– Oye, Víctor, tío… ¿de qué están hablando tus hermanos?
Víctor dirigió sus melancólicos ojos oscuros hacia Dean y dijo:
– Sí, sí.
– No, no has entendido lo que te he preguntado. ¿De qué hablan tus hermanos?
– ¡Oh! -exclamó Víctor muy inquieto-, ¿no os gusta la marijuana?
– Sí, sí, claro que sí, es muy buena. Pero, ¿de qué habláis?
– ¿Hablar? Sí, estamos hablando. ¿Os gusta México?
Era difícil llegar a un lenguaje común. Y todos seguimos tranquilos y serenos y altos y disfrutando de la brisa del desierto y rumiando diferentes pensamientos nacionales y raciales y personales sobre la eternidad.
Llegó la hora de las chicas. Los hermanos volvieron a sentarse bajo el árbol, la madre miraba desde la soleada entrada de la casa, y nosotros volvimos al pueblo dando tumbos y saltando.
Pero ahora los botes y saltos ya no eran desagradables: era el viaje más agradable y divertidamente ondulante del mundo; como si navegáramos sobre un mar azul; y la cara de Dean resplandecía de un modo habitual, era como de oro cuando nos dijo que escuchásemos la canción de los amortiguadores del coche, el sonido de la suspensión. Saltábamos arriba y abajo y hasta Víctor entendió y se rió. Después señaló hacia la izquierda para indicarnos el camino que llevaba hasta las chicas, y Dean miró hacia la izquierda con indescriptible placer y giró el volante siguiendo aquel camino, y rodamos suavemente hacia la meta, mientras escuchábamos a Víctor que estaba empeñado en hablar. Dean decía con grandilocuencia:
– Sí, por supuesto. No tengo ninguna duda. Está decidido. En efecto. ¿Por qué me dices esas cosas tan amables? Claro, claro, sin ninguna duda. Sí. Por favor, sigue.
Víctor respondía a esto con la seriedad y la magnífica elocuencia española. Durante un momento de confusión pensé que Dean lo entendía todo gracias a una ciencia infusa y a una revelación súbita producto de su radiante felicidad. En aquel mismo momento, además se parecía muchísimo a Franklin Delano Roosvelt: sin duda una ilusión de mis ojos en llamas y de mi cerebro fluctante. Se parecía tanto que me incorporé en mi asiento y lo miré asombrado. Tuve que hacer grandes esfuerzos para ver la imagen de Dean entre una mirada de radicaciones celestiales. Me pareció que era Dios. Estaba tan alto que tuve que reclinar la cabeza en el asiento; los saltos del coche me producían estremecimientos de placer. La sola idea de contemplar México a través de la ventanilla -que ahora se había convertido en otra cosa en el interior de mi mente- era como retirarme de la contemplación de un tesoro resplandeciente que se teme mirar porque contiene demasiadas riquezas y tesoros como para que los ojos, vueltos hacia dentro, puedan verlo de una sola vez. Me sobresalté. Vi ríos de oro cayendo desde el cielo que atravesaban con toda facilidad el techo del pobre coche, que atravesaban con toda facilidad mis ojos y se introducían en mi interior; había oro por todas partes. Miré por la ventanilla las soleadas calles y vi una mujer a la puerta de una casa y creí que estaba oyendo todo lo que decíamos y que asentía: las visiones paranoicas habituales debidas a la tila. Pero el río de oro continuaba. Durante un largo rato perdí toda conciencia de lo que estábamos haciendo y sólo la recuperé cuando levanté la vista del fuego y el silencio como si pasara del sueño a la vigilia, o pasara del vacío al sueño. Y entonces me decían que estábamos aparcando delante de la casa de Víctor y luego éste aparecía con su hijito en los brazos y nos lo enseñaba.
– ¿Qué les parece mi niño? Se llama Pérez, tiene seis meses.
– ¡Vaya! -dijo Dean con el rostro todavía transfigurado por una especie de placer supremo y hasta de santidad-. Es el niño más guapo que he visto nunca. Mira qué ojos. Bien, Sal y Stan -añadió volviéndose hacia nosotros con una expresión seria y
tierna-, quiero que os fijéis es-pe-cial-mente en los ojos de este niño mexicano que es el hijo de nuestro maravilloso amigo Víctor y apreciéis el modo en que entregará a la humanidad ese alma maravillosa que habla por sí misma a través de las ventanas que son sus ojos; unos ojos tan bonitos que sin duda profetizan e indican la más hermosa de las almas.
Era un hermoso discurso. Y era un niño muy hermoso. Víctor miraba melancólicamente a su ángel. Todos deseamos tener un hijo como aquél. Era tan grande la intensidad de nuestros sentimientos hacia el alma del niño que éste notó algo extraño y empezó a llorar con una pena desconocida que no había modo de calmar porque estaba enraizada en innumerables misterios y milenios. Lo probamos todo; Víctor lo acarició y lo acunó. Dean le hizo carantoñas. Yo alargué la mano y toqué sus bracitos. El llanto arreció.
– ¡Vaya! -dijo Dean-. Lo siento muchísimo, Víctor, pero lo hemos asustado.
– No está asustado, simplemente llora.
En la entrada de la casa, justo detrás de Víctor, demasiado tímida para salir, estaba su mujer, descalza y esperando con ansiosa ternura que devolviéramos el niño a sus brazos tan suaves y morenos. Después de habernos enseñado a su hijo, Víctor volvió a subir al coche y señaló orgullosamente hacia la derecha.
