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Eurípilo mató a Hipsénor, sacerdote del Escamandro, venerado por todo el pueblo como a un dios; lo persiguió cuando intentaba huir y al alcanzarlo lo hirió con la espada en un hombro, cercenándole el brazo. Cayó al suelo el brazo ensangrentado, y hasta los ojos del héroe descendieron la muerte purpúrea y un destino implacable.

Pándaro

Huíamos y al huir encontrábamos la muerte. Lo peor llegó cuando apareció Diomedes, el hijo de Tideo, en el centro mismo de la contienda. Diomedes, valeroso príncipe aqueo: las armas refulgían sobre sus hombros y su cabeza, brillaba como brilla el astro de otoño surgiendo del océano. Había bajado del carro y se movía con furia en la llanura, igual que un torrente desbordado por las lluvias. Ni siquiera podíamos saber si estaba entre los aqueos o entre nosotros, los tróvanos: era un río que había roto los márgenes y corría velozmente destruyéndolo todo a su paso. Nada parecía detenerlo: lo veía combatir y era como si un dios hubiera decidido combatir a su lado. Entonces cogí mi arco, una vez más. Tensé el nervio de buey, con todas mis fuerzas, y disparé. Le dí de lleno en el hombro derecho, sobre la hoja de la coraza. La flecha entró en la carne y la traspasó de parte a parte. Su coraza se manchó de sangre. Yo grité: «¡Al ataque, troyanos, Diomedes está herido, le he dado!» Pero vi que no se doblegaba, que no caía. Hizo que uno de sus compañeros le arrancara la flecha del hombro: su sangre salpicó la coraza y por doquier. Y luego lo vi regresar a la contienda, para buscarme: como un león que, al ser herido, no muere sino que, por el contrario, triplica su furia. Se lanzó sobre los troyanos como sobre un rebaño de ovejas aterrorizadas. Lo vi matar a Astínoo y a Hipirón: al primero le clavó la lanza en el pecho, al segundo le cortó un brazo con la espada. Ni siquiera se detuvo para recoger sus armas y se puso a perseguir a Abante y Poliído. Eran los dos hijos de Euridamante, un viejo que sabía interpretar los sueños: pero no supo leer los de sus hijos, el día en que partieron, y Diomedes a ambos aniquiló. Lo vi correr hacia Janto y Toón, los únicos hijos que tenía el viejo Fénope: Diomedes se los arrebató, dejándolo sólo con sus lágrimas y su luto. Lo vi abatir a Equemón y Cronio, hijos de Príamo. Se lanzó contra su carro como los leones se abalanzan sobre los toros para destrozarles el cuello, y los mató.

Fue en ese momento cuando Eneas vino en mi busca. «Pándalo», me dijo, «¿dónde está tu arco?, ¿y tus flechas aladas?, ¿y tu fama? ¿Has visto a ese hombre que se lanza con furia en la disputa, matando a todos nuestros héroes? Tal vez es un dios irritado con nosotros. Coge una flecha y clávasela como sólo tú eres capaz.» «No sé si es un dios», respondí. «Pero ese yelmo empenachado, el escudo y esos caballos yo los conozco: son del hijo de Tideo, Diomedes. Yo ya le he disparado una flecha, pero se le ha clavado en el hombro y él ha vuelto a luchar. Creía que lo había matado y en cambio… Este maldito arco mío hace correr la sangre de los aqueos, pero no los aniquila. Y yo no tengo caballos, ni carro al que subirme para combatir.» Entonces Eneas me dijo: «Luchemos juntos. Sube a mi carro, coge las riendas y la fusta y llévame cerca de Diomedes. Yo bajaré del carro para batirme con él.» «Coge tú las riendas», le respondí. «En caso de que nos viéramos obligados a huir, los caballos nos alejarán más veloces si es tu voz la que los guía. Lleva tú el carro y déjanos a mí y a mi lanza la tarea de combatir.» De este modo subimos al carro resplandeciente y, llenos de furor, lanzamos los veloces caballos contra Diomedes. Eran los mejores caballos que nunca se habían visto bajo la luz del sol: pertenecían a una estirpe que el mismo Zeus había creado para hacerle una ofrenda a Troo. En el campo de batalla, causaban terror. Pero Diomedes no se asustó. Nos vio llegar y no huyó. Cuando estuvimos frente a él, le grité: «Diomedes, hijo de Tideo, no te ha doblegado mi flecha veloz, mi dardo amargo. Entonces te doblegará mi lanza.» Y se la arrojé. Vi la punta de bronce traspasarle el escudo y darle en la coraza. Entonces volví a gritar: «He vencido, Diomedes, te he dado en el vientre, te he traspasado de lado a lado.» Pero él, sin miedo, me dijo: «Crees que me has dado, pero has fallado el tiro. Y ahora no saldrás vivo de aquí.» Levantó su lanza y la arrojó. La punta de bronce entró cerca del ojo, pasó a través de los dientes blancos, cortó la lengua limpiamente, por la base, y salió por el cuello. Y yo caí del carro -yo, un héroe- y resonaron sobre mí las armas resplandecientes, brillantes. La última cosa de la que guardo recuerdo son los veloces, terribles caballos corcoveando de lado, nerviosos. Luego la fuerza me abandonó y, con ella, la vida.

