– ¿Quién es?
– Es Ed Dunkel. Volvió con Galatea, ahora están en Denver. Se pasan el día haciendo fotos.
Ed Dunkel, con una compasión inadvertida como la compasión de los santos. Dean sacó otras fotografías. Comprendí que eran las fotos que algún día mirarían asombrados nuestros hijos pensando que sus padres habían vivido unas vidas tranquilas, ordenadas, estables y levantándose por las mañanas a pasear orgullosos por las aceras de la vida, sin imaginarse jamás la locura y el follón de nuestras arrastradas vidas reales, de nuestra auténtica noche, del infierno contenido en ella, de la insensata pesadilla de la carretera. Todo el interior de unas vidas interminables y sin final que es vacío. Lastimosas formas de ignorancia.
– Adiós, adiós.
Dean se alejó en el crepúsculo rojizo. Las locomotoras pasaban por encima de él soltando humo. Sus sombras le seguían, imitaban su caminar y pensamientos y su propio ser. Se volvió, agitó la mano tímidamente, avergonzado. Luego se animó, saltó, gritó algo que no entendí. Corrió en círculo. Cada vez se acercaba más al borde de hormigón del puente que cruzaba por encima del tren. Me hizo una última señal. Le contesté agitando la mano. De repente se inclinó hacia delante, encaró su propia vida y caminó con rapidez hasta perderse de vista. Abrí la boca a la desolación de mis propios días. También tenía que recorrer un camino espantosamente largo.
A medianoche, entonando esta cancioncilla:
Casa en Missoula,
Casa en Truckee,
Casa en Opelusas,
No hay casa para mí,
Casa en la vieja Medora,
Casa en Wounded Knee,
Casa en Ogalalla,
Mi casa nunca vi.
cogí el autobús para Washington; perdí algún tiempo callejeando por allí: me salí del camino trazado para ver el Blue Ridge, oír el pájaro de Shenandoah y visitar la tumba de Stonewall Jackson; al anochecer escupí en el río Kanawha y anduve por la noche hillbilly de Charleston, al oeste de Virginia; a medianoche Ashland, Kentucky, y una chica solitaria bajo la marquesina de un teatro cerrado. El oscuro y misterioso Ohio, y Cincinnati al amanecer. Después los campos de Indiana de nuevo, y por la tarde San Luis como siempre bajo las grandes nubes del valle. Los adoquines cubiertos de barro y los troncos de Montana, los barcos fluviales destrozados, los antiguos letreros, la yerba y las maromas junto al río. El poema interminable. Missouri por la noche, y los campos de Kansas, las vacas nocturnas de Kansas en los secretos desiertos, pueblos de cartón con un mar al final de cada calle; amanecer en Abilene. Las pastos del este de Kansas se convierten en las laderas del oeste de Kansas que llevan a la cima de la noche del Oeste.
Henry Grass viajaba conmigo en el autobús. Se había montado en Terre Haute, Indiana, y ahora me decía:
– Ya te he dicho que aborrezco este traje que llevo, es asqueroso… pero eso no es todo -me enseñó unos papeles. Acababan de soltarle de la prisión federal de Terre Haute; lo habían encerrado por robar coches y venderlos después en Cincinnati. Era un chaval de unos veinte años y pelo ondulado-. Nada más llegar a Denver venderé el traje y me conseguiré unos pantalones vaqueros. ¿Sabes lo que me hicieron en esa cárcel? Aislamiento en celdas de castigo con sólo una Biblia; como el suelo era de piedra me sentaba encima de ella; cuando vieron lo que hacía me quitaron la Biblia y me trajeron otra de bolsillo pequeñísima. No podía sentarme encima y me la leí entera y el Nuevo Testamento también. ¡Je. je! -me dio un codazo mientras seguía chupando un caramelo. Comía caramelos sin parar porque en la cárcel le habían destrozado el estómago y sólo podía soportar eso-. ¿Sabes que en la Biblia hay cosas muy interesantes? Mucha jodienda y todo eso -me explicó lo que quería decir «andar publicándose»-. El que está a punto de salir de la cárcel y empieza a hablar de ello «anda publicándose» a los otros presos que tienen que quedarse todavía. Lo cogemos por el cuello y le decimos: «¡No andes publicándote conmigo!» Mal asunto ese de andar publicándose… ¿me entiendes?
