Литмир - Электронная Библиотека

NÉSTOR

Vimos a Héctor salir por las puertas Esceas, corriendo. Pensábamos que había vuelto para luchar, pero la verdad es que hizo algo extraño. Corría por delante de la primera fila de los suyos, manteniendo la lanza bajada, para ordenarles que se detuvieran. Entonces también Agamenón nos dio órdenes a nosotros, los aqueos, para que bajáramos las armas. Los dos ejércitos se encontraron frente a frente, de repente, en silencio, casi inmóviles: parecía el mar cuando sopla el primer viento, y apenas se riza. En medio de ese mar se situó Héctor, y en voz alta habló:

«Escuchadme, troyanos, y vosotros, aqueos: voy a deciros lo que anida en mi corazón. Los dioses nos engañan con sus promesas, pero luego lo único que hacen es condenarnos a sufrimientos y desgracias. Y todo seguirá igual hasta que Troya venza o sea conquistada. Y por ello yo os digo: si hay algún príncipe aqueo que tenga el valor de luchar en un duelo contra mí, lo desafío. Hoy quiero ir a! encuentro de mi destino.» Los ejércitos permanecieron en silencio. Nosotros, los príncipes aqueos, nos miramos a los ojos: se veía que teníamos miedo de aceptar el desafío, pero nos avergonzaba rechazarlo. Al final, se escuchó la voz de Menelao, furibunda.

«Pero, bueno, ¿qué sois, aqueos, unas mujercitas?, ¿no pensáis en la vergüenza si nadie de nosotros acepta el desafío? Desgraciados, hombres sin audacia y sin gloria, yo lucharé, por vosotros, y ya decidirán los dioses a quién corresponde la victoria.» Y cogió las armas y avanzó. Sabíamos que no tenía esperanzas, que Héctor era demasiado fuerte para él. Así que lo detuvimos. Agamenón, su hermano, lo cogió por la mano y le habló en voz baja, con dulzura. «Menelao, no cometas esta locura. No te enfrentes en un duelo con un hombre que es más fuerte que tú. Hasta Aquiles teme enfrentarse a Héctor, ¿y quieres hacerlo tú? Detente, deja que enviemos a otro.» Menelao sabía en lo más profundo de su corazón que Agamenón no mentía. Lo escuchó con atención y obedeció: dejó que los escuderos le sacaran las armas de los hombros. Entonces yo miré a todos los demás y les dije: «¡Ay de mí, qué dolor aflige al pueblo aqueo! Cuántas lágrimas derramarían nuestros padres si supieran que frente a Héctor temblamos todos. Ay, ojalá fuera joven todavía, y fuerte, yo no tendría miedo, os lo juro, y contra mí tendría que batirse Héctor. Vosotros tenéis miedo, yo no lo tendría.» Entonces nueve se adelantaron: en primer lugar, Agamenón, y luego Diomedes, los dos Ayantes, Idomeneo, Meríones, Eurípilo, Toante y, finalmente, Ulises. Ahora todos querían combatir. «La suerte lo decidirá», dije. Y dentro del yeimo de Agamenón hice que pusieran nueve fichas, cada una con el símbolo de uno de ellos. Removí el yelmo y extraje una. Miré el símbolo. Luego fui hacia Ayante de Telamón, el único de nosotros que tenía alguna esperanza enfrentándose contra Héctor, y se la d¡. El la miró. Comprendió. Y tirándola al suelo, dijo: «Amigos, mía es la suerte, mía es la fortuna, y mi corazón sonríe, porque aplastaré al glorioso Héctor. Dadme mis armas y rezad por mí.»

Se vistió con el bronce cegador. Y cuando estuvo preparado fue al encuentro de Héctor, a grandes pasos, terrible, agitando la lanza en alto, sobre su cabeza, con una feroz expresión en su rostro. Al verlo, los troyanos temblaron, todos, y sé que hasta Héctor sintió cómo su corazón enloquecía, en su pecho. Pero a esas alturas ya no podía escaparse, había lanzado un desafío, y ya no podía echarse atrás. «Héctor», se puso a gritar Ayante, «ya va siendo hora de que descubras qué héroes existen entre los aqueos, aparte de Aquiles el exterminador. Ahora, está en su tienda el corazón de león, pero como ves, nosotros también somos capaces de luchar contra ti.»

