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– ¿Crees que me querrá llevar también a mí? -preguntó Stan asustado.

– Hablaré con él -le respondí sombrío. No sabía qué pensar.

– ¿Dónde va a dormir? ¿Qué comerá? ¿Hay alguna chica para él?

Era como la llegada inminente de Gargantúa; había que hacer preparativos para ampliar las alcantarillas de Denver y reducir el alcance de ciertas leyes con el fin de que todo se adaptara a su cuerpo doliente y a sus explosivos éxtasis.

3

La llegada de Dean fue algo así como una vieja película. Yo estaba en casa de Babe una dorada tarde. Unas palabras sobre la casa. Su madre estaba en Europa. Su puesto lo ocupaba una tía llamada Charity; tenía setenta y cinco años y era inquieta como una gallina. La familia Rawlins se extendía por todo el Oeste, y ella siempre andaba de una casa en otra tratando de ser útil. Había tenido docenas de hijos. Todos se habían ido; todos la habían abandonado. Era vieja pero le interesaba todo lo que hacíamos y decíamos. Meneaba tristemente la cabeza cuando nos veía beber whisky en el cuarto de estar.

– Podría ir al patio a hacer eso, joven.

Arriba -aquel verano la casa parecía una pensión- vivía un tipo llamado Tom que estaba desesperadamente enamorado de Babe. Procedía de Vermont, se decía que de una rica familia y que le esperaba una carrera y de todo, pero prefería estar donde estuviera Babe. Por la tarde se sentaba en el cuarto de estar con un periódico que ocultaba su rostro congestionado y estaba atento a todo lo que decíamos, aunque no lo demostraba. Se congestionaba de modo especial cuando Babe decía algo. Cuando le obligábamos a bajar el periódico nos miraba con increíble fastidio y sufrimiento.

– ¿Cómo? Sí, supongo que sí -y por lo general sólo decía eso.

Charity, sentada en un rincón, tejía y nos vigilaba con sus ojos de pájaro. Estaba muy en su papel de carabina y procuraba que no dijéramos tacos. Babe, risueña como siempre, estaba sentada en el sofá. Tim Gray, Stan Sephard y yo estábamos desparramados en butacas a su alrededor. El pobre Tom sufría. Se levantó, bostezó y dijo:

– Bueno, mañana será otro día. Buenas noches -y desapareció escalera arriba.

Babe no sabía qué hacer con él. Estaba enamorada de Tim Gray pero éste se le escurría como una anguila. Así que estábamos sentados allí aquella soleada tarde hacia la hora de cenar cuando Dean detuvo delante de la casa su coche y se apeó de él con un traje de tweed, incluidos chaleco y cadena de reloj.

– ¡Vamos! ¡Vamos! -oí en la calle. Estaba con Roy Johnson que acababa de volver de Frisco con su esposa Dorothy y vivía en Denver de nuevo. Lo mismo habían hecho Ed y Galatea Dunkel, y también Tom Snark. Todo el mundo estaba otra vez en Denver. Salí al porche.

– Bien, muchacho -dijo Dean alargando su manaza-. Ya veo que todo anda bien por aquí. ¡Hola! ¡Hola! ¡Hola! -les dijo a todos-. Claro, Tim Gray, Stan Sephard, ¿cómo os va? -Le presentamos a Charity-. ¡Oh, claro!, ¿cómo está usted? Este es Roy Johnson, un amigo mío que ha tenido la amabilidad de acompañarme. ¡Vaya! ¡Vaya! ¡Uf! ¡Kaf! Mayor Hopple, señor -añadió tendiendo la mano a Tom que le miraba atónito-. Claro, claro. Bien, Sal, ¿qué pasa contigo? ¿Cuándo nos abrimos para México? ¿Mañana por la tarde? Estupendo, estupendo. Bueno, veamos. Sal, tengo exactamente dieciséis minutos para ir a casa de Ed Dunkel, y recuperar mi viejo reloj del tren si quiero empeñarlo en la calle Larimer antes de que cierren, entretanto y siempre que el tiempo lo permita, iré a ver si mi viejo está por casualidad en la taberna de Jiggs o en cualquiera de los demás bares de la zona, y luego tengo una cita con Doll, el barbero, que siempre me ha considerado buen cliente suyo y yo le correspondo y sigo acudiendo a su peluquería.

