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Nos rentamos hasta la fosa y allí nos detuvimos. Héctor nos acosaba, con todo su ejército; el refreno estaba lleno de guerreros, y de carros, y de caballos. Agamenón gritaba, incitando a los aqueos, y todos los héroes luchaban, codo con codo. Me acuerdo de Teucro, el arquero, que se escondía tras el escudo de Ayante, y cuando éste bajaba el escudo, él apuntaba y disparaba contra la muchedumbre troyana. No fallaba ni un disparo. Caían los troyanos, uno tras otro, traspasados por sus flechas. Todos nos pusimos a gritarle que tirara a Héctor, que le apuntara a él: «No consigo darle a ese perro feroz», decía, dos veces lo había intentado, y por dos veces había fallado. No tuvo tiempo de intentarlo una tercera. Héctor llegó hasta él y con una piedra lo golpeó en el hombro, el arco se le saltó de las manos, cayó al suelo; Ayante lo defendió con el escudo, dos hombres consiguieron cogerlo y llevárselo lejos de la furia de Héctor. Luchábamos, pero ya no conseguíamos frenarlos. Nos fueron empujando hasta el interior de la fosa y luego contra el muro. Héctor no paraba de gritar: «¡Piensan que van a detenernos con un muro, pero nuestros carros volarán sobre ese muro y no se detendrán hasta que lleguen a sus naves y al fuego que las devorará!» Nada podía salvarnos. Nos salvó el sol. Descendió sobre el océano trayendo la noche sobre la tierra fecunda. Lo vieron ponerse, con rabia, los ojos de los troyanos. Con alegría, los nuestros. También la guerra obedece a la noche.

Nosotros nos retiramos, tras el muro, en las tiendas, frente a las naves. Pero Héctor, por primera vez en nueve largos años de guerra, no llevó a sus tropas dentro de las murallas de la ciudad. Ordenó a los suyos que acamparan allí, al pie del muro. Hizo que trajeran desde la ciudad bueyes y gruesas ovejas y dulce vino y pan y leña para las altas hogueras. El viento nos traía el olor de los sacrificios. Y nosotros, que desde lejos habíamos venido para sitiar una ciudad, acabamos siendo ciudad sitiada. Durante toda la noche ardieron por millares, bajo nuestros ojos, las hogueras de los troyanos, llenos de orgullo. Brillaba como brillan las estrellas y la luna, en las noches de cielo abierto, cuando iluminan las cimas de los montes y los valles, calentando de alegría el corazón del pastor. En el resplandor de las llamas veíamos las sombras de los troyanos poblando la noche, a la espera de la Aurora de bellísimo trono.

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