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Escalábamos las quillas con las antorchas en la mano, para prender fuego a todo. Pero los aqueos se defendían fieramente. Era Ayante, otra vez él, quien los arengaba y los dirigía. Estaba en la popa, encima de una nave, y mataba a todo aquel que conseguía subirse o incluso sólo acercarse. Yo me fui directamente hacia él y cuando estuve lo bastante cerca le apunté y le arrojé mi lanza. La punta de bronce voló hacia lo alto pero erró su objetivo y le dio a un escudero, Licofrón. Vi que Ayante se estremecía. Luego que echaba una ojeada hacia Teucro, sin dejar de luchar. Teucro era el mejor de los arqueros aqueos. Como si Ayante le hubiera dado una orden, cogió de su aljaba una flecha, tensó la cuerda del arco, y me apuntó directamente. Levanté el escudo por instinto, pero lo que vi fue cómo se rompía la cuerda del arco y caía al suelo la flecha. Teucro, aterrado, se quedó de piedra. Parecía en verdad una señal de los dioses. Una señal propicia para mí y funesta para los aqueos. Miré a mi alrededor. Ellos se escudaban tras sus naves, combatían unidos los unos a los otros, era una muralla de bronce que nos mantenía alejados. Buscaba el punto más débil, por el que romper sus líneas, pero no lo encontraba. Y entonces fui hacia donde estaban las armas más bellas y allí ataqué, como un león que ataca un rebaño al que no podrá salvar ningún pastor. Me miraban con terror, espumaba rabia, las sienes me palpitaban bajo el yelmo reluciente, me miraban y huían; la muralla de bronce se abrió, los vi corriendo hacia sus tiendas, para su última defensa, levanté la vista y vi las naves, justo por encima de mí, tan cerca como nunca las había visto. Sólo se había quedado allí Ayante con algunos guerreros. Saltaba de una nave a otra, luchando con una pica de abordaje; su voz se elevaba hasta el cielo mientras con gritos terribles llamaba a los otros aqueos para la lucha. Elegí una nave que tenía una proa azulada. La ataqué por el lado de popa, trepando hasta la toldilla. Los aqueos se acercaron para acorralarme. Ya no era el momento de las lanzas o de las flechas, se luchaba cuerpo a cuerpo, era una batalla de espadas, puñales, segures afiladas. Veía cómo corría la sangre, ríos de sangre, cayendo desde las naves, hasta la negra tierra. Era aquélla la batalla que yo siempre había deseado: no en plena llanura, no ante las murallas de Troya, sino junto a las naves, aquellas naves, tan odiadas.

«Aqueos, guerreros, ¿dónde habéis dejado vuestra fuerza?» Era la voz de Ayante. Allí, en la toldilla, seguía luchando y gritando. «¿Por qué huís?, ¿os pensáis que detrás de vosotros queda algo donde podáis ¡r a refugiaros? Detrás de vosotros está el mar, ¡es aquí donde tenéis que salvaros!» Lo veía justo por encima de mí. Estaba cubierto de sudor, jadeaba, ya no podía casi ni respirar, y el cansancio le pesaba en los brazos. Levanté la espada y con un golpe seco le partí la lanza, justo por debajo de la punta. Él permaneció allí, con e! asta de fresno, cercenada, en la mano. Entre todo aquel estruendo pude oír el sonido de la punta de bronce cayendo sobre la madera de la toldilla. Y Avante comprendió que aquél era mi día, y que los dioses estaban conmigo. Retrocedió, por fin lo hizo: retrocedió. Y yo subí a aquella nave. Y le prendí fuego.

Es en medio de aquellas llamas como me tenéis que recordar. Héctor, el derrotado: lo tenéis que recordar de pie, en la popa de aquella nave, rodeado por el fuego. Héctor, el muerto que por tres veces sería arrastrado por Aquiles alrededor de las murallas de su ciudad. A él tenéis que recordarlo vivo, y victorioso, y resplandeciente con sus armas de plata y de bronce. De una reina aprendí las palabras que ahora me han quedado y que quiero deciros a vosotros: acordaos de mí, acordaos de mí, y olvidad mi destino.

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