«Cállate ya de una vez», le respondió Héctor, «y combate.» Blandió la lanza y la arrojó. La punta de bronce dio de lleno en el enorme escudo de Ayante, partió la lámina de bronce y luego, una tras otra, las siete capas de cuero, y en la última acabó deteniéndose, justo en la última, antes de salir y herir. Entonces fue Ayante el que arrojó su lanza, que partió el escudo de Héctor, pero Héctor se desvió hacia un lado y esto fue lo que lo salvó: la punta de bronce lo rozó tan sólo, llegó a desgarrarle la túnica, pero no lo hirió. En ese momento ambos arrancaron las lanzas de los escudos y se lanzaron el uno contra el otro, como leones feroces. Ayante se protegía bajo su enorme escudo, Héctor golpeaba pero no conseguía alcanzarlo. Cuando se cansó, Ayante se puso al descubierto y le dio con la punta de la lanza, de refilón, en el cuello: vimos salir la negra sangre de la herida. Otro en su lugar se hubiera detenido. Pero Héctor no: se agachó para recoger una piedra del suelo, enorme, áspera, negra, y luego la lanzó contra Ayante. Se oyó cómo resonaba el escudo -el eco del bronce-, pero Ayante encajó el golpe, y levantó una piedra a su vez, todavía más grande, la hizo voltear en el aire y luego la lanzó con una terrible violencia: el escudo de Héctor salió volando, Héctor cayó hacia atrás, pero volvió a levantarse, inmediatamente, y entonces empuñaron las espadas y se lanzaron el uno contra el otro, gritando…

Y el sol se puso.

Fue por ello por lo que dos heraldos, uno aqueo y el otro troyano, se interpusieron para separarlos porque, incluso en el campo de batalla, conviene obedecer a la noche. Ayante no quería detenerse. «Es Héctor quien debe decidir, fue él quien lanzó el desafío.» Y Héctor decidió. «Suspendamos por hoy la lucha», dijo. «Eres fuerte, Ayante, y tu lanza es la más fuerte entre todas las de los aqueos. Harás felices a tus amigos y compañeros si regresas, vivo, esta noche a tu tienda. Y yo haré felices a los hombres y las mujeres troyanos, quienes me verán regresar, vivo, a la gran ciudad de Príamo. Ahora intercambiemos valiosos presentes, para que todos puedan decir: Se han batido en un duelo cruel, pero se han separado en armonía y en paz.» Así habló. Y le ofreció como regalo a Ayante una espada tachonada de plata, con vaina y cinturón perfectos. Y Ayante, a él le regaló un cinturón resplandeciente de púrpura.

Esa noche, en el banquete con el que festejamos a Ayante, dejé que todos bebieran y comieran y, luego, cuando los vi cansados, les pedí a los príncipes que me escucharan. Era el más anciano y ellos respetaban mi sabiduría. Así que les dije que teníamos que pedirles a los troyanos un día de tregua, para que nosotros y ellos pudiéramos retirar a nuestros muertos del campo de batalla. Y les dije que teníamos que aprovechar ese día para construir alrededor de nuestras naves un muro, alto, y un gran foso, para protegernos de un ataque de los troyanos.

«¿Un muro? ¿Para qué necesitamos muros, si ya tenemos nuestros escudos?», dijo Diomedes. «Yo los muros los derribo no los construyo», dijo. A nadie le gustaba esa idea. Hubo hasta quien dijo: «Pensad en cómo se jactará Aquiles cuando sepa que sin él tenemos tanto miedo que nos encerramos detrás de un muro.» Se reían, pero la verdad es que eran jóvenes, y los jóvenes tiene una idea vieja de la guerra: honor, belleza, heroísmo. Como el duelo entre Héctor y Ayante: los dos príncipes que antes intentaban matarse ferozmente y luego se intercambiaban presentes. Yo ya era demasiado viejo para creer todavía en aquellas cosas. Esa guerra la ganamos con un caballo de madera, descomunal, relleno de soldados. La ganamos gracias al engaño, no con la lucha a pecho descubierto, leal, caballeresca. Y esto a ellos, a los jóvenes, nunca les gustó. Pero yo era viejo. Ulises era viejo. Nosotros sabíamos que vieja era la larga guerra que estábamos librando, y que un día la ganaría aquel que fuera capaz de librarla de una manera nueva.