– Nunca andaré publicándome, Henry.
– Si alguien anda publicándose conmigo, se me hinchan las narices, me cabreo y estoy dispuesto a cargármelo. ¿Sabes por qué me he pasado la vida en la cárcel? Porque perdí la cabeza a los trece años. Estaba en el cine con otro chaval y se metió con mi madre (ya sabes lo que quiero decir), y entonces cogí la navaja y le pegué un tajo en todo el cuello y lo habría matado si no me sacan de allí. El juez dijo: «¿Sabías lo que hacías cuando atacaste a tu amigo?» «Sí, señor juez, lo sabía, quería matar a ese hijoputa y sigo queriendo.» Así que no me dieron la condicional y me metieron en un reformatorio. Me salieron almorranas de tanto sentarme en el suelo de las celdas de castigo. No vayas nunca a una prisión federal, son las peores. Mierda, hace tanto que no hablo con nadie que podría pasarme la noche entera hablando. No sabes lo bien que se siente uno fuera. Ya estabas en el autobús cuando subí yo… allí en Terre Haute… ¿en qué estabas pensando?
– En nada, simplemente viajaba.
– Pues yo, yo estaba cantando. Me senté a tu lado por que tenía miedo de sentarme junto a una chica, podía volverme loco y empezar a meterle mano. Tendré que esperar un poco.
– Si te detienen otra vez te meterán cadena perpetua. Vale más que te tomes las cosas con calma.
– Eso trataré de hacer. Lo malo es que cuando se me hinchan las narices no sé ni lo que hago.
Iba a vivir con su hermano y su cuñada; le habían buscado trabajo en Colorado. El billete se lo habían dado al salir de la cárcel; estaba en libertad condicional. Era un chaval como Dean a su edad; la sangre le hervía en las venas y no conseguía dominarla; se le hinchaban las narices, como él decía; pero carecía de la santidad natural de Dean para librarse de un destino entre rejas.
– Sé mi tronco, Sal, y evita que se me hinchen las narices en Denver, ¿lo harás? Tal vez consiga llegar sano y salvo a casa de mi hermano.
Cuando llegamos a Denver lo cogí del brazo y lo llevé a la calle Larimer a vender el traje de la cárcel. El viejo judío se dio cuenta inmediatamente de lo que era.
– No quiero estas jodidas prendas; me las traen a diario los tipos de Canyon City.
Toda la calle Larimer era un hervidero de ex presidiarios que trataban de vender su ropa de la cárcel. Henry terminó con el traje debajo del brazo metido en una bolsa de papel y luciendo unos pantalones vaqueros nuevos y una camisa sport. Fuimos al bar de Glenarm, donde solía ir Dean. Por el camino Henry tiró el traje a una papelera. Llamé a Tim Gray. Ya era por la tarde.
– ¿Eres tú? -soltó Tim Gray-. Voy ahora mismo.
Diez minutos después entraba en el bar con Stan Shephard. Ambos habían hecho un viaje a Francia y estaban totalmente decepcionados con su vida en Denver. Les gustó Henry y le invitaron a cerveza. Henry empezó a gastar el dinero que le habían dado al salir de la cárcel. Me encontraba de nuevo en la suave y oscura noche de Denver con sus sagradas callejas y sus casas locas. Fuimos a todos los bares de la ciudad, a los paradores de West Colfax, a los bares de negros de Five Points, ¡la hostia!
Stan Shephard llevaba años esperando conocerme y ahora estábamos juntos por primera vez frente a la aventura.
– Sal, desde que he vuelto de Francia no tengo ni la más remota idea de qué hacer conmigo mismo. ¿Es cierto que te vas a México? Coño, ¿no podría ir contigo? Puedo conseguir cien dólares y una vez allí me matricularé en la universidad con mi paga de veterano de guerra.
