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Sarpedón

Cargamos en tropel, todos detrás de Héctor. Como un peñasco que cae desde lo alto de un monte, que rueda y rebota, haciendo resonar la selva a su paso, y no se detiene hasta que llega a la llanura, así quería aquel hombre llegar hasta el mar, a las naves, a las tiendas de los aqueos, sembrando la muerte. A su alrededor, se intensificaba la batalla que aniquila a los hombres, erizada de lanzas cortantes. Avanzábamos por todas partes, cegados por los destellos de un resplandor hecho de yelmos relucientes, luminosas corazas y escudos brillantes. Cómo poder olvidar aquel resplandor…, pero yo os lo digo: no hay ni un solo corazón tan valiente como para poder mirar aquella belleza sin quedar aterrado.

Y también aterrados estábamos nosotros, allí, fascinados pero aterrados, mientras Héctor nos impelía hacia delante, como si no viera nada más que aquellas naves allá abajo, a las que alcanzar y destruir. Desde la retaguardia los aqueos nos acribillaban con flechas y piedras, mientras que en primera línea los nuestros se encontraban frente a los mejores de sus guerreros. Empezamos entonces a desbandamos, a perdernos. Polidamante, de nuevo, corrió hasta Héctor, estaba furioso. «¡Héctor! ¿Quieres escucharme de una vez? ¿Sólo porque eres el más fuerte te crees también el más sabio y no quieres escuchar a los demás? ¡Escúchame! La batalla se extiende a nuestro alrededor como una corona de fuego, ¿y no ves que tus troyanos se están dispersando por todas partes? No saben si volver hacia el muro o si seguir avanzando. Necesitamos detenernos y elaborar un plan. Corremos el riesgo de llegar a las naves en inferioridad, y yo no me olvido de que allí abajo sigue estando Aquiles, esperándonos, ávido de guerra.» Tenía razón. Y Héctor lo entendió. Retrocedió, entonces, para reunir a sus mejores guerreros, para reagrupar al ejército, y fue allí cuando se dio cuenta de que muchos de nosotros no se habían librado, que habían sido alcanzados en el muro: Deífobo, Heleno, Otrioneo, los buscaba pero no los encontraba. Halló a París, y se lanzó sobre él, como si fuera culpa suya que los otros hubieran desaparecido. «Todos los demás están muertos, Héctor», le gritó París. «Muertos o heridos. Sólo quedamos nosotros para luchar. Deja ya de buscar a los muertos. Y llévanos contigo, lánzanos a la batalla, hacia las naves, toda nuestra fuerza está contigo, y te seguirá.» Y, como hiciera antes con Polidamante, Héctor hizo de nuevo con Paris: lo escuchó con atención, y fue así como se lanzó de nuevo al ataque, poniéndose al frente de todos, y arrastrándonos consigo.

Ayante

Lo vi llegar cubierto con su escudo, delante de todos, con el yelmo resplandeciente que se agitaba sobre las sienes. Entonces casi eché a correr hacia él. «¡Vamos, ven para aquí, loco!», me puse a gritar. «Quieres nuestras naves, ¿verdad? Pero nosotros también tenemos brazos para defenderlas, y con estos brazos os aniquilaremos a vosotros y a vuestra ciudad. ¡Empieza a rezar, Héctor, porque dentro de poco vas a necesitar caballos muy veloces para huir de aquí y salvar el pellejo!»

Sarpedón

«¿Qué estás diciendo, Ayante?», le gritó Héctor. «No eres más que un bravucón y un mentiroso. Éste será el día de vuestra ruina, créeme. Y tú también morirás, junto a todos los demás. ¡Ven a desafiar a mi lanza, que arde en deseos de morder tu cándida piel y dejarte en la tierra de Troya para que seas pasto de los perros y de las aves!» Y sin esperar más, arrojó su lanza contra Ayante.

Ayante

Me dio de lleno en mitad del pecho. Pero no era mi destino morir allí. La punta de bronce acabó justo en el lugar en que se cruzaban las dos gruesas correas de cuero y de plata, la del escudo y la de la espada: fue a clavarse exactamente allí. Entonces me agaché, cogí del suelo una aguda piedra y, antes de que Héctor pudiera esconderse entre los suyos, se la lancé, con todas mis fuerzas.

Sarpedón

La piedra giraba en el aire, igual que una trucha; pasó por encima del escudo y le dio a Héctor de lleno, justo debajo del cuello. Lo vimos desplomarse al suelo, como una encina abatida por un rayo.

Ayante

Un grito, se elevó un grito, y era el grito de todos los aqueos que se le estaban echando encima para llevárselo de allí, y para despedazarlo.

Sarpedón

Pero nadie consiguió ni siquiera tocarlo. Allí estábamos todos para defenderlo: Polidamante, Eneas, Agénor, Glauco, y otros mil que con los escudos hicieron a su alrededor una barrera infranqueable. Al final, lo cogí yo en brazos y me lo llevé fuera del tumulto. Retrocedí hasta el muro a toda prisa y luego atravesé la fosa, y no me detuve hasta que llegué junto a su carro. Lo cargamos en él y luego salimos corriendo, al galope, mucho más lejos, en la llanura. Sólo cuando estuvimos en el río nos detuvimos. Héctor gemía, exhausto. Lo depositamos en el suelo y le echamos agua sobre la cabeza. Abrió los ojos, se puso de rodillas y vomitó sangre negra; luego se desplomó de nuevo en el suelo, hacia atrás, y una oscura tiniebla descendió sobre sus ojos.