Eneas

La punta de bronce entró cerca del ojo, pasó a través de los dientes blancos, cortó la lengua limpiamente, por la base, y salió por el cuello. Cayó Pándaro, el héroe, y resonaron sobre él las armas resplandecientes, brillantes. La fuerza lo abandonó y, con ella, la vida. Sabía que tenía que llevármelo de allí, que no debía permitir que los aqueos se quedaran con su cuerpo y sus armas. De manera que salté del carro y me quedé de píe, junto a él, sujetando la lanza y el escudo, y gritando contra todos los que se acercaban. Me encontré frente a Diomedes. Hizo algo increíble. Levantó en vilo una piedra que ni dos hombres juntos, lo juro, podrían haber levantado. Y, pese a todo, él lo hizo, la levantó sobre su cabeza y la tiró contra mí. Me golpeó en la cadera, donde el muslo se curva. La piedra cortante me sajó la piel y me seccionó los tendones. Caí de rodillas, apoyé una mano en el suelo, sentí una noche tenebrosa descender sobre mis ojos y de pronto descubrí cuál iba a ser mi destino: no morir nunca. Oí que Diomedes se abalanzaba sobre mí, para matarme y arrancarme las armas; noté por tres veces que llegaba y, sin embargo, seguía estando vivo. Combatían, a mi alrededor, mis compañeros mientras le gritaban: «Diomedes, ¿acaso crees que eres un dios inmortal?» Oí la voz de Acamante, que era el caudillo de los tracios, gritando: «Hijos de Príamo, ¿no veis que Eneas os necesita? ¿Hasta cuándo permitiréis que los aqueos maten a vuestros hombres? ¿Es que dejaréis que os acorralen hasta las murallas de la ciudad?» Y mientras alguien me arrastraba hacia arras, oí la voz de Sarpedón, el jefe de los licios, que gritaba: «Héctor, ¿qué ha sido de tu coraje? Decías que salvarías a tu ciudad sin la ayuda de tus aliados, tú solo, tú y tus hermanos. Pero no veo aquí a ninguno de vosotros combatir, sino que permanecéis agazapados como perros en torno a un león. Y a nosotros, vuestros aliados, nos toca llevar el peso de la batalla. Mírame, vengo de muy lejos, aquí no hay nada mío que los aqueos puedan arrebatarme y llevarse, y sin embargo incito a mis soldados para que defiendan a Eneas y luchen contra Diomedes. Y tú, en cambio, ni te mueves ni ordenas a tus hombres que resistan. Acabaréis, vosotros y vuestra ciudad, siendo presa del enemigo.» Cuando abrí los ojos de nuevo, vi a Héctor, que saltaba del carro, y le vi blandir las armas y llamar a los suyos a la batalla. Las palabras de Sarpedón habían hecho mella en su corazón. Fue él quien enardeció la áspera batalla. Los troyanos finalmente se lanzaron sobre los aqueos. Los aqueos los esperaban, blanqueados por la polvareda que tos cascos de los caballos elevaban hacia el cielo. Esperaban sin miedo, quietos como las nubes que Zeus agrupa sobre las cumbres de un monte en una jornada de calma.

