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Sentí retorcijones en el vientre y gemí. Cuando volví a levantar la vista, el audaz y noble Dean estaba de pie mirándome con su destrozado baúl al lado. No sabía quién era, y él se dio cuenta; sintió pena y me estiró las mantas sobre los hombros.

– Sí, sí, sí, ahora tengo que irme. Y Sal con tanta fiebre… Adiós.

Y se fue. Doce horas después y todavía con mucha fiebre, comprendí por fin que se había ido. Entonces ya debía de estar conduciendo a través de las montañas de plátanos; ahora de noche.

Cuando estuve mejor me di cuenta de lo miserable que era, pero entonces me hice cargo de la increíble complejidad de su vida, de que había tenido que dejarme allí enfermo para entendérselas con sus mujeres y angustias.

– De acuerdo, viejo Dean, no diré nada.

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