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– ¡Mirad a esos tipos! -susurró Dean-. ¡Oh! -respiró con suavidad-. Espera, espera…

Salieron unos funcionarios mexicanos, sonreían y nos rogaron que les mostrásemos nuestro equipaje. Lo hicimos. No podíamos apartar los ojos del otro lado de la calle. Deseábamos ir allí y perdernos en aquellas misteriosas calles españolas. Sólo era Nuevo Laredo pero nos parecía la Sagrada Lhasa.

– Tío, ésos están levantados toda la noche -susurró Dean.

Nos apresuramos a presentar nuestros pasaportes. Nos previnieron de que no bebiéramos agua del grifo ahora que estábamos al otro lado de la frontera. Los mexicanos registraron nuestro equipaje por puro formulismo. No parecían policías para nada. Eran perezosos y amables. Dean no dejaba de mirarlos. Se volvió hacia mí.

– Fíjate cómo es la pasma en México. ¡No puedo creerlo! -se frotó los ojos-. Debo estar soñando.

Llegó el momento de cambiar nuestro dinero. Vimos pilas de pesos encima de una mesa y nos enteremos de que ocho equivalían a un dólar americano, o algo así. Cambiamos la mayor parte de nuestro dinero y metimos en el bolsillo encantados aquel montón de billetes.

5

Entonces volvimos nuestras caras hacia México tímidos y maravillados mientras aquellas docenas de tipos mexicanos nos observaban desde debajo de las secretas alas de sus sombreros. Más allá había música y restaurantes abiertos toda la noche con humo saliendo por las puertas.

– ¡Vaya! ¡Vaya! -susurró Dean muy suavemente.

– ¡Es todo! -dijo un funcionario mexicano sonriente que hablaba en inglés-. Todo arreglado, muchachos. Podéis seguir. Bien venidos a México. Que os divertáis. Cuidado con el dinero. Conducid con cuidado. Os lo digo personalmente, soy Red, todo el mundo me llama Red. Preguntad por Red. Buen provecho. Nada de preocupaciones. Todo está bien. No es difícil divertirse en México.

-¡Sí! * -respondió Dean estremeciéndose y cruzamos la calle y entramos en México muy suavemente.

Dejamos el coche aparcado y los tres nos internamos por las calles españolas hacia aquella mezcla de luces mortecinas. Había viejos tomando el fresco sentados en sillas y parecían yonquis orientales. De hecho nadie nos miraba, pero todos estaban atentos a lo que hacíamos. Doblamos hacia la izquierda y entramos en un restaurante lleno de humo donde había música de guitarra en una máquina de discos americana de los años treinta. Taxistas mexicanos en mangas de camisa y tipos mexicanos con sombrero de paja estaban sentados en taburetes devorando masas informes de tortillas, judías, tacos y mil cosas más. Pedimos tres botellas de cerveza fría -cerveza * es el nombre de la cerveza- y nos costaron unos treinta céntimos mexicanos o diez céntimos americanos cada una. También compramos unos paquetes de pitillos mexicanos a seis centavos cada uno. Mirábamos y mirábamos asombrados aquel dinero mexicano que nos permitía tantas cosas, y jugueteábamos con él y mirábamos a todas partes y sonreíamos a todo el mundo. A nuestras espaldas quedaba América entera y todo lo que Dean y yo habíamos conocido previamente de la vida en general, y de la vida en la carretera. Al fin habíamos encontrado la tierra mágica al final de la carretera y nunca nos habíamos imaginado hasta dónde llegaba esta magia.

– Piensa en estos tipos que están levantados toda la noche -susurró Dean-. Y piensa en ese enorme continente que se abre delante de nosotros con esas enormes montañas de Sierra Madre que hemos visto en el cine, y en las selvas que hay por ahí abajo, y en esa meseta desierta tan grande como la nuestra y que llega hasta Guatemala y hasta Dios sabe dónde. ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer? ¡Movámonos!

– Nos levantamos y volvimos al coche. Una última mirada a América por encima de las potentes luces del puente sobre el río Grande. Luego le volvimos la espalda y el parachoques y nos lanzamos hacia adelante.

Un instante después estábamos en el desierto y no había ni una luz ni un coche en los ochenta kilómetros de llanuras que siguieron. Y precisamente entonces amanecía sobre el golfo de México y empezamos a ver formas fantasmales de yucas y cactos por todas partes.

– ¡Qué país tan salvaje! -grité. Dean y yo estábamos completamente despiertos. En Laredo estábamos muertos de cansancio. Stan, que ya había estado en el extranjero antes, dormía tranquilamente en el asiento de atrás. Dean y yo teníamos a México entero delante de nosotros.

– Ahora, Sal, estamos dejándolo todo atrás y entrando en una nueva y desconocida fase de las cosas. Tantos años y problemas y juergas… ¡y ahora esto ! No hay que pensar en nada más, sólo hay que seguir con la cabeza bien alta, así, ya lo ves, y comprender el mundo como, hablando propiamente, tantos otros americanos lo han comprendido antes que nosotros… anduvieron por aquí… ¿no es cierto? La guerra contra México. Pasaron por aquí con cañones.

– Esta carretera -le respondí-, es también la ruta de los antiguos forajidos americanos que se escurrían a través de la frontera y bajaban hasta el viejo Monterrey, así que si miras el desierto que ya empieza a clarear puedes imaginarte a uno de aquellos pistoleros de Tombstone galopando hacia lo desconocido, comprenderás así que…

– ¡Esto es el mundo! -interrumpió Dean-. ¡Dios mío! -golpeó el volante-. ¡Esto es el mundo! Podemos seguir a Sudamérica si esta carretera lleva hasta allí. ¡Piensa en eso! ¡Hijoputa! ¡Cagoendiós! -aceleramos la marcha. Amaneció rápidamente y empezamos a ver la blanca arena del desierto y algunas chozas alejadas de la carretera. Dean aminoró un poco la marcha para contemplarlas-. ¡Auténticas chozas miserables!, tío, de esas que sólo se encuentran en el Valle de la Muerte, e incluso mucho peores. Esta gente no se preocupa de las apariencias.