Yo soy Eneas, y no puedo morir. Por eso volví a verme en la batalla. Herido, pero no muerto. Salvado por un pliegue del manto reluciente de un dios, escondido a mis enemigos, y luego arrojado, de nuevo, en el corazón del combate, frente a Cretón y Orsíloco, valerosos guerreros que en la flor de su edad siguieron a los aqueos sobre ¡as negras naves para honrar a Agamenón y Menelao. Los maté con mi lanza, y cayeron igual que unos altísimos aberos. Los vio caer Menelao, y sintió piedad por ellos. Revestido de bronce brillante avanzó hacia mí, agitando la lanza. Llegó también Antíloco, para ayudarlo. Cuando los vi, juntos, retrocedí. Llegaron hasta los cuerpos de Cretón y Orsíloco, los cogieron, los depositaron en los brazos de sus compañeros y luego se lanzaron de nuevo a la lucha. Los vi atacar a Pilémenes: combatía sobre el carro mientras su auriga, Midón, conducía los caballos. Menelao lo atravesó con su lanza y lo mató. Midón intentó alejar el carro, pero Antíloco lo alcanzó con una piedra en el codo, y las riendas blancas, decoradas con marfil, se le escaparon de las manos y cayeron en el polvo. Dando un salto Antíloco lo hirió con la espada en la sien. Midón cayó del carro, los caballos lo echaron al suelo. Llegó entonces Héctor, llevando tras de sí a todos los troyanos. Los aqueos lo vieron llegar, y empezaron a retroceder, asustados. Héctor mató a Menesres y Anquíalo, sin embargo no logró llevarse sus cadáveres.

Y Ayante mató a Anfio, pero no pudo arrebatarle las armas. Uno frente a otro se encontraron Sarpedón, caudillo de los licios, y Tlepólemo, hijo de Hércules, noble y grande. Sus lanzas salieron despedidas a la vez. A Tlepólemo le dio de lleno en el cuello, de parte a parte traspasó la punta amarga: sobre los ojos del héroe descendió la noche tenebrosa.

Y a Sarpedón se le clavó en un muslo: la punta de bronce, ávida, penetró hasta el hueso. Los compañeros lo recogieron, sin arrancarle siquiera la lanza de la carne; pesaba la larga lanza, pero se lo llevaron de todas formas, de aquella manera. Y Ulises, al ver morir a su compañero Tlepólemo, se lanzó para acabar con Sarpedón. Mató a Cérano, y a Alástor, y a Cromio, y a Alcandro, y a Halio, y a Noemón, y a Prítanis. Habría seguido matando si no hubiera visto llegar a Héctor, de repente, revestido de bronce deslumbrante, terrorífico. «Héctor»f le gritó Sarpedón, desde el suelo, herido, «no me abandones en manos de los aqueos. Sálvame, déjame que muera, si es que rengo que morir, en tu ciudad.» Héctor, sin decir nada, pasó por delante de él, intentando mantener alejados a los enemigos. Al verlo, los aqueos empezaron a retroceder, sin darse a la fuga, pero dejando de luchar. Y Héctor, mientras avanzaba, mató a Teutrante y a Orestes, y a Treco, y a Enómao y a Heleno y a Oresbio. «¡Avergonzaos, aqueos!», se puso a gritar entonces Diomedes. «Cuando el glorioso Aquiles participaba en la guerra, los troyanos entonces ni siquiera se atrevían a salir de la ciudad, aterrorizados por él. ¡Y ahora en cambio permitís que vengan a luchar contra vosotros incluso junto a vuestras naves!» Esto es lo que gritaba. Y la batalla se extendió por todas partes, por toda la llanura: los guerreros se apuntaron los unos a los otros con sus lanzas de bronce, aquí y allá entre las aguas del Janto y del Simoente. Ayante fue el primero que se abalanzó para romper las filas de los troyanos. Asestó una lanzada a Acamante, el más valeroso entre las gentes de Tracia: la punta de la lanza se le clavó en la frente y penetró dentro del hueso; la tiniebla descendió sobre sus ojos.

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