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– Tenemos ante nosotros todo el estado vertical de Texas, Sal -dijo Dean-, antes de que se vuelva horizontal después de haberlo cruzado. Bueno, entraremos en Texas dentro de unos pocos minutos y no saldremos hasta mañana a esta misma hora, y no nos detendremos ni un momento. Piensa en ello.

Seguimos la marcha. En la inmensa llanura nocturna estaba el primer pueblo de Texas, Dalhart. Yo lo había cruzado en 1947 y brillaba en la oscuridad a unos ochenta kilómetros de distancia. La tierra bajo la luz de la luna era toda mezquites e inmensidad. En el horizonte estaba la luna. Crecía, se puso enorme y rojiza, luego se suavizó y se puso más clara, hasta que el lucero del alba le desafió y el rocío empezó a llamar a nuestras ventanillas… y seguíamos adelante. Después de Dalhart -vacío pueblo de cartón- nos lanzamos hacia Amarillo adónde llegamos por la mañana entre praderas batidas por el viento que muy pocos años atrás habían visto campamentos de tiendas de campaña de búfalo. Ahora había estaciones de servicio y máquinas de discos nuevas, modelo 1950, con inmensos altavoces ornamentales y ranuras para monedas de diez céntimos y discos espantosos. Durante todo el trayecto de Amarillo a Childress, Dean y yo le contamos a Stan los argumentos de todos los libros que habíamos leído; él pidió que lo hiciéramos. En Childress, bajo un sol ardiente, doblamos y nos dirigimos directamente hacia el Sur por una carretera de segundo orden y atravesamos abismales desiertos en dirección a Paducah, Guthrie y Abilene. Dean tenía sueño, y Stan y yo nos sentamos en la parte de adelante y condujimos por turnos. El viejo coche se calentaba y se quejaba y luchaba desesperadamente. Grandes nubes de arenoso viento nos sacudían desde trémulos espacios. Stan me contó cosas de Montecarlo y de Cagnes-sur-mer y de los azules pueblos cerca de Mentón donde gente de rostro moreno callejeaba entre paredes blancas.

Texas es inconfundible: entramos lentamente y con mucho calor en Abilene y todos nos despertamos para ver la ciudad.

– Imagínate lo que debe ser vivir aquí a miles de kilómetros de cualquier ciudad importante. ¡Vaya! ¡Vaya! Fijaos ahí junto a las vías, el viejo Abilene donde cargaban las vacas y nacían sheriffs y bebían whisky de garrafa. ¡Mirad allí! -gritó Dean asomándose por la ventanilla con la boca torcida como W. C. Fields. No le importaba que fuera Texas o cualquier otro sitio. Tejanos de rostro colorado caminaban de prisa por las ardientes aceras y no le prestaban atención. Nos detuvimos a comer en la autopista al sur de la ciudad. La noche parecía a millones de kilómetros cuando seguimos por Coleman y Brady. Era el corazón de Texas, un yermo de matorrales con alguna casa ocasional cerca de un arroyo sediento y un rodeo de ochenta kilómetros por una polvorienta carretera y un calor sin fin.

– El viejo México todavía queda lejos -dijo Dean con voz soñolienta desde el asiento de atrás-, así que a seguir rodando, muchachos y al amanecer estaremos besando señoritas * porque este viejo Ford sabe correr si se le habla con cariño… claro que la parte de atrás está a punto de caerse pero no os preocupéis de eso hasta llegar allí. -Y volvió a dormirse.

Cogí el volante y conduje hasta Fredericksburg, y aquí me encontré entrecruzándome otra vez con el viejo mapa. En este mismo sitio Marylou y yo habíamos paseado cogidos de la mano una mañana de nieve de 1949, ¿dónde estaría Marylou ahora?

– ¡Toca! -chilló Dean entre sueños y supuse que estaba soñando con el jazz de Frisco o quizá con los próximos mambos mexicanos.

