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Ulises

Le hicimos hablar. Queríamos saber dónde estaba Héctor, dónde tenía las armas y los caballos, y qué había planeado, si atacar de nuevo o retirarse a la ciudad. Dolón tenía miedo. Nos lo contó todo, sin escondernos nada. Dijo que Héctor estaba reunido en consejo con todos los sabios, junto a la tumba de Ilo. Y nos describió el campamento y cómo estaban desplegados los troyanos y sus aliados. Los fue nombrando uno a uno y nos dijo dónde estaban. Y quiénes velaban y quiénes dormían. Al final exclamó: «Basta ya de preguntas. Si lo que queréis es infiltraros allí dentro y atacar a alguien, entonces id hacia los tracios, han llegado hace poco y están aislados, en el flanco descubierto. Y Reso, el rey, está allí en medio de todos. Combate con armas de oro, espléndidas, maravillosas para la vista: las armas de un dios, no las de un hombre. Yo he visto sus caballos, grandes, hermosísimos, más blancos que la nieve y veloces como el viento; su carro está adornado con oro y plata. Atacadle a él. Y ahora llevadme a vuestras naves y atadme allí, hasta vuestro regreso, hasta que sepáis si os he engañado o no.»

Diomedes

Se creía que así iba a librarse, ¿entendéis? «¿Pensabas que ibas a librarte así, Dolón? Olvídate de ello. Nos has dicho un montón de cosas útiles, gracias. Pero por desgracia lo que ocurre es que estás en mis manos. Si te dejo escapar, ¿sabes qué sucederá? Que mañana volveré a encontrarte por aquí, espiándonos o, peor aún, te encuentro de nuevo frente a mí en la batalla, completamente armado y con la intención de matarme. Si, por el contrario, te aplasto ahora mismo, mañana no sucederá nada de esto.» Y con la espada voy y le corto la cabeza limpiamente. Todavía hablaba por esa boca, y tendía una mano hacia mí, suplicándome. Y yo, con la espada le corto la cabeza, y ia miro rodar por el polvo. Todavía veo, como si fuera ahora mismo, a Ulises recogiendo aquel cuerpo, levantándolo en vilo y ofreciéndoselo a Atenea: «Es por ti, diosa del pillaje», y luego lo cuelga de un tamarisco, y ata a su alrededor cañas y ramas floridas, para que, al volver después de nuestra empresa, ¡pudiéramos volver a encontrarlo y llevar hasta el campamento nuestro trofeo!

Ulises

Echamos a correr, entre los cadáveres y las armas abandonadas, y con la sangre, por todas partes, negra, hasta que llegamos al campamento de los tracios. Dolón no nos había mentido. Estaban todos durmiendo, extenuados por el cansancio. Habían dejado las armas en el suelo, junto a ellos, bien ordenadas, en tres filas. Cada guerrero tenía a su lado un par de caballos. Justo en medio de ellos dormía el rey Reso. Sus magníficos caballos estaban atados por las riendas en el extremo del carro.

Diomedes

Entonces Ulises me dice: «Diomedes, míralo, es él, es Reso, y ésos son los caballos de los que nos hablaba Dolón. Ya es hora de que utilices las armas que has traído hasta aquí. Ocúpate tú de los hombres, que yo me ocuparé de los caballos.» Eso es lo que me dice. Y yo levanto la espada y empiezo a matar. Dormían todos, ¿sabéis? Parecía un león que se topa con un rebaño sin pastor, y que se lanza en medio, furibundo… Los voy matando uno tras otro, y sangre por todas partes; uno tras otro, y así mato hasta doce. Y cada vez que muere uno, veo a Ulises que lo coge por los pies y que lo quita de en medio; fíjate tú qué cerebro tiene este hombre: sacaba de en medio los cadáveres, los escondía porque estaba ya pensando en los caballos de Reso, acababan de llegar a la batalla, no estaban acostumbrados a los cadáveres y la sangre, de manera que, fíjate tú qué cerebro, él iba limpiando el camino para poder llevárnoslos sin que se pusieran nerviosos al encontrarse con un muerto entre los cascos; o el rojo de la sangre, en los ojos. Este Ulises… Bueno, pues al final me planto delante de Reso. Estaba durmiendo, y soñaba. Tenía una pesadilla, hablaba y se movía; yo creo que estaba soñando conmigo, estoy seguro de ello: estaba soñando con Diomedes, hijo de Tideo, nieto de Éneo, y su sueño lo mató, con la espada lo maté, mientras Ulises suelta los caballos de robustas pezuñas y los azuza fustigándolos con el arco, porque no llevaba fusta, nada; para hacer avanzar los caballos tenía que utilizar el arco, fíjate tú, y con eso los va haciendo avanzar. Luego va y me silba desde lejos, porque quiere que nos marchemos de allí, cuanto antes mejor; me silba pero yo no sé qué hacer, y es que allí en medio está el carro, el fantástico carro de Reso, de oro y de plata, podría cogerlo por el timón, o levantado a pulso, podría hacerlo, pero Ulises me llama; sí me quedo tendré que seguir matando y no está nada claro que vaya a salir vivo de allí; me gustaría matar, seguir matando; veo a Ulises saltando a la grupa del caballo, sujeta las riendas con la mano, me mira, al diablo con el carro, al diablo los tracios, fuera de ahí, antes de que sea demasiado tarde; a la carrera alcanzo a Ulises, salto a la grupa del caballo y nos marchamos de ahí, él y yo, veloces hacia las veloces naves de los dánaos.

Ulises

Cuando llegamos al lugar en el que habíamos matado a aquel espía, aquel hombre llamado Dolón, detuve los caballos. Diomedes desmontó, cogió el cuerpo ensangrentado y me lo pasó. Luego volvió a subirse al caballo y galopamos hasta la fosa, y el muro, y nuestras naves. Cuando llegarnos, todos se arremolinaron a nuestro alrededor, gritaban, nos estrechaban las manos, querían saber. Se notaba que Néstor, el anciano, había tenido miedo de no volver a vernos nunca más. «Ulises, cuéntanos, ¿dónde habéis cogido estos caballos?, ¿habéis ¡do a robárselos a los troyanos o bien os los ha regalado un dios? Parecen rayos del sol, de verdad. Yo, que siempre estoy en medio de todos los troyanos -porque yo no me quedo en las naves esperando, aunque sea un viejo-, pues bien, yo nunca había visto antes caballos como ésos en el campo de batalla.» Y yo se lo expliqué, porque ése es mi destino, y no me callé nada: el espía, Reso, los trece hombres muertos por Diomedes, los magníficos caballos. Al final, volvimos todos al otro lado de la fosa y yo acompañé a Diomedes a su tienda. Atamos los caballos en el pesebre, junto a sus caballos, y les dimos un riquísimo trigo. Luego él y yo nos metimos en el mar, para lavarnos en el agua la sangre y el sudor de las piernas, de los muslos, de la espalda. Y en cuanto las olas del mar nos hubieron lavado, entramos en las bien pulidas bañeras para descansarnos y confortar el corazón. Una vez limpios y ungidos con aceite de oliva, nos sentamos para el banquete, finalmente, y bebimos un vino dulcísimo.

Diomedes

Aquel espía, aquel cuerpo suyo ensangrentado, Ulises lo depositó en la popa de la nave. «Es para ti, Atenea, diosa del pillaje.»

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