Ayante

Cuando vi que se lo llevaban de allí, comprendí que era el momento de atacar. Me lancé yo primero, ¡levándome a todos detrás de mí. Fue un choque salvaje. No tan fuertes suenan las olas del mar al romper contra los escollos, cuando sopla con violencia el bóreas. No tan fuerte es el fragor del incendio cuando se extiende en los valles de la montaña, devorando el bosque. No tan fuerte ulula el viento cuando arrecia entre las altas frondas de las encinas. No tan fuerte como estalló el grito de los aqueos y los troyanos cuando se lanzaron los unos sobre los otros. Y e¡ primero al que maté fue a Satnio, hijo de Enope, de una lanzada en el costado; Polidamante mató a Protoénor, atravesándole el hombro. Yo maté a Arquéloco con un golpe que le arrancó la cabeza; Acamante mató a Prómaco; y, para vengar a Prómaco, Penéleo acometió a Ilioneo y le dio una lanzada en la ceja: la punta de bronce le hizo saltar un ojo, le salió por la nuca a través del cráneo. Y entonces Penéleo desenvainó la espada y le cortó la cabeza; luego levantó la lanza, que todavía estaba hundida en aquella cabeza, y ía agitó en el aire, con la cabeza ensartada, gritando: «¡Troyanos, decid de mi parte a los padres de Ilioneo que pueden empezar a llorar por él en su casa, porque nunca más verán el cuerpo de su amado hijo!» Fue algo que aterrorizó a los troyanos. Los vimos dispersarse, y buscar con la mirada una vía por donde escapar. Sentían que el abismo de la muerte se cernía sobre ellos. De pronto, echaron todos a correr, huyendo; se alejaron de las naves, alcanzaron el muro y tampoco allí se detuvieron, no paraban de correr, atravesaron la fosa y sólo cuando estuvieron del otro lado se detuvieron, lívidos de miedo, de pie, junto a sus carros, aterrorizados.

Sarpedón

Aterrorizados como ciervos acosados hasta lo más espeso del bosque por los cazadores: con su alto bramido, despiertan a un león de tupida melena, que surge desde la oscuridad del bosque y que a todos hiela el corazón en el pecho.

Héctor

Creían que había muerto. Me vieron de repente, frente a ellos, como un espíritu escapado del más allá, como una pesadilla que no los dejaba en paz, como un león que hubiera clavado las fauces en su carne y que ahora ya no los soltaba. Se escaparon de allí casi todos, retrocediendo hacia las naves. Permanecieron sólo los más fuertes, los más valientes: Ayante, Idomeneo, Teucro, Meríones, Megete. A grandes pasos yo marchaba contra ellos, llevando a mis espaldas a todo el ejército. Cayeron uno tras otro, bajo nuestros disparos. Estiquio y Arcesilao fueron muertos por mí. Medonte y Jaso, por Eneas. Mecisteo fue muerto por Polidamante, Equio fue muerto por Polites, Clonio fue muerto por Agénor, Deíoco fue muerto por París, con un disparo en la espalda. Mientras nosotros despojábamos a los cadáveres, ellos se escapaban por todas partes. Los mejores, también: todos. Fueron regresando hasta el muro, pero el miedo no los abandonó, y también lo dejaron atrás, retirándose hacia las naves. Me puse a gritarles a mis soldados que se olvidaran de los cadáveres, de las armas y de todo lo demás, y que se subieran a los carros para continuar con la persecución. El camino estaba libre, podíamos llegar hasta las naves sin combatir siquiera. Luego me subí a mi carro y puse los caballos al galope. Llegamos hasta la fosa, la cruzamos, nos encaminamos hacia el muro y lo superamos por todas partes, cayó como un castillo de arena sometido a nuestro asalto. Yo iba delante de todos y vi, al fondo, allá, frente a mí, las naves. Los primeros cascos negros, apuntalados en la arena y luego, hasta donde alcanzaba la vista, naves, naves, naves hasta en la playa y en el mar, millares de mástiles y de quillas, proas apuntando al cielo hasta donde podías mirar. Las naves. Nadie puede entender lo que fue aquella guerra para nosotros, los troyanos, sin imaginarse el día en que las vimos llegar. Eran más de mil, en aquel pedazo de mar que estaba ante nuestros ojos desde que éramos niños, y que nunca habíamos visto ser surcado por nada que no fuera amigo, y pequeño, e insólito. Ahora estaba oscurecido hasta el horizonte por monstruos llegados desde lejos para aniquilarnos. Yo puedo comprender en qué clase de guerra combatí cuando pienso de nuevo en aquel día, y otra, vez me veo a mí, a mis hermanos, a los jóvenes varones de Troya, vistiéndonos con las armas mas hermosas, saliendo de la ciudad, marchando por la llanura y, al llegar al mar, intentando detener a aquella flota, aterradora, a pedradas. Las piedras de la playa. Se las tirábamos, ¿comprendéis? Mil naves, y nosotros con nuestras piedras.

Nueve años después, me hallé de nuevo con aquellas naves ante mis ojos. Pero estaban aprisionadas en el suelo. Y rodeadas por guerreros aterrorizados que con los brazos levantados le rogaban al cielo no morir. ¿Resulta sorprendente que me olvidara de mi herida, el golpe de Ayante, el cansancio y el miedo? Desencadené mi ejército, y éste se convirtió para aquellas naves en un mar tempestuoso, y en formidable oleaje, y en resplandeciente embate.

20
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