Stan hablaba sin parar; Dean le había dado cuerda la noche antes y parecía que nunca iba a parar. Ahora estaba en Inglaterra, contando aventuras de cuando hacía autostop por la carretera de Londres a Liverpool, con el pelo largo y los pantalones rotos y cómo le habían dado ánimos los extraños camioneros británicos en sus desplazamientos por el lúgubre vacío europeo. Todos teníamos los ojos rojos debido al continuo mistral que soplaba en Texas. Cada uno de nosotros llevaba una piedra en el vientre y sabíamos que avanzábamos, aunque lentamente. El coche andaba apenas a setenta con un esfuerzo estremecedor. Desde Fredericksburg bajamos por las grandes praderas del Oeste. Las mariposas empezaron a estrellarse contra el parabrisas.

– Estamos bajando hacia la tierra caliente, tíos, la de las ratas del desierto y la tequila. Y ésta es la primera vez que estoy tan al sur de Texas -dijo Dean y añadió maravillado-: ¡Cagoendiós! Por aquí es por donde anda mi viejo en invierno, ¡vaya un vagabundo astuto!

De pronto estábamos aplastados por un calor absolutamente tropical. Acabábamos de bajar unos ocho kilómetros y delante vimos las luces del viejo San Antonio. Tenías la impresión de que todo esto había sido realmente territorio mexicano. Las casas de al lado de la carretera eran diferentes, las estaciones de servicio más pobres; menos luces. Dean tomó el volante entusiasmado por llegar a San Antonio. Entramos en la ciudad pasando por una zona de miserables casuchas mexicanas con viejas mecedoras en el porche. Nos detuvimos en una extraña estación de servicio para engrasar el coche. Había muchos mexicanos bajo las calientes luces de las bombillas del techo que estaban ennegrecidas por los mosquitos; iban a un puesto y compraban cerveza y tiraban el dinero al encargado. Había familias enteras haciendo esto. Se veían casuchas por todas partes y árboles polvorientos y un olor a canela en el aire. Pasaron unas nerviosas chicas mexicanas con unos muchachos.

– ¡Eh! ¡Eh! -gritó Dean.

– Sí, mañana -respondieron en español.

Salía música de todas partes, y era música de todas clases. Stan y yo bebimos varias botellas de cerveza y nos colocamos. Ya estábamos casi fuera de América y sin embargo definitivamente en ella y en el sitio donde está más loca. Pasaban coches preparados. ¡Ah, ah, San Antonio!

– Bien, tíos, escuchadme… creo que estaría bien pasar un par de horas en San Antonio y así podríamos encontrar un hospital donde curaran el brazo de Stan, y tú y yo, Sal, podríamos dar una vuelta por estas calles. Mira esas casas del otro lado de la calle, puede verse toda la habitación delantera con las chicas de la casa tumbadas leyendo revistas del corazón. ¡Vamos! ¡Vamos!

Anduvimos un rato en el coche sin dirección fija y preguntando a la gente por el hospital más cercano. Estábamos cerca del centro y las cosas parecían más pulcras y americanas; había varios semirrascacielos y muchas luces de neón y cadenas de drugstores, pero los coches andaban por la oscuridad a su aire, como si no hubiera leyes de tráfico. Aparcamos frente a un hospital y acompañé a Stan a ver a un médico mientras Dean se quedaba en el coche a cambiarse. El vestíbulo del hospital estaba lleno de mexicanas pobres, algunas preñadas, otras enfermas y otras con sus hijitos enfermos. Era triste de ver. Me acordé de la pobre Terry y me pregunté qué estaría haciendo ahora. Stan tuvo que esperar una hora hasta que llegó un médico y vio su brazo hinchado. Había un nombre para aquella infección que tenía, pero ninguno nos molestamos en aprenderlo. Le pusieron una inyección de penicilina.

Entretanto Dean y yo fuimos a pasear por las calles de la parte mexicana de San Antonio. Era un ambiente fragante y suave -el más suave que he conocido- y sombrío y misterioso y lleno de vida. De pronto de la ruidosa oscuridad surgían muchachas con pañuelos blancos. Dean se desplazaba lentamente sin decir ni palabra.

– ¡Oh, esto es demasiado maravilloso para hacer nada! -susurró-. Vamos a seguir paseando y viéndolo todo. ¡Mira! ¡Mira! Unos billares.

Entramos. Una docena de chavales estaban jugando al billar en tres mesas; todos eran mexicanos. Dean y yo compramos unas coca-colas y metimos unas monedas en la máquina de discos y oímos a Wynonie Blues Harris y a Lionel Hampton y a Lucky Millinder y nos movimos un poco. Entretanto Dean me dijo que me fijara en algo.