Esa noche nos fuimos a dormir sin tomar ninguna decisión y al despertarnos recibimos una embajada de ¡os tróvanos. Vino Ideo y nos dijo que ya que los troyanos habían reiniciado las hostilidades tras el duelo entre París y Menelao, rompiendo los sagrados pactos, ahora estaban dispuestos a hacernos justicia restituyendo todas las riquezas que Paris se había llevado de Argos junto con Helena. A la mujer no, pero las riquezas sí. Y dijo que añadirían espléndidos regalos, para compensarnos por la traición. Tenían miedo de que los dioses no les perdonaran su falta de lealtad, ¿comprendéis? Diomedes se levantó y dijo: «Ni aunque nos devolvieran a Helena en carne y hueso deberíamos cejar, amigos. Hasta un idiota comprendería que a estas alturas el fin de Troya está cerca.» Y todos aplaudimos, en ese momento sentíamos que tenía razón. De manera que Agamenón respondió a Ideo que rechazábamos la oferta. Y luego acordó una tregua de un día, para que nosotros y los troyanos pudiéramos recuperar a nuestros muertos, y entregarlos a las llamas, según el rito. Y así fue.

Qué extraño día de guerra. En ¡a gran llanura, bajo el sol que iluminaba los campos, deambulaban los aqueos y los troyanos, entremezclándose, mientras buscaban a sus muertos. Se agachaban sobre los cuerpos deformes, lavaban la sangre con agua para poder reconocer los rostros de los mismos, y luego llorando los cargaban en los carros. En silencio, con el corazón dolorido, los amontonaban en las piras, y permanecían allí mirando las altas llamaradas que quemaban a quienes, hasta el día antes, habían luchado a su lado.

Cuando el sol empezó a descender, reuní alrededor de la pira funeraria a un grupo de aqueos: y les hice construir un muro, el muro tan odiado, con torres altas y seguras, y anchas puertas para dejar entrar y salir a nuestros guerreros. Lo hice construir alrededor de las naves. E hice excavar una profunda fosa, frente al muro, para mantener alejados a los carros troyanos. Y sólo cuando todo estuvo terminado nos retiramos a las tiendas para recibir el regalo del sueño. Durante la noche, Zeus lanzó terribles truenos desde el cielo, y era un sonido de desgracia que nos dejó pálidos de terror.

Al amanecer del día siguiente, tomamos alimentos, deprisa, y luego nos colocamos las armas. Los troyanos salieron de la ciudad y vinieron a nuestro encuentro con un inmenso estruendo. En mitad de la llanura ambos ejércitos se embistieron, con furor de escudos, de lanzas, de corazas de bronce, entre gemidos y gritos, en el dolor de los que morían y el triunfo de los que mataban, mientras la tierra se manchaba de sangre. Desde el amanecer hasta entrado el día volaron los golpes de una parte a la otra, pero cuando el sol estuvo en lo alto en mitad del cielo, entonces la suerte de la batalla sonrió a los troyanos. Vi cómo a mi alrededor todos empezaban a retroceder, y luego a huir. Pensé en girar yo también mi carro, como todos, pero una flecha lanzada por París se le clavó a uno de mis caballos en mitad de la frente. Se encabritó por el dolor, y luego cayó al suelo arrastrando a los otros dos. Con la espada le corté las bridas y a punto estaba de llamar a los otros caballos, cuando vi que se me echaba encima Héctor, sobre su carro lanzado en medio de la contienda. Era hombre muerto. Vi a Ulises, no lejos de mí, estaba huyendo, él también, y entonces me puse a gritar: «Ulises, ¿adonde huyes?, ¿quieres que te maten con una lanza clavada en la espalda? ¡Cobarde, ven aquí a ayudarme!» Pero el paciente, el glorioso Ulises no quiso escucharme, y siguió corriendo, hacia las naves. Fue Diomedes quien vino a salvarme. Llegó veloz en su carro y me hizo subir junto a él. Cogí las riendas y lancé los caballos hacia Héctor. Y cuando estuvimos lo bastante cerca, Díomedes le arrojó la lanza, con todas sus fuerzas. Cuando vi que la lanza no daba en el blanco, supe que teníamos la suerte en contra y que era mejor huir de allí. «¿Huir yo?», me dijo Diomedes. «¿Y saber que luego irá Héctor por ahí, jactándose y diciendo que Diomedes huyó al verse frente a él?» Ya lo he dicho, los jóvenes aman el honor, y es así como pierden las guerras. "Diomedes, aunque lo diga no se lo creerán, porque la gente cree a los que ganan, no a los que pierden», y puse en fuga a los caballos, a través del tumulto, con la voz de Héctor difuminándose detrás de nosotros, profiriendo insultos.

11
{"b":"92855","o":1}