¡Kaf! ¡Kaf! A las seis en punto… ¡en punto! ¿me oyes?, quiero que estés aquí y pasaré a recogerte para hacer una rápida visita a Roy Johnson y escuchar a Gillespie y otros diversos discos bop, una hora de descanso antes de cualquier otra cosa que tú, Tim, Stan y Babe hayáis proyectado para esta noche antes de mi llegada que, por cierto, tuvo lugar hace ahora exactamente cuarenta y cinco minutos en mi viejo Ford del treinta y siete que habrás visto aparcado ahí mismo. El viaje lo hice de un tirón, si se exceptúa una larga parada en Kansas City para ver a mi primo, no a Sam Brady sino a otro más joven… -y mientras decía todo esto se cambiaba rápidamente de ropa en la habitación que había junto a la sala de estar, y volvía a aparecer con una camiseta y trasladando su reloj a otros pantalones que había sacado de su destrozado baúl de siempre.

– ¿Qué es de Inez? -le pregunté-. ¿Qué ha pasado en Nueva York?

– Sal, oficialmente este viaje es para obtener un divorcio en México, que es más barato y más rápido que en cualquier otro sitio. Camille aceptó que fuera así y todo está arreglado, todo está muy bien, todo es agradable, y sabemos que ya no tenemos que preocuparnos de nada, ¿no es así, Sal?

Bueno, de acuerdo. Siempre estoy dispuesto a seguir a Dean, así que cambiamos apresuradamente de planes y nos dispusimos a pasar una gran noche, y de hecho fue una noche inolvidable. Hubo una fiesta en casa del hermano de Ed Dunkel. Dos de sus otros hermanos son conductores de autobús. Observaban asombrados todo lo que pasaba. Había una mesa con comida y bebida abundantes. Ed Dunkel parecía contento y muy próspero.

– ¿Y ahora te llevas bien con Galatea?

– Sí, señor -respondió Ed-, perfectamente. Además voy a ir a la universidad de Denver, ¿sabes? Con Roy.

– ¿Y qué vais a estudiar?

– Bueno, sociología y cosas parecidas, ya sabes. Oye, Dean está cada vez más loco, ¿verdad?

– Así es.

Galatea Dunkel andaba por allí. Intentaba hablar con alguien pero Dean acaparaba toda la atención. Estaba de pie y actuaba delante de Shephard, Tim, Babe y yo, que estábamos sentados en banquetas de cocina junto a la pared. Ed Dunkel rondaba nerviosamente detrás de él. Su pobre hermano había quedado relegado al fondo.

– ¡Vamos! ¡Vamos! -decía Dean estirándose la camisa, rascándose la tripa, saltando arriba y abajo-. Claro, muy bien… ya estamos todos juntos y los años han pasado y sin embargo veo que ninguno de nosotros ha cambiado de verdad. Eso es lo que resulta tan asombroso, la dura… la dura… bilidad… de hecho y para demostrarlo tengo una baraja con la que podría deciros con mucha exactitud cuál será vuestro futuro.

Era la baraja porno. Dorothy Johnson y Roy Johnson se mantenían rígidamente sentados en un rincón. Era una fiesta siniestra. De pronto Dean se quedó quieto y se sentó en una banqueta de la cocina entre Stan y yo y empezó a balancearse sin prestar atención a nadie. Simplemente había desaparecido durante un momento para reunir más energías. Si se le hubiera tocado se habría deslizado hacia abajo como un canto rodado detenido por una piedrecita en el borde de un abismo. En esto, el canto rodado se abrió como una flor y se le iluminó la cara con una amable sonrisa y miraba a todas partes como un hombre que se acaba de despertar y dijo:

