– ¡Fijaos qué ojos! -dijo Dean. Y eran como los ojos de la Virgen Madre cuando era pequeña. Vimos que poseían la ternura y misericordia de Jesús. Y nos miraban fijamente, sin parpadear. Frotamos nuestros nerviosos ojos azules y las miramos de nuevo. Seguían atravesándonos con un brillo tristísimo e hipnótico. Cuando les hablamos, de pronto se pusieron muy nerviosas y parecían idiotas. Sólo en el silencio eran ellas mismas.
– Han empezado a vender esos cristales sólo recientemente, pues la carretera fue construida hace unos diez años… hasta entonces toda esta gente debe haber vivido en silencio. Gingiol
Las muchachas se agitaban alrededor del coche. Una con mirada particularmente intensa agarró a Dean por el brazo. Dijo algo en indio.
– Sí, sí, guapa -respondió Dean suavente y casi con tristeza. Salió del coche y fue a la parte de atrás a rebuscar en su baúl (el mismo destrozado baúl americano de siempre), y sacó un reloj de pulsera. Se lo enseñó a la chica. El rostro de ésta se iluminó. Las demás la rodearon asombradas. Dean buscó en la mano de la niña «el más bonito, puro y pequeño cristal que había recogido en la montaña para mí». Encontró uno que no era mayor que una grosella, y le entregó el reloj. Las bocas de todas las chicas se abrieron al tiempo como las de los niños de un coro. La afortunada se metió el reloj entre los harapos que cubrían su pecho. Las muchachas acariciaron a Dean y le dieron las gracias. Este se quedó entre ellas con el rostro atormentado mirando al cielo y buscando el puerto más alto y final, y parecía el profeta que estaban esperando. Volvimos al coche. No querían que nos fuéramos. Durante un largo rato corrieron detrás de nosotros agitando la mano. Doblamos una curva y no las volvimos a ver, aunque seguían corriendo.
– Esto me parte el corazón -exclamó Dean golpeándose el pecho-. ¿Hasta dónde durará su lealtad y asombro?
¿Qué será de ellas? ¿Intentarían seguirnos hasta Ciudad de México si conducimos despacio?
– Sí -dije yo. Estaba convencido de ello.
Entramos en las alturas de la Sierra Madre Oriental y casi sentimos vértigo. Los plátanos tenían un extraño brillo dorado entre la bruma. La niebla bostezaba más allá de las paredes de piedra a lo largo del precipicio. Abajo el río Moctezuma era un fino hilo amarillo en la verde alfombra de la jungla. Pasamos por extraños pueblos de la cima del mundo y las indias nos observaban bajo el ala de los sombreros y de los rebozos. La vida era densa, oscura, antigua. Observaban con ojos de gavilán a Dean que iba serio y enloquecido al volante. Todos tendían la mano. Habían bajado desde las sombrías montañas y desde las alturas a tender las manos hacia algo que pensaban que podía ofrecerles la civilización sin imaginarse la tristeza y pobreza y decepciones de ésta. Desconocían que había una bomba capaz de destruir todos nuestros puentes y carreteras y reducirlos a polvo, y que algún día seríamos tan pobres como ellos y tenderíamos nuestras manos del mismo modo en que ellos lo hacían. Nuestro destartalado Ford, el Ford americano de los años treinta, pasaba haciendo ruido y se perdía en el polvo.
Habíamos llegado a los accesos de la última meseta. Ahora el sol brillaba dorado, el aire era intensamente azul, y el desierto con sus ocasionales ríos, un tumulto de arena, un espacio ardiente, y repentinas sombras de árboles bíblicos. Ahora Dean dormía y Stan iba conduciendo. Aparecieron pastores vestidos como en los primeros tiempos, con largos y holgados mantos; y las mujeres llevaban dorados manojos de lino. Los hombres llevaban cayados. Los pastores se sentaban y reunían bajo los grandes árboles, en el relente del desierto, mientras las ovejas pastaban al sol y levantaban nubes de polvo.
– Tío, tío -grité a Dean-. Despierta a ver los pastores, despierta y mira el dorado mundo de donde procedía Jesús. ¡Puedes verlo con tus propios ojos!
Dean levantó la cabeza del asiento, lo miró todo a la luz rojiza del sol poniente, y volvió a dormirse. Cuando despertó me describió con todo detalle lo que había visto y dijo:
– Sí, tío, me alegra que me mandaras mirar. ¡Dios mío! ¿Qué haremos? ¿Adónde iremos? -se rascó la tripa, miró al cielo con ojos irritados y rojos; casi se echa a llorar.
Se acercaba el final de nuestro viaje. Se extendían grandes praderas a ambos lados de la carretera; soplaba un viento noble a través de los inmensos árboles y sobre viejas misiones que adquirían tonos de un color rosa asalmonado con los últimos rayos del sol. Las nubes eran espesas y enormes y rosadas.
– ¡Al amanecer estaremos en Ciudad de México!
Lo habíamos conseguido; habíamos hecho un total de tres mil kilómetros desde el atardecer aquel de Denver hasta estas vastas zonas bíblicas del mundo. Ahora estábamos a punto de llegar al final de nuestra ruta.
– ¿Nos cambiaremos estas camisas manchadas por los insectos, no?
– No, entraremos con ellas puestas en la ciudad: y así entramos en Ciudad de México.
