– ¡Vaya! -gritó Dean-. Y todo esto con este sol. ¿Te has fijado en el sol mexicano, Sal? Te pone alto. Hay que seguir y seguir… ¡la carretera me arrastra!
Hablamos de detenernos en Monterrey, pero Dean quería llegar a Ciudad de México cuanto antes y además pensaba que la carretera sería más interesante después, siempre después. Conducía como un poseso y nunca descansaba. Stan y yo estábamos completamente agotados y decidimos dormir. Levanté la vista más allá de Monterrey y vi dos enormes y extraños picos gemelos. Sí, estaban pasado Monterrey, pasado el sitio al que iban los forajidos.
Delante estaba Montemorelos, un nuevo descenso a alturas más calientes. Todo se volvió muy caluroso y extraño. Dean decidió que era absolutamente necesario que me despertara para verlo.
– Mira, Sal, no te puedes perder esto. -Miré. íbamos a través de un terreno pantanoso y a lo largo de la carretera veíamos de vez en cuando a extraños mexicanos vestidos con harapos que caminaban con machetes colgando de sus cinturones de cuerda, y algunos de ellos cortaban arbustos. Todos se paraban para mirarnos sin expresión. Entre aquella enmarañada vegetación veíamos ocasionalmente chozas con techo de paja y paredes de bambú como las de África. Chicas extrañas, oscuras como la luna, nos miraban desde los misteriosos umbrales cubiertos de verdor.
– ¡Oh, tío! Me gustaría parar y jugar un poco con esas monadas -dijo Dean-, pero fíjate que el viejo o la vieja siempre están muy cerca… por lo general en la parte de atrás, a veces a cien metros recogiendo ramas y leña o cuidando a los animales. Nunca las dejan solas. En este país nadie está solo jamás. Mientras estabas dormido, he observado esta carretera y este país, ¡si supieras todo lo que he pensado, tío! -sudaba. Sus ojos estaban irritados, enrojecidos y locos, pero también eran humildes y tiernos… había encontrado a gente que se le parecía. Avanzamos a través de la zona pantanosa interminable a una velocidad constante de setenta y cinco por hora-. Sal, yo creo que esto no cambiará en mucho tiempo. Si conduces tú, dormiré un poco.
Cogí el volante y entregado a mis propias fantasías, conduje a través de Linares, a través de la cálida y llana zona pantanosa, por encima del humeante río Soto, la Marina, cerca de Hidalgo, y más allá. Un gran valle que era una verde jungla con grandes zonas cultivadas, también muy verdes, se abría ante mí. Grupos de hombres nos miraron al pasar por un estrecho y antiguo puente. Fluía un río ardiente. Después ascendimos hasta que reapareció una especie de región desértica. Delante estaba la ciudad de Gregoria. Los otros dos dormían y yo seguía solo al volante con mi eternidad a cuestas. La carretera era una larga línea recta. No era como conducir a través de Carolina, Texas, Arizona o Illinois; era como conducir a través del mundo por lugares donde por fin aprenderíamos a conocernos entre los indios del mundo, esa raza esencial básica de la humanidad primitiva y doliente que se extiende a lo largo del vientre ecuatorial del planeta desde Malaya (esa larga uña de China) hasta el gran subcontinente de la India, hasta Arabia, hasta Marruecos, hasta estos mismos desiertos y selvas de México y sobre los mares hasta Polinesia, hasta el místico Siam del Manto Amarillo y así, dando vueltas y vueltas, se oye el mismo lamento junto a las destrozadas murallas de Cádiz, España, que se oye 20.000 kilómetros más allá en las profundidades de Benares, la capital del mundo. Estos individuos eran indudablemente indios y en nada se parecían a los Pedros y Panchos del estúpido saber popular americano… tenían pómulos salientes y ojos oblicuos y gestos delicados; no eran idiotas, no eran payasos; eran indios solemnes y graves, eran el origen de la humanidad, sus padres. Las olas son chinas, pero la tierra es asunto indio. Tan esenciales como las rocas del desierto son ellos en el desierto de la «historia». Y lo sabían cuando pasábamos por allí; unos americanos que se daban importancia y tenían dinero e iban a divertirse a su país; sabían quién era el padre y quién era el hijo de la antigua vida de la tierra y no hacían ningún comentario. Porque cuando llegue la destrucción al mundo de la «historia» y el apocalipsis vuelva una vez más como tantas veces antes, ellos seguirán mirando con los mismos ojos desde las cuevas de México, desde las cuevas de Bali, donde empezó todo y donde Adán fue engañado y aprendió a conocer. Estos eran mis pensamientos mientras conducía el coche hacia la tórrida ciudad de Gregoria, abrasada por el sol.