– ¡Ah!, cuánta gente maravillosa está sentada aquí conmigo. ¿No es estupendo? Sal, ¿por qué? Como le decía el otro día a Min, ¿por qué? ¡Ah! ¡Sí! -Se levantó y cruzó la habitación y tendió la mano a uno de los conductores de autobús de la fiesta-. ¿Qué tal estás? Me llamo Dean Moriarty. Sí, te recuerdo muy bien. ¿Todo marcha bien? Bueno, bueno. ¡Fíjate qué tarta más apetecible! ¿Puedo tomar un poco? ¿Yo? ¿Un miserable como yo? -la hermana de Ed dijo que sí-. ¡Oh! ¡Qué maravilla! Qué gente tan agradable. Pasteles y otras cosas estupendas preparadas en una mesa nada más que para disfrutar del placer de las maravillosas alegrías y delicias. ¡Mmmm! Sí, sí, excelente, espléndido, ¡vaya! ¡vaya! -Y quedó balanceándose en medio de la habitación, comiendo la tarta y mirando a todo el mundo con temeroso respeto. Se volvió y miró lo que pasaba detrás de él. Le divertía todo lo que veía. La gente hablaba en grupos por toda la habitación y él dijo-: ¡Sí! ¡Eso es! -Un cuadro que colgaba de la pared atrajo su atención. Se acercó y lo observó de cerca, retrocedió, se detuvo, se agachó, se estiró. Quería verlo desde todos los ángulos posibles; se rasgó la camiseta mientras exclamaba-: ¡Cojonudo! -no sabía la impresión que estaba causando y tampoco le importaba. La gente estaba empezando a mirar a Dean con afecto maternal y paternal. Por fin era un ángel, como yo siempre había sabido que sería algún día; pero como cualquier ángel aún tenía ataques de furor y de rabia, y aquella noche cuando todos nos fuimos de la fiesta y entramos en el bar del Windsor haciendo ruido, Dean se convirtió en un borracho frenético y demoníaco y seráfico. Recuérdese que el Windsor, el gran hotel de Denver cuando la fiebre del oro e interesante por otros muchos aspectos -en el gran saloon de abajo aún se veían los agujeros de las balas en la pared-, había sido el hogar de Dean. Había vivido en una de las habitaciones de arriba con su padre. No era un turista. Bebió en el saloon como si fuera el fantasma de su padre; tragó vino, cerveza y whisky como si fuera agua. La cara se le puso roja y sudaba y gritaba y soltaba alaridos por el bar y se tambaleaba por la pista de baile donde los chuletas del Oeste bailaban con las chicas y quiso tocar el piano y se abrazó con ex presidiarios y alborotó con ellos a más y mejor. Entretanto todos los de la fiesta nos sentamos alrededor de dos inmensas mesas que habíamos juntado. Estábamos Denver D. Doll, Dorothy y Roy Johnson, una chica de Buffalo, Wyoming que era amiga de Dorothy, Stan, Tim Gray, Babe, yo, Ed Dunkel, Tom Snark y otros muchos, trece en total. Doll lo estaba pasando muy bien: agarró una máquina de cacahuetes y la puso en la mesa delante de ella y metía monedas y comía cacahuetes sin parar. Sugirió que debíamos escribir entre todos una tarjeta postal a Carlo Marx, que estaba en Nueva York. Escribimos disparates. De la calle Larimer llegaba música de violín.

– ¿No es divertido todo esto? -gritaba Doll.

Dean y yo fuimos al retrete y tratamos de echar abajo la puerta a puñetazos, pero tenía cinco centímetros de espesor y me rompí un hueso del dedo medio y no lo advertí hasta el día siguiente. Estábamos completamente borrachos. En una ocasión hubo en nuestra mesa cincuenta jarras de cerveza a la vez. Podías beber de la que quisieras.

Ex presidiarios de Canyon City se mezclaban y charlaban con nosotros. En la sala pegada al saloon, antiguos buscadores de oro se sentaban apoyados en sus bastones bajo el viejo reloj de pared. Habían conocido una furia semejante en la gran época de Denver. Todo era un torbellino. Había fiestas dispersas por todas partes. Incluso había una fiesta en un castillo a la que fuimos todos -excepto Dean que fue a no se sabe dónde- y en este castillo nos sentamos alrededor de la gran mesa del vestíbulo y alborotamos sin parar. Había una piscina y grutas. Por fin había encontrado el castillo del que surgiría la gran serpiente del mundo.

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