– Sí -dijo Dean, y avanzó con el coche por estrechas calles argelinas con rostros que nos observaban desde todas partes con cordial perplejidad. Llegamos a la casa de putas. Era un establecimiento magnífico de adobe dorado bajo el sol. En la calle, apoyados en el alféizar de las ventanas de la casa de putas había dos policías, sus pantalones estaban arrugados, parecían dormidos y aburridos y nos dedicaron unas breves miradas interesadas cuando entramos, y se quedaron allí las tres horas que estuvimos armando follón delante de sus narices, hasta que salimos al anochecer y, por indicación de Víctor, le dimos a cada uno el equivalente de veinticinco céntimos; sólo por pura fórmula.
Y dentro encontramos a las chicas. Unas estaban recostadas en sofás en la pista de baile, otras bebían en la larga barra que había a la derecha. En el centro, un arco llevaba a unos cubículos que se parecían a los vestuarios donde uno se desviste en los balnearios municipales de las playas. Estos cubículos daban al sol del patio. Tras la barra estaba el propietario que salió corriendo en cuanto le dijimos que queríamos oír mambos y volvió con un montón de discos, la mayoría de Pérez Prado, y los puso en la máquina de discos. Un instante después toda la ciudad de Gregoria oía lo bien que lo estábamos pasando en la Sala de Baile. En el mismo salón el estrépito de la música
– así es cómo debe ponerse una máquina de discos y para eso se inventó- era tan tremendo que durante un momento Dean y Stan y yo nos quedamos boquiabiertos al darnos cuenta de que nunca nos habíamos atrevido a poner música tan alta como hubiéramos querido y como ahora sonaba. Pocos minutos después la mitad de la población de Gregoria se asomaba por las ventanas para ver a los americanos bailar con las chicas. Estaban allí delante, al lado de los policías, en la sucia acera, con aspecto de indiferencia y despreocupación. «Más Mambo Jambo», «Chattanooga de Mambo», «Mambo número ocho»: todas estas tremendas canciones resonaban estrepitosamente en la dorada y misteriosa tarde como el sonido que uno espera que va a oír el día del juicio final. Las trompetas sonaban tan fuerte que podían oírse desde el desierto donde, en cualquier caso, tenían su origen. Los tambores parecían enloquecidos. El ritmo del mambo es el ritmo de la conga del Congo, el río de África y del mundo; sin duda era el ritmo del mundo. Um-ta, ta-pu-pum, um-ta, ta-pu-pum. Las notas del piano nos bañaban desde los altavoces. Los gritos del director eran como desesperadas boqueadas finales. Los sonidos de la trompeta que se unían a los momentos de climax de las congas y los bongos que se oyen en el terrible disco Chatta-nooga, dejaron helado a Dean durante unos momentos hasta que se estremeció y se puso a sudar; luego, cuando las trompetas desgarraban el soñoliento ambiente con sus trémulos ecos, como los de una caverna o una cueva, sus ojos se pusieron muy redondos y como si estuvieran viendo al demonio y los cerró en seguida. Yo mismo me veía sacudido como una marioneta. Sentía que las trompetas hacían oscilar la luz y temblaba de pies a cabeza.
Con la música del rápido «Mambo Jambo» bailamos frenéticamente con las chicas. A través de nuestro delirio empezamos a distinguir entre sus distintas personalidades. Eran unas chicas espléndidas. Extrañamente la más desmadrada era una venezolana medio india y medio blanca que tenía dieciocho años. Se hubiera dicho que era de buena familia. Sólo Dios sabe lo que estaba haciendo en México trabajando de puta a esa edad y con sus tiernas mejillas y su agradable aspecto. Tal vez había una tragedia en su vida. Bebía de un modo increíble. Se pegaba latigazo tras latigazo aunque parecía que no podía más. Tiraba los vasos sin parar con la idea de hacernos gastar la mayor cantidad de dinero posible. Llevaba una bata casi transparente y bailaba frenéticamente con Dean; colgada de su cuello y pidiéndole cosas sin parar. Dean estaba tan pasado que no sabía con qué empezar, si con las chicas o con el mambo. De pronto corrieron a uno de los cubículos. Yo me las entendía con una chica gorda y sin interés que tenía un perrito y que se enfadó conmigo cuando dije que el perro no me gustaba porque quería morderme. Acordamos que llevara el perro afuera, pero cuando volvió ya me había ligado otra chica, era más guapa pero no la que más me gustaba, y se me pegó como una lapa. Yo trataba de librarme de ella para ligar con una mulata de dieciséis años que estaba sentada sin hacer nada en el otro extremo de la sala y se contemplaba melancólicamente el ombligo a través de la abertura de su cortísima camisa. No lo conseguí. Stan estaba con una chica de quince años de piel color almendra con un vestido que estaba abrochado por arriba y por abajo, no por la mitad. Unos veinte hombres miraban desde la ventana.
En un determinado momento, la madre de la chica mulata -que no era mulata, sino negra- apareció por allí y mantuvo un breve y triste coloquio con su hija. Cuando vi aquello, sentí demasiada vergüenza para acercarme a la chica que realmente me apetecía. Dejé que la lapa me llevara a uno de los cubículos donde, como entre sueños, y entre el estrépito de la música, pues también había altavoces allí, hicimos rechinar la cama durante media hora. Era un cuartito cuadrado de paredes de madera y sin techo, con una imagen en un rincón y una palangana en el otro. Las chicas gritaban en el sombrío vestíbulo: