Después, más avanzada la noche, nos quedamos Dean y yo y Stan Shephard y Tim Gray y Ed Dunkel y Tommy Snark en un coche y el mundo se abrió delante de nosotros. Fuimos al barrio mexicano, fuimos a Five Points, anduvimos por todas partes. Stan Shephard estaba pesadísimo y muy alegre. Gritaba todo el tiempo:
– ¡Hijoputa! ¡Cojonudo! -con voz chillona y dándose palmadas en las rodillas. Dean estaba entusiasmado con él y repetía todo lo que decía Stan y gritaba también y se secaba el sudor de la cara.
– Cómo nos vamos a divertir, Sal, yendo a México con este chiflado de Stan. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!
Era nuestra última noche en el sagrado Denver y la aprovechamos hasta el final. Terminamos bebiendo vino en el sótano a la luz de las velas, y Charity arrastraba los pies por el piso de arriba, en camisón y con una linterna. Nos acompañaba en aquel momento un chaval de color que decía llamarse Gómez. Lo habíamos encontrado en el Five Points y todo se la sudaba. Cuando le vimos, Tommy Snark le llamó:
– ¡Oye! ¿No te llamas Johnny?
Gómez se volvió, se acercó a nosotros y dijo:
– ¿Quieres repetir lo que has dicho?
– Te he preguntado que si te llamas Johnny.
Gómez se alejó un poco e hizo una pantomima:
– ¿Me parezco así más a él? Estoy haciendo todo lo posible por ser Johnny pero no lo consigo.
– Bien, tío, vente con nosotros -exclamó Dean, y Gómez subió al coche y nos fuimos. Susurrábamos frenéticamente en el sótano para no molestar a los vecinos. A las nueve de la mañana todos se fueron excepto Dean y Stan que seguían agitándose como maníacos. La gente se levantó para hacer el desayuno y oían extrañas voces subterráneas que decían:
– Sí, sí, sí.
Babe preparó un desayuno fantástico. Había llegado el momento de partir para México.
Dean llevó el coche a la estación de servicio más próxima y lo puso apunto. Era un Ford del año 37 con la puerta derecha medio arrancada y sujeta a la carrocería con unos alambres. El asiento delantero derecho también estaba roto y había que sentarse en él muy echado hacia atrás y mirando al techo.
– Igual que Min y Bill -dijo Dean-. Iremos tosiendo y saltando hasta México; tardaremos días y días.
Miré el mapa: hasta la frontera de Laredo había más de mil seiscientos kilómetros en su mayor parte por Texas. Luego otros 1.230 kilómetros a través de México hasta la gran ciudad próxima al itsmo y a las alturas de Oaxaca. No podía imaginarme un viaje así. Era el más fabuloso de todos. Ya no era en dirección Este-Oeste, sino hacia el mágico Sur. Tuvimos una visión de todo el hemisferio occidental hundiéndose hasta la Tierra del Fuego y de nosotros volando y siguiendo la curvatura del planeta y penetrando en otros trópicos y otros mundos.
– Tío, por fin llegaremos a ESO -dijo Dean con absoluta fe. Me dio unas palmadas en el brazo-. Ya verás, ya verás. ¡Vaya! ¡Sí! ¡Sí!
Acompañé a Shephard que tenía que ultimar algunos asuntos y verse con su pobre abuelo que estaba de pie a la entrada de la casa y decía:
– Stan… Stan… Stan…
– ¿Qué pasa abuelo?
– No te vayas.
– Pero si ya está todo arreglado… Tengo que irme, ¿por qué te pones así? -el anciano tenía el pelo gris y grandes ojos y un cuello tenso y nervioso.
– Stan -se limitaba a decir- no te vayas. No hagas llorar a tu viejo abuelo. No me dejes solo de nuevo -me partía el corazón ver aquello.
– Dean -dijo el viejo dirigiéndose a mí- no te me lleves a Stan. Cuando era pequeño le llevaba al parque para que viera los cisnes. Luego su hermanita se ahogó en aquel mismo estanque. No quiero que te lo lleves.