Un breve puerto de montaña nos llevó bruscamente a una altura desde la que vimos Ciudad de México extendida sobre su cráter volcánico y despidiendo humo y a la luz del atardecer. Nos lanzamos cuesta abajo por la avenida de Insurgentes, derechos hacia el corazón de la ciudad, en Reforma. Los niños jugaban al fútbol en enormes descampados y levantaban polvo. Nos abordaron algunos taxistas y nos preguntaron si queríamos chicas. No, ahora no queríamos chicas. En la llanura se extendían largas y miserables chabolas de adobe; vimos solitarias figuras en las oscuras callejas. En seguida llegaría la noche. Luego, ya estábamos en la ciudad, y de pronto pasábamos por delante de cafés abarrotados de gente y de teatros y de muchas luces. Chillaban los vendedores de periódicos. Los mecánicos estaban sentados tranquilamente con llaves inglesas y destornilladores en la mano; y descalzos. Muchos conductores indios se cruzaban por delante y nos rodeaban y tocaban la bocina y convertían el tráfico en algo frenético. El ruido era increíble. En los coches mexicanos no hay silenciadores. Se puede tocar la bocina todo lo alto que se quiera.
– ¡Vaya! -gritó Dean-. ¡Mirad! -Lanzaba el coche a través del tráfico y jugaba con todo el mundo. Conducía como un indio. Se metió en una glorieta circular de la avenida de la Reforma y dio la vuelta mientras ocho calles nos echaban coches encima por todas direcciones, izquierda, derecha, izquierda, por delante, y Dean gritaba y saltaba de alegría.
– ¡Esto sí que es tráfico! ¡Siempre había soñado con algo así! ¡Todo el mundo se mueve al mismo tiempo!
Una ambulancia pasó como una flecha. Las ambulancias americanas avanzaban sorteando el tráfico y con la sirena sonando; aquí las ambulancias van por las calles de la ciudad en línea recta a más de cien por hora y todo el mundo procura apartarse a tiempo y la ambulancia no se detiene bajo ninguna circunstancia y sigue a toda marcha. Los conductores eran indios. La gente, incluso las señoras mayores, corría detrás de autobuses que nunca se detenían. Jóvenes ejecutivos mexicanos hacían apuestas y corrían en grupo tras los autobuses y saltaban atléticamente a ellos. Los conductores iban descalzos y gesticulaban como locos. Llevaban camiseta y se arrellanaban cómodamente delante de los enormes volantes. Encima solían tener una imagen. Las luces de los autobuses eran pardas y verdosas, y se veían rostros morenos sentados en sus bancos de madera.
En el centro de la ciudad miles de tipos con sombrero de paja y chaquetas de grandes solapas, pero sin camisa, andaban tranquilamente por la calzada. Algunos vendían crucifijos y marijuana en plena calle, otros estaban arrodillados en destartaladas capillas junto a barracas de espectáculos de variedades. Algunas de las callejas eran de grava, con el alcantarillado a pleno aire y puertas por las que se entraba a diminutos bares incrustados en las paredes de adobe. Había que saltar una zanja para conseguir un trago y al fondo de la zanja estaba el antiguo lago de los aztecas. Tenías que salir del bar con la espalda pegada a la pared para llegar hasta la calle. Servían café mezclado con ron y nuez moscada. El mambo sonaba por todas partes. Cientos de putas se alineaban a lo largo de las oscuras y estrechas calles y sus tristes ojos nos seguían brillando en la noche. Andábamos como en sueños. Comimos unas ricas chuletas por cuarenta y ocho centavos en una extraña cafetería mexicana con azulejos y varias generaciones de tocadores de marimba de pie junto a una marimba enorme… también pasaban guitarristas cantando y había viejos tocando la trompeta en los rincones. Al pasar se olía el agrio hedor de las pulquerías; allí te daban un vaso de jugo de cacto por dos centavos. Nada se detenía. Las calles estaban vivas toda la noche. Los mendigos dormían envueltos en carteles de anuncios arrancados de las paredes. Había familias enteras de ellos sentadas en las aceras, tocando pequeñas flautas y charlando y riéndose durante la noche. Se veían sus pies descalzos, ardían sus velas macilentas; todo México era un campamento de gitanos. En las esquinas, unas viejas cortaban trozos de cabeza de ternera, los envolvían en tortilla y los servían con salsa picante en servilletas hechas con papel de periódico. Era la grande y definitiva ciudad de los salvajes y desinhibidos indios que sabíamos nos esperaba al final de la carretera. Dean caminaba por ella con los brazos colgando a los lados como si fuera un zombi; la boca abierta, los ojos brillantes. Realizó un sagrado paseo nocturno que duró hasta el amanecer que nos sorprendió en un campo con un chaval con sombrero de paja que se reía y bromeaba con nosotros y quería jugar a la pelota: allí las cosas jamás se terminaban.
Entonces noté que tenía fiebre y me puse a delirar y quedé inconsciente. Disentería. Salí del negro torbellino de mi mente y me di cuenta de que estaba en una cama a dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar, en el techo del mundo, y comprendí que había vivido una vida entera y muchas otras más dentro de la pobre envoltura atomizada de mi carne. Tuve todos los sueños. Vi a Dean apoyado en la mesa de la cocina. Habían pasado varias noches y ya se iba de Ciudad de México.
– ¿Qué estás haciendo, tío? -murmuré.
– Pobre Sal, pobre Sal que está enfermo. Stan cuidará de ti. Y ahora escúchame si es que en tu estado puedes hacerlo: he conseguido divorciarme de Camille aquí mismo y salgo esta misma noche para Nueva York a reunirme con Inez, siempre que el coche aguante.
– ¿Otra vez todo eso?
– Otra vez todo eso, amigo mío. Tengo que volver a mi vida. Me gustaría quedarme contigo. ¡Ojalá pudiera volver!