Antes, en San Antonio, le había prometido a Dean en broma que le conseguiría una chica. Fue una apuesta y un desafio. Cuando detuve el coche en una estación de servicio cerca de la soleada Gregoria cruzó la carretera un chaval descalzo que llevaba una enorme visera para el parabrisas y que quería saber si se la compraría.
– ¿Le gusta? Sesenta pesos. ¿Habla español? Sesenta pesos * . Me llamo Víctor.
– No -y añadí en broma-, lo que quiero comprar es una señorita * .
– Claro, claro -exclamó excitado-. Le traeré chicas después. Ahora demasiado calor -añadió con desagrado-. No hay buenas chicas cuando hace calor. Espere a esta noche. ¿Le gusta la visera?
No quería comprar la visera pero quería a las chicas. Desperté a Dean.
– ¡Eh, tío! Te dije en Texas que te conseguiría una chica… pues bien, desperézate y despierta del todo; hay unas chicas esperando por nosotros.
– ¿Cómo? ¿Cómo? -gritó incorporándose de un salto, todo ojeroso-. ¿Dónde? ¿Dónde?
– Este chico, Víctor, nos enseñará dónde.
– Bien, vamos, vamos. -Dean saltó del coche y estrechó la mano a Víctor. En la estación había un grupo de otros chicos y sonreían. Casi todos iban descalzos y llevaban sombreros de paja-. Tío -me dijo Dean-, ¿no te parece un lugar agradable para pasar la tarde? Aquí se está mucho mejor que en los billares de Denver. Víctor, ¿y las chicas? ¿Dónde? ¿Dónde? -añadió en español-. Te das cuenta, Sal, estoy hablando español.
– Pregúntale si puede conseguir algo de tila. ¡Eh, chico! ¿Tienes marijuana?
El chico dijo que sí con la cabeza.
– Sí, cuando ustedes quieran. Vengan conmigo.
– ¡Ji, ji! ¡Vaya, vaya! -gritó Dean. Ya se había despertado del todo y andaba dando saltos por la dormida calle mexicana-. ¡Vamos! -Yo les estaba pasando cigarrillos Lucky Strike a los otros chicos. Se estaban divirtiendo mucho con nosotros, especialmente con Dean. Hablaban entre sí, y con la mano tapándose la boca hacían comentarios sobre aquel americano chiflado-. ¡Míralos, Sal! Están hablando de nosotros. ¡Oh qué mundo! -Víctor subió al coche con nosotros. Partimos. Stan Shephard que había estado profundamente dormido se despertó en medio de la agitación.
Salimos al desierto por el otro lado de la carretera y doblamos por una carretera de tierra que hizo dar botes al coche como nunca. Allí delante estaba la casa de Víctor. Apareció entre unos cactos y unos pocos árboles. Era una especie de caja cuadrada de adobe y había unos cuantos hombres sentados en el patio.
– ¿Quiénes son ésos? -dijo Dean todo excitado.
– Son mis hermanos. Mi madre está también. Mi hermana también. Es mi familia. Yo casado y vivo en el pueblo.
– ¿Y qué pasa con tu madre? -preguntó Dean-. ¿Qué dice de la marijuana?