– Oye, mira con disimulo y mientras escuchamos a Wynonie hablar del pastel que hace su novia y respiramos este fragante aire, como tú dices, observa a ese chico, al tullido de la mesa uno, es el blanco de todas las bromas, ¿lo ves?, lo ha sido toda la vida. Los otros chicos no tienen piedad, pero lo quieren.

El tullido era una especie de enano deforme con un hermoso rostro demasiado grande en el que respaldecian unos enormes ojos castaños.

– ¿No lo ves. Sal? Es un Tom Snark mexicano de San Antonio. Es igual en todas partes. ¿Ves cómo le pegan en el culo con el taco? ¡Ja, ja, ja! Escucha cómo se rien. ¿Ves?, quiere ganar, ha apostado algo. ¡Fíjate! ¡Fíjate! -y vimos cómo el enano angélico apuntaba cuidadosamente. Falló. Los otros se rieron mucho-. Fíjate, tío -dijo Dean- ¡fíjate bien! -habían agarrado al chico por el cuello y lo estaban zarandeando en broma. Chillaba. Se alejó orgullosamente y se sumergió en la noche pero no sin antes lanzar una mirada avergonzada, dulce-. Tío, cómo me gustaría saber cosas de ese chaval, lo que piensa, con qué chicas anda… tío, este aire me pone alto. -Salimos y paseamos por varias calles oscuras y misteriosas. Muchas casas se escondían detrás de pequeños jardines que eran todo verdor, casi una jungla; vimos fugazmente a chicas en las habitaciones delanteras, chicas en los porches, chicas con chicos entre los arbustos-. Nunca había estado en este loco San Antonio. Imagínate lo que será México. ¡Vamonos! ¡Vamonos! -Corrimos de regreso al hospital. Stan estaba listo y dijo que se encontraba mucho mejor. Le echamos el brazo por encima del hombro y le contamos todo lo que habíamos hecho.

Y ahora estábamos dispuestos a recorrer los doscientos cincuenta kilómetros hasta la mágica frontera. Saltamos al coche y nos fuimos. Estaba tan cansado que me dormí todo el camino hasta Laredo y no me desperté hasta que aparcaron el coche frente a un restaurante a las dos de la madrugada.

– ¡Ah! -suspiró Dean-, el final de Texas, el final de América, nada sabemos ya.

Hacía un calor tremendo; sudábamos a mares. No había humedad ni un soplo de aire, nada excepto billones de moscas revoloteando alrededor de las bombillas y el rancio olor de un cercano río caliente en la noche: el río Grande que nace en los frescos y pequeños valles de las Montañas Rocosas y termina formando valles enormes y mezclando sus calores con los barros del Mississippi en el gran Golfo.

Laredo era un pueblo siniestro aquella mañana. Todo tipo de taxistas y ratas de la frontera andaban por allí en busca de negocio. No había mucho que hacer; era demasiado tarde. Estábamos en el culo de América donde se reúnen todos los rufianes, donde tienen que ir los desviados para estar cerca de otro sitio específico al que pueden deslizarse sin que nadie lo note. El contrabando circulaba bajo el pesado aire dulzón. Los policías, congestionados y sombríos y sudorosos, no fanfarroneaban. Las camareras estaban sucias y de mal humor. Un poco más allá se notaba la enorme presencia de todo México y casi se olía el billón de tortillas friéndose y soltando humo en la noche. No teníamos ni idea de qué sería realmente México. Estábamos de nuevo al nivel del mar y cuando intentamos comer algo nos costó trabajo tragarlo. De todos modos, lo envolvimos en servilletas para comerlo durante el viaje. Nos sentíamos mal y tristes. Pero todo cambió en cuanto cruzamos el misterioso puente sobre el río y nuestras ruedas rodaron sobre suelo oficialmente mexicano, aunque de hecho se trataba de una desviación para la inspección fronteriza. Justo al otro lado de la calle empezaba México. Miramos maravillados. Para nuestro asombro, era exactamente igual que México. Eran las tres de la madrugada y tipos con sombrero de paja y pantalones blancos dormitaban por docenas apoyados en las paredes de tiendas destartaladas.

* Así en el original. (N. del T.)


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