La venta de mi libro me proporcionó algo de dinero. Dejé a mi tía una renta para el resto del año. Siempre que llega la primavera a Nueva York no puedo resistir la llamada de la tierra que llega soplando por el río desde Nueva Jersey, y tengo que irme. Así que me fui. Por primera vez en nuestra vida dije adiós a Dean en Nueva York y me separé de él. Estaba trabajando en un aparcamiento en la esquina de Madison y la 40. Corría como siempre de un lado a otro con sus zapatos destrozados, su camiseta y los pantalones colgándole de la tripa, enfrentándose con las tremendas aglomeraciones de coches del mediodía.
Cuando iba a verle, por lo general al anochecer, no solía tener nada que hacer. Estaba en la cabina contando los tickets y rascándose la tripa. La radio siempre estaba puesta.
– Tío, ¿no has oído a ese loco de Marty Glickman radiar los partidos de baloncesto?: avanza-salta-tira-rebota-recoge-tira de nuevo, encesta, dos puntos. Es el mejor locutor que he oído en mi vida.
Su vida se reducía a placeres sencillos como ése. Vivía con Inez en un apartamento sin agua caliente de la Ochenta y tantos Este. Cuando volvía a casa por la noche se quitaba la ropa y se ponía una bata de seda china y se sentaba en una butaca a fumar tila en una pipa de agua. En esto consistían sus placeres hogareños, junto con una baraja porno.
– Últimamente me he estado concentrando en el dos de diamantes. ¿Te has fijado dónde tiene la otra mano? Seguro que no lo sabes. Fíjate bien y trata de descubrirlo
– me tendía aquel dos de diamantes en el que aparecían un tipo alto y lúgubre y una lasciva y triste puta ensayando una nueva posición en la cama-. Anímate, tío, yo la he utilizado muchas veces. -Inez cocinaba y miró haciendo una mueca. A ella todo le parecía bien-. ¡Mírala! ¡Mírala, tío! Así es Inez. ¿Lo ves? Eso es lo único que hace, asomar la cabeza por la puerta y sonreír. Hemos hablado mucho y no tenemos ningún problema. Nos iremos y este verano vamos a vivir en una granja de Pennsylvania… con un coche para poder venir a divertirnos a Nueva York, una casa agradable, y tendremos un montón de niños en los próximos años. ¡Vaya! ¡Muy bien! -Se levantó de la butaca y puso un disco de Willie Jackson: «Gator Tail». Se quedó de pie, batiendo palmas, balanceándose y doblando las rodillas al ritmo del tema-. ¡Muy bien! ¡Qué hijoputa! La primera vez que lo oí creí que iba a morirse a la noche siguiente, pero ahí lo tienes vivito y coleando.
Era exactamente lo mismo que había estado haciendo con Camille en Frisco, en el otro extremo del continente. Su destrozado baúl seguía debajo de la cama, listo para volar. Inez llamaba a Camille por teléfono muchas veces y mantenían largas conversaciones; incluso hablaban del pene de Dean, o eso decía él. Se escribían cartas hablando de las excentricidades de Dean. Por supuesto, él enviaba a Camille parte de su paga todos los meses para su mantenimiento so pena de pasar seis meses en un campo de trabajo del estado. Para compensar el dinero perdido hacía trampas en el trabajo; en los cambios era un artista de primera categoría. Le vi desear a un tipo con pinta de rico felices Navidades de modo tan voluble que no se dio cuenta que le daba un billete de cinco dólares por uno de veinte. Salimos y fuimos al Birdland, el local del bop. Lester Young estaba en el estrado con la eternidad en sus grandes pestañas.
