego agarró con las dos manos la lanza de Soco y se la arrancó de la carne. Sintió un tremendo dolor y vio cómo la sangre manaba de la herida. Lo vieron también los troyanos e, incitándose los unos a los otros, cerraron filas en torno a él. Entonces Ulises gritó. Por tres veces, con todas las fuerzas que le quedaban en su cuerpo gritó: ayuda. Ayuda. Ayuda.

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