– ¡Oh! Es ella quien me la consigue -y mientras esperábamos en el coche, Víctor se apeó y entró en la casa y dijo algo a una vieja. Esta se volvió y fue a la huerta de la parte de atrás y empezó a recoger hojas secas de marijuana. Eran hojas arrancadas de las plantas y puestas a secar al sol del desierto. Entretanto los hermanos de Víctor sonreían bajo un árbol. Vendrían a saludarnos pero necesitaban cierto tiempo para levantarse y llegar hasta donde estábamos. Víctor volvió sonriendo dulcemente.
– Tío -dijo Dean-. Este Víctor es la persona más agradable, pasada, loca y maravillosa que he conocido en mi vida. Mira cómo camina, mira cómo anda tan tranquilo. Aquí no hay que darse prisa. -Una brisa del desierto, insistente y constante, envolvía el coche. Hacía mucho calor.
– Mucho calor, ¿verdad? -dijo Víctor sentándose en el asiento delantero junto a Dean y señalando el ardiente techo del Ford-. Ahora con la marijuana no trendrán más calor. Esperen.
– Sí -dijo Dean, ajustándose las gafas de sol-. Esperaré. Claro que esperaré, Víctor.
En esto un hermano muy alto de Víctor se acercó lentamente con un montón de yerba envuelta en la página de un periódico. Dejó el paquete encima de las piernas de Víctor y se apoyó despreocupadamente en la puerta del coche, nos saludó con la cabeza y dijo:
– Hola.
Dean también le saludó con la cabeza y le sonrió. Nadie hablaba; era algo perfecto. Víctor procedió a liar el canuto más grande que yo había visto nunca. Lo lió con papel de envolver y fabricó una especie de puro de marijuana. Era enorme. Dean le observaba asombrado. Víctor lo encendió con toda naturalidad y nos lo pasó. Tirar de aquello era como tener una chimenea en la boca y aspirar. El humo pasó por nuestras gargantas como una gran explosión de calor. Contuvimos la respiración y echamos el humo casi al tiempo. El sudor se nos congeló en la frente y aquello de pronto era igual que la playa de Acapulco. Miré por la ventanilla de atrás y vi a otro de los hermanos de Víctor. Era una especie de indio peruano con un sarape sobre el hombro. Se apoyaba en un poste sonriendo, demasiado tímido para venir a estrecharnos las manos. Se diría que el coche estaba rodeado de hermanos pues apareció otro al lado de Dean. Entonces sucedió la cosa más extraña del mundo. Estábamos todos tan altos que pasamos de formalidades y nos concentramos en lo que nos interesaba justamente entonces. Americanos y mexicanos nos estábamos colocando juntos en pleno desierto y además, veíamos muy cerca los rostros y los poros y los callos de las manos y las mejillas ruborizadas del otro mundo. Los hermanos indios empezaron a hablar de nosotros en voz baja; vimos que nos miraban, y hacían comentarios y nos comparaban con ellos, y corregían o asentían a sus mutuas impresiones.
– Sí, sí -decían, mientras Dean, Stan y yo hablábamos de ellos en inglés.
– Fíjate en ese hermano tan extraño de ahí atrás, no se ha movido del poste ni ha disminuido nada la intensidad de su divertida y tímida sonrisa. Y éste de aquí, el de la izquierda, es mayor, está más seguro de sí mismo y también más triste, es como un vagabundo en la ciudad, mientras que Víctor está casado… es como una especie de rey egipcio, ¿lo ves? Son unos tipos estupendos. Nunca había visto nada igual. Y están hablando de nosotros, ¿lo ves? También nosotros hablamos de ellos, pero con una diferencia, lo más probable es que les interese cómo vamos vestidos… bueno, en esto no hay ninguna diferencia… pero les parecerá raras las cosas que tenemos en el coche y el modo en que nos reímos tan distinto al suyo, y hasta compararán nuestro olor con el suyo. Con todo, daría un ojo de la cara 9por saber lo que opinen de nosotros. -Y Dean intentó saberlo.