Una noche charlábamos en la esquina de la calle Madison a las tres de la madrugada:
– Bueno, Sal, joder, me gustaría irme contigo, de verdad, es la primera vez que estoy en Nueva York sin mi viejo tronco -y añadió-: Nueva York, yo estoy aquí de paso, mi casa está en Frisco. Durante todo el tiempo que he estado aquí no he ligado con ninguna chica, excepto Inez… eso sólo pasa en Nueva York. ¡La hostia! Pero la simple idea de cruzar de nuevo ese horrible continente… Sal, hace mucho que no hablamos detenidamente de todo. -En Nueva York siempre andábamos como locos con montones de amigos en juergas de borrachos. Era algo a lo que Dean no se adaptaba. Se sentía más cómodo en medio del follón de gente de Madison Avenue, o bajo la niebla fría y la lluvia cuando estaba desierta de noche-. Inez me quiere; me ha dicho y prometido que no me creará problemas haga lo que haga. Lo que pasa, tío, es que a medida que te vas haciendo mayor los conflictos aumentan. Cualquier día nos encontraremos juntos en una calleja rebuscando en los cubos de basura.
– ¿Quieres decir que vamos a terminar como unos vagabundos?
– ¿Y por qué no, tío? Desde luego podemos hacerlo si queremos y todo eso. No hay nada malo en terminar así. Te pasas la vida entera sin meterte en nada, sin mezclarte en lo que los demás quieren, incluidos los políticos y los ricos, nadie te molesta y tú sigues tan tranquilo tu camino. -Estaba de acuerdo con él. Estaba tomando sus decisiones Tao del modo más directo y sencillo-, ¿Cuál es tu camino, tío?: camino de santo, camino de loco, camino de arco iris, camino de lo que sea. Un camino a cualquier parte y de cualquier modo. ¿Adónde? ¿Cómo? -asentimos bajo la lluvia-. ¡Mierda! Y tienes que preocuparte por tu chico. No se hará hombre a menos que sepa moverse… haz lo que este médico te recomienda. Te lo aseguro, Sal, no importa dónde viva, el caso es que siempre tengo mi maleta preparada debajo de la cama, estoy preparado para largarme o para que me echen. He decidido desentenderme de todo. Me has visto descuernarme y sabes que no me importa y que sabemos cómo es el tiempo… sabemos cómo hacer que sea más lento y que avance; y sabemos entender las cosas y todos los trucos. ¿Qué otros trucos hay? -suspiramos bajo la lluvia. Aquella noche llovía en todo el valle del Hudson. Los grandes muelles del mundo en aquel río que parecía un mar estaban empapados, los viejos embarcaderos de Poughkeepsie estaban empapados, la vieja Split Rock Pond estaba empapada, el monte Vanderwhacker estaba empapado.
– Por lo tanto -siguió Dean-, dejo que la vida me lleve adónde quiera. ¿Sabes que he escrito a mi viejo que está preso en Seattle? El otro día recibí una carta suya después de tantos años.
– ¿De verdad?
– Claro, claro. Quiere ver a mi «ija», así lo escribe, sin hache, cuando vaya a Frisco. He encontrado un apartamento por trece dólares al mes en la 40 Este; si puedo le mandaré dinero para que venga a vivir a Nueva York… si quiere claro. Nunca te hablé mucho de mi hermana, pero supongo que sabes que tengo una hermanita; me gustaría que viviera también aquí conmigo.
– ¿Dónde está ahora?
– Bueno, eso es justamente lo que no sé… voy a intentar encontrarla, y lo mismo el viejo, pero ya sabes lo que hará…
– Así que se había ido a Seattle, ¿no?
– Bueno, para ir directamente a la cárcel.
– Entonces, ¿dónde estaba?
– En Texas, en Texas… así que te harás cargo de mi estado de ánimo, del modo en que están las cosas, de mi situación… habrás notado que ahora estoy bastante tranquilo.
– Sí, eso es cierto. -Dean se había tranquilizado mucho en Nueva York. Necesitaba hablar. Nos estábamos helando bajo la fría lluvia. Nos citamos en casa de mi tía para vernos antes de que me fuera.