– No -insistió Stan-. Tenemos que irnos. Adiós -forcejeó con su abuelo que le agarraba por el brazo.
– Stan, Stan, Stan, no te vayas, no te vayas, no te vayas.
Nos fuimos con la cabeza gacha y el anciano seguía allí de pie a la puerta de su casa de las afueras de Denver. Estaba blanco como el papel. Seguía llamando a Stan. Había algo de paralítico en sus movimientos y no hacía nada por entrar en la casa, seguía allí en la puerta murmurando:
– Stan -y después-. No te vayas -y mirándonos ansiosamente hasta que doblamos la esquina.
– ¡Dios mío! Shep, ¡no sé que decirte!
– ¡No te preocupes! -farfulló Stan-. Siempre es así.
Nos reunimos con la madre de Stan en el banco, donde estaba sacando dinero para él. Era una mujer agradable de pelo blanco, con aspecto muy joven. Ella y Stan se quedaron de pie sobre el suelo de mármol y hablaron en voz muy baja. Stan llevaba un conjunto levi, cazadora y todo, y parecía un tipo que iba a México, que era lo que pasaba. En Denver llevaba una vida tranquila, y ahora se iba con el arrebatado Dean. Este asomó la cabeza por la esquina justo a tiempo. La señora Shephard insistió en invitarnos a una taza de café.
– Ciudad de mi Stan -dijo-. No se sabe lo que puede pasar en aquel sitio.
– Nos cuidaremos unos a otros -respondí. Stan y su madre fueron por delante y yo caminaba detrás con el loco de Dean; me hablaba de los letreros de las paredes de los retretes del Este y el Oeste.
– Son totalmente diferentes; en el Este son bromas y chistes verdes, referencias sexuales obvias, y mucha inscripción y dibujo escatológico; en el Oeste se limitan a poner sus nombres. Red O'Hara, Blufftown Montana estuvo aquí, la fecha, realmente solemnes como, por ejemplo, Ed Dunkel; la razón de esto debe ser la enorme soledad que tiene un matiz diferente en cuanto cruzas el Mississippi.
Bueno, allí delante teníamos a un tipo solitario, pues la madre de Shephard era una mujer encantadora y no quería que su hijo se fuera aunque sabía que tenía que irse. Comprendí que él huía de su abuelo. Aquí estábamos los tres: Dean buscando a su padre, el mío muerto, y Stan huyendo de aquel anciano. Los tres íbamos a sumergirnos juntos en la noche. Stan besó a su madre en medio de la apresurada multitud de la 17 y ella cogió un taxi y nos despidió con la mano. Adiós, adiós.
Subimos al coche en casa de Babe y le dijimos adiós. Tim vendría con nosotros hasta su casa de las afueras. Babe aquel día estaba muy guapa: su pelo era largo y rubio y de sueca; sus pecas se veían al sol. Parecía exactamente la niña que había sido. Sus ojos estaban húmedos. Tenía pensado unirse más adelante con nosotros acompañada por Tom… no lo hizo. Adiós, adiós.
Nos marchamos; dejamos a Tim en su patio de las llanuras de las afueras y le vi hacerse más y más pequeño. Se quedó allí de pie por lo menos un par de minutos viendo cómo nos íbamos y pensando en sabe Dios qué cosas tristes. Seguía haciéndose más pequeño y continuaba allí, inmóvil con una mano en la cuerda de tender la ropa, como un capitán, y yo giré la cabeza para verle un poco más hasta que no hubo más que una creciente ausencia en el espacio, y el espacio era el horizonte hacia el Este, hacia Kansas, hacia la inmensidad que llevaba hasta mi casa en la Atlántida.