Muy bien, estaba de acuerdo, Stan vendría conmigo. Era un tipo de Denver, ágil, tímido, desgreñado, con sonrisa patibularia y movimientos lentos y fáciles a lo Gary Cooper.
– ¡Muy bien, coño! -exclamó y se metió los pulgares en el cinturón y caminó calle abajo contoneándose lentamente. Estaba bastante enfadado con su abuelo. Se había opuesto a su viaje a Francia y ahora se oponía a que se fuera a México. Stan andaba sin rumbo por Denver como un vagabundo desde la riña con su abuelo. Aquella noche, después de beber muchísimo y de evitar que a Henry se le hincharan las narices en el Hot Shoppe, de Colfax, Stan se fue a dormir a la habitación que Henry había cogido en el hotel de Glenarm.
– Ni siquiera puedo llegar a casa tarde… mi abuelo empieza a reñirme, y luego la emprende con mi madre. Te lo aseguro, Sal, tengo que largarme en seguida de Denver o me volveré loco.
Bueno, yo me quedé en casa de Tim Gray y más tarde Babe Rawlins me dejó una habitación bastante agradable y limpia en el sótano de su casa y todos terminábamos la noche allí. Eso duró una semana. Henry fue a reunirse con su hermano y no le volvimos a ver ni supimos si alguien se le había publicado o si estaba de nuevo entre rejas o andaba por ahí en libertad.
Tim Gray, Stan, Babe y yo pasamos toda una semana en los agradables bares de Denver donde por las tardes las camareras llevan pantalones y andan de un lado para otro mirando con timidez, como avergonzadas. Nada de camareras curradas, sino camareras que se enamoraban de los clientes y tenían pasiones explosivas y andaban sudando y resoplando de un bar a otro; y esa misma semana pasábamos las noches en el Five Spots oyendo jazz, bebiendo en locos saloons de negros y recalando finalmente en mi habitación donde hablábamos hasta las cinco de la mañana. El mediodía habitualmente nos encontraba holgazaneando en el patio de la parte de atrás de la casa de Babe entre niños que jugaban a indios y vaqueros, y nos caían encima desde los cerezos en flor. Estaba pasándolo maravillosamente bien y el mundo entero se abría ante mí porque no tenía sueños. Stan y yo conspirábamos para conseguir que Tim Gray viniera con nosotros, pero Tim estaba muy apegado a su vida de Denver.
Ya me estaba preparando para ir a México cuando de repente Denver Doll me llamó una noche y me dijo:
– Bueno, Sal, adivina quién está camino de Denver- yo no tenía la menor idea-. Es una noticia exclusiva. Dean ha comprado un coche y viene a reunirse contigo.
Tuve de pronto la visión de Dean, como un ángel ardiente y tembloroso y terrible que palpitaba hacia mí a través de la carretera, acercándose como una nube, a enorme velocidad, persiguiéndome por la pradera como el Mensajero de la Muerte y echándose sobre mí. Vi su cara extendiéndose sobre las llanuras, un rostro que expresaba una determinación férrea, loca, y los ojos soltando chispas; vi sus alas; vi su destartalado coche soltando chispas y llamas por todas partes; vi el sendero abrasado que dejaba a su paso; hasta lo vi abriéndose paso a través de los sembrados, las ciudades, derribando puentes, secando ríos. Era como la ira dirigiéndose al Oeste. Comprendí que Dean había enloquecido una vez más. No existía la más mínima posibilidad de que mandara dinero a ninguna de sus dos mujeres pues para comprar el coche tenía que haber sacado todos los ahorros que tenía en el banco. Era el gran cataclismo. A su espalda humeaban achicharradas ruinas. Corría de nuevo hacia el Oeste atravesando el agitado y terrible continente, y llegaría en seguida. Hicimos los preparativos rápidamente. La noticia añadía que me iba a llevar a México en el coche.