La primera localidad que venía señalada en el mapa se llamaba Sabinas Hidalgo. Mirábamos hacia adelante buscándola ansiosamente en la lejanía.

– Y esta carretera -continúo Dean- no se diferencia nada de cualquier carretera americana, excepto en una cosa. Fíjate que los mojones están en kilómetros y señalan la distancia que falta hasta Ciudad de México. ¿Te das cuenta? Es la única ciudad de todo el país, todo señala hacia ella.

Sólo faltaban 767 millas para llegar a esa ciudad, pero en kilómetros la cifra estaba muy por encima de los mil.

– ¡Hostia! -gritó Dean-. Hay que llegar allí. -Durante un rato cerré los ojos agotado y seguí oyendo a Dean golpear el volante con los puños y exclamar-. ¡Hostias! -y también-: ¡Vaya juergas! ¡Qué país! ¡Sí! -y cosas de ese tipo.

Atravesamos el desierto y llegamos a Sabinas Hidalgo hacia las siete de la mañana. Aminoramos mucho la marcha para ver cómo era. Despertamos a Stan. Se sentó muy tieso mirándolo todo. La calle principal estaba llena de barro y de baches. A ambos lados había fachadas de adobe muy sucias y rotas. Pasaban burros muy cargados. Mujeres descalzas nos observaban desde sombríos umbrales. La calle estaba completamente atestada de gente que iniciaba un nuevo día en el campo mexicano. Viejos con grandes bigotes nos miraban atentamente. El espectáculo de tres jóvenes americanos barbudos y harapientos en lugar de los turistas usualmente bien vestidos les interesaba. Anduvimos dando tumbos por la calle Mayor a quince por hora mirándolo todo. Pasó un grupo de chicas justo por delante de nosotros. Al dar un tumbo a su lado, una de ellas dijo:

– ¿Adónde vas, hombre?

Yo me volví a Dean asombrado.

– ¿Has oído lo que dijo?

Dean estaba tan asombrado que siguió conduciendo lentamente y diciendo:

– Sí, oí lo que dijo. Lo oí jodidamente bien. ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! No sé qué hacer. Estoy demasiado excitado en este mundo. Al fin hemos llegado al cielo. No puede ser más tranquilo, no puede ser mejor, no puede ser nada más.

– Bien, volvamos a recogerlas -dije.

– Sí -dijo Dean y puso el coche a diez por hora o menos. Estaba como fuera de combate, no tenía que hacer lo que habitualmente hubiera hecho en América-. ¡Hay millones de chicas en la carretera! -añadió. Sin embargo, giró y fue en busca de las chicas. Iban a trabajar en el campo; nos sonrieron. Dean las miró con ojos de piedra-. ¡Hostias! -dijo en voz muy baja-. Es demasiado bueno para ser verdad. ¡Mujeres, mujeres! Y especialmente ahora, en mi estado y condición. Sal, estoy viendo el interior de esas casas según pasamos… miras dentro y ves cunas de paja y niños muy morenos durmiendo que se agitan a punto de despertar con sus pensamientos saliendo de la mente vacía del sueño, recuperando su propio ser, y las madres preparando el desayuno en cazuelas de hierro… y fíjate en esas persianas que tienen en las ventanas y en los viejos, esos viejos tan serenos y sin ninguna preocupación. Aquí nadie desconfía, nadie recela. Todo el mundo está tranquilo, todos te miran directamente a los ojos y no dicen nada, sólo miran con sus ojos oscuros, y en esas miradas hay unas cualidades humanas suaves, tranquilas, pero que están siempre ahí. Fíjate en todas esas historias que hemos leído sobre México y el mexicano dormilón y toda esa mierda sobre que son grasientos y sucios y todo eso, cuando aquí la gente es honrada, es amable, no molesta.

Educado en la dura noche de la carretera, Dean había venido al mundo para verlo. Se echaba encima del volante y miraba a ambos lados y conducía despacio. Se paró a por gasolina al salir de Sabinas Hidalgo. Allí se habían reunido unos cuantos rancheros locales de largos bigotes y bromeaban frente a unos anticuados surtidores. En el campo, un viejo trabajaba con un burro. El sol se levantaba puro sobre las puras y antiguas actividades humanas.

Cogimos la carretera de Monterrey. Las grandes montañas coronadas de nieve se alzaban delante de nosotros; avanzamos directamente hacia ellas. Una brecha fue abriéndose poco a poco y se convirtió en un puerto por el que cruzamos. En cuestión de minutos habíamos dejado atrás el desierto de mezquites y subíamos entre un fresco aire por una carretera con un pretil de piedra en la parte del precipicio y nombres de los presidentes escritos con pintura blanca en el farallón del otro lado: ¡ALEMÁN! No encontramos a nadie en esta carretera de montaña. Serpenteaba entre nubes y nos llevó a una gran meseta. En la lejanía, la gran ciudad industrial de Monterrey mandaba humo al cielo azul con las enormes nubes del golfo como vellones de lana. Entrar en Monterrey era como entrar en Detroit. Se avanzaba entre las altas paredes de las fábricas. Pero había burros tomando el sol sobre la yerba y extensos barrios de casas de adobe con miles de ociosos apoyados en la puerta y putas asomadas a la ventana y tiendas extrañas donde se podía vender cualquier cosa y estrechas aceras atestadas de gente como las de Hong-Kong.

* Así en el original. (N. del T.)


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