Vino al domingo siguiente por la tarde. Yo tenía un aparato de televisión. Vimos un partido de béisbol en TV, escuchamos otro por la radio cambiando con frecuencia a un tercero y seguimos la pista de todo lo que estaba pasando en cada momento.
– Recuérdalo, Sal, Hodges está en la segunda base en Brooklyn así que mientras el pitcher de reserva entra a jugar con los Phillies vamos a cambiar al Gigantes-Boston, y al tiempo ten en cuenta que a DiMaggio ya le han contado tres pelotas y que el pitcher está perdiendo tiempo, por lo tanto vamos a enterarnos en seguida de lo que le pasó a Bobby Thomson cuando le dejamos hace treinta segundos con un hombre en la tercera base. ¡Eso es!
Después salimos y jugamos al béisbol con los chicos en el campo lleno de hollín de al lado del ferrocarril de Long Island. También jugamos al baloncesto de un modo tan frenético que los chicos dijeron:
– Tomadlo con calma, os vais a morir.
Saltaban tranquilamente a nuestro alrededor y nos quitaban la pelota con toda facilidad. Dean y yo sudábamos. En un determinado momento Dean se cayó de bruces sobre la pista de cemento. Nos esforzábamos para que los chicos no nos quitaran la pelota, pero de todos modos nos la quitaban. Otros corrían como flechas y tiraban por encima de nuestras cabezas. Saltábamos hacia la cesta como locos y los chicos levantaban el brazo y quitaban la pelota de nuestras sudorosas manos y nos driblaban y encestaban. Eramos como dos saxofonistas callejeros que intentaran jugar al baloncesto contra Stan Gets y Cool Charlie. Los chicos decidieron que estábamos locos. Volvimos a casa lanzándonos la pelota desde ambos lados de la calle. Ensayamos pases
extra-especiales, hundiéndonos en setos y esquivando postes por muy poco. Cuando vino un coche, yo corrí a su lado y le lancé la pelota a Dean justo detrás del parachoques. Salió como una flecha y la cogió y rodó por la yerba, y me la lanzó de vuelta para que la recogiera junto a una camioneta de reparto de pan que estaba allí aparcada. La recogí y volví a lanzársela a Dean que tuvo que echarse hacia atrás y cayó de espaldas encima de una cerca. Ya en casa, Dean sacó su cartera, resopló, y le entregó a mi tía los quince dólares que le debía desde aquella vez en que fuimos multados por exceso de velocidad en Washington. Ella se quedó completamente sorprendida y complacida. Tuvimos una gran cena.
– Bueno, Dean -dijo mi tía-. Espero que sepas cuidar de la criatura que viene y que esta vez no te largarás.
– Sí, claro, sí.
– No puedes andar por todo el país teniendo hijos de esta manera. Esos pobrecitos crecerán sin ayuda de nadie. Tienes que ofrecerles alguna oportunidad -él se miraba los pies y asentía. Nos despedímos en el rojo crepúsculo, en un puente sobre la superautopista.
– Espero que todavía seguirás en Nueva York cuando vuelva -le dije-. Y espero también, Dean, que algún día podamos vivir en la misma calle con nuestras familias y ser una pareja de veteranos muy unida.
– Eso está muy bien, tío… sabes que estoy pidiendo eso mismo al cielo con plena conciencia de los conflictos que tenemos y de los que vendrán, según tu tía sabe y me recuerda. No quería tener otro hijo, pero Inez insistió, y nos peleamos. ¿Sabías que Marylou se casó con un vendedor de coches usados de Frisco y ha tenido un niño?
– Sí. Todos estamos pasando por el aro -rizos en el disparatado mar del vacío, debería haber dicho mejor. El fondo del mundo es de oro y el mundo está bocabajo encima. Dean sacó una foto de Camille en Frisco con la niña. La sombra de un hombre atravesaba a la niña sobre el soleado pavimento; unos largos pantalones en medio de la tristeza.