Luego nos dirigimos hacia el Sur en dirección a Castle Rock, Colorado, mientras el sol se ponía rojo y la piedra de las montañas del Oeste parecía una cervecería de Brooklyn en los atardeceres de noviembre. Muy arriba, entre las sombras púrpura de la roca había alguien caminando y caminando, pero no podíamos distinguirlo bien; quizá fuera aquel anciano de pelo blanco que yo había percibido años atrás en las alturas. Zacateca Jack. Pero se me acercaba, sólo que siempre por detrás. Y Denver retrocedía más y más como la ciudad de sal, y sus humos se abrían al aire y se disolvían ante nuestra vista.
Era mayo. ¿Y cómo unas tardes tan agradables como las de Colorado con sus granjas y sus acequias y sus sombrías cañadas (los sitios donde van a nadar los chicos) pueden producir un insecto como el insecto que picó a Stan Shephard? Llevaba el brazo apoyado en la ventanilla de la puerta rota y hablaba alegremente cuando de repente un bicho que revoloteaba se le posó en el brazo y le clavó un largo aguijón. Stan soltó un alarido. Gritó y se golpeó el brazo y se sacó el aguijón y a los pocos minutos el brazo estaba muy hinchado y le dolía. Dean y yo no conseguíamos imaginar que era aquello. No había más que esperar y ver si la hinchazón cedía. Aquí estábamos, rumbo a desconocidas tierras del Sur y a poco más de cinco kilómetros del pueblo natal, del querido lugar de la infancia, un extraño y frenético bicho exótico surgía de secretas podredumbres y nos metía el miedo en el corazón.
– ¿Qué es?
– Nunca he visto por aquí un insecto capaz de producir una hinchazón como ésta.
– ¡Maldita sea!
Hizo que el viaje pareciera siniestro y maldito. Continuamos. El brazo de Stan empeoró. Nos detuvimos en el primer hospital que encontramos y le pusieron una inyección de penicilina. Pasamos por Castle Rock y llegamos a Colorado Springs al oscurecer. A nuestra derecha se alzaba la gran sombra del pico Pike. Bajamos hasta la autopista de Pueblo.
– He hecho autostop miles de veces en esta carretera -dijo Dean-. Una noche estaba escondido exactamente detrás de esa cerca de ahí y de repente sentí un miedo terrible sin motivo alguno.
Decidimos contarnos nuestra vida, pero uno a uno, y Stan fue el primero.
– Hay un largo camino que recorrer -prologó Dean-, Por lo tanto, tenemos que permitirnos todo tipo de digresiones y entrar en cada uno de los detalles que nos vengan a la mente. Con todo, quedarán muchas cosas por contar. Tómatelo con calma
– advirtió a Stan que empezaba a contar su vida-, además tienes que descansar.
Stan comenzó su relató mientras nos disparábamos a través de la oscuridad. Empezó con sus experiencias en Francia, pero con objeto de evitar dificultades insuperables, retrocedió y empezó a hablar de su infancia en Denver. Él y Dean compararon las veces, que se habían visto en bicicleta.
– Una vez, ¿lo has olvidado?, en el garaje Arapahoe. ¿Te acuerdas? Te lancé la pelota desde la esquina y tú me la devolviste- de un puñetazo y cayó a una alcantarilla. Iba al colegio. ¿Recuerdas ahora? -Stan estaba nervioso y febril. Quería contárselo todo a Dean. Ahora Dean era el arbitro, el anciano, el juez, el oyente, el que aprobaba, el que asentía.
– Sí, sí, sigue, por favor.
Pasamos por Walsenburg; de pronto pasamos por Trinidad, donde Chad King quizá en aquel mismo momento, en algún sitio lejos de la carretera, estaría ante una hoguera y tal vez con un grupo de antropólogos contando su vida como en otros tiempos, y jamás se imaginaría que nosotros, pasábamos por la carretera, rumbo a México, contándonos también nuestras propias vidas. ¡Triste noche americana! Después estábamos en Nuevo México y cruzamos las redondas piedras de Ratón, y nos detuvimos a tomar unas hamburguesas. Estábamos muertos de hambre y envolvimos unas cuantas en una servilleta para comérnoslas al otro lado de la frontera de Texas.