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QUINTA PARTE

Dean se marchó de Ciudad de México, volvió a ver a Víctor en Gregoria, y siguió con el viejo coche hasta Lake Charles, Louisina, donde, y tal como sabía que iba a suceder, la parte de atrás del coche cayó a la carretera. Telegrafió a Inez y ésta le mandó dinero y Dean sacó un pasaje haciendo el resto del viaje en avión. Nada más llegar a Nueva York con los papeles del divorcio en la mano, Inez y él fueron de inmediato a Newark y se casaron; y aquella misma noche, y después de decirle a Inez que todo iba perfectamente y que no se preocupase, intentando que fuera lógico lo que no era más que un pesar y una inquietud indefinibles, saltó a un autobús y atravesó una vez más el terrible continente. Llegó a San Francisco y se reunió de nuevo con Camille y sus dos hijas. Así que era un hombre que se había casado tres veces, se había divorciado dos, y vivía con su segunda mujer.

En otoño dejé Ciudad de México para volver a casa, y una noche nada más cruzar la frontera de Laredo, en Dilley, Texas, estaba de pie en la ardiente carretera bajo una luz contra la que se estrellaban las mariposas, cuando oí ruido de pasos que se me acercaban por detrás, y he aquí que vi acercarse a un viejo muy alto con el pelo blanco al viento que llevaba un bulto a la espalda, y que cuando pasó a mi lado dijo:

– Llora por el hombre.

Y luego volvió a perderse cansinamente en la oscuridad. ¿Significaba aquello que debía continuar mi peregrinaje a pie por las sombrías carreteras americanas? Me di prisa en llegar a Nueva York, y una noche me detenía en una oscura calle de Manhattan y llamaba a la ventana de un apartamento donde creía que mis amigos celebraban una fiesta. Pero quien asomó la cabeza por la ventana fue una chica preciosa que dijo:

– ¿Sí? ¿Quién es?

– Soy Sal Paradise -respondí y oí resonar mi nombre en la triste y vacía calle.

– Sube -dijo ella-. Estoy haciendo chocolate.

Así que subí y allí estaba la chica de ojos puros e inocentes que siempre había buscado. Decidimos amarnos locamente. Por el invierno decidimos emigrar a San Francisco llevando nuestros pobres muebles y pertenencias en una vieja camioneta. Escribí a Dean diciéndoselo. Dean me respondió con una carta enorme de sesenta páginas en la que me hablaba de sus años de adolescencia en Denver y me decía que venía a reunirse conmigo y a elegir personalmente la camioneta que queríamos comprar y llevarnos a Frisco. Teníamos dos meses para reunir el dinero de la camioneta y nos pusimos a trabajar y a ahorrar cada centavo. Y de pronto, apareció Dean, con mes y medio de adelanto, y ninguno de nosotros tenía dinero para llevar a cabo el proyecto.

Estaba dando un paseo nocturno y volvía a casa para contarle a mi novia lo que había estado pensando. Ella me recibió con una extraña sonrisa en aquel pequeño y oscuro apartamento. Le conté unas cuantas cosas y de pronto noté un extraño silencio y miré alrededor y vi un libro destrozado encima de la radio. Comprendí que era el Proust de Dean que le proporcionaba tardes de elevada eternidad. Como en sueños lo vi acercarse en calcetines y de puntillas por el oscuro vestíbulo. No podía ni hablar. Saltó, se rió, tartamudeó, se frotó las manos y dijo:

– ¡Vaya! ¡Vaya! Tenéis que escucharme -éramos todo oídos, pero había olvidado lo que nos quería decir-. En realidad, sí… bueno. Mira, Sal… y tú, querida Laura… He venido… bueno, me he marchado…, pero esperad un poco… ¡ah sí! -Y se quedó mirándose las manos como apesadumbrado-. Ya no puedo ni hablar… comprenderéis que esto es… o podría serlo… ¡Pero escuchadme, coño! -Escuchamos; él prestaba atención a los ruidos de la noche-. ¡Sí! -susurró impresionado-. Pero ya lo veis… no es necesario ni hablar… y además…

– Pero, ¿por qué has venido tan pronto?

– Bueno -dijo mirándome como si me viera por primera vez-. Tan pronto… sí… Bueno, ya sabemos… eso es, no lo sé. Vine con un pase del ferrocarril, en un tren mixto… con duros asientos de madera… Texas… tocaba la flauta todo el tiempo. -Sacó su nueva flauta de madera. Tocó unas cuantas notas agudas y saltó en calcetines-. ¿Ves? -añadió-. Pero, naturalmente, Sal, puedo hablar como siempre y tengo muchísimas cosas que contarte. De hecho, con esta cascada cabeza mía he estado leyendo y leyendo al ido de Proust a través de todo el país y aprendiendo muchísimas cosas. Pero todavía no he tenido TIEMPO de hablarte de lo que NO hemos hablado: de México y de nuestra separación cuando estabas con fiebre… pero no es necesario hablar. En absoluto, ¿verdad, Sal?

– De acuerdo, no hablaremos – y empezó a contarnos lo que había hecho en LA con todo detalle. Al pasar por allí visitó a una familia, había cenado con ellos; habló del padre, de los hijos, de las hijas… nos dijo cómo eran, lo que comían, qué muebles tenían, qué pensaban, qué les interesaba, cómo eran de verdad, y cuando terminó con esto dijo:

– ¡Ah! Pero lo que quería contaros DE VERDAD es otra cosa… de mucho después… cruzando Arkansas en tren… tocando la flauta… jugando a las cartas con unos chavales, con mi baraja… gané dinero, toqué solos… para los marineros. Un larguísimo y terrible viaje… cinco días y cinco noches sólo para VERTE, Sal.

– ¿Y qué es de Camille?

– Me dio permiso, claro… espera por mí. Camille y yo estaremos juntos para siempre jamás…

– ¿Y qué es de Inez?

– Bueno… veréis… bueno… es que yo quiero que venga conmigo a Frisco y que viva en otra zona de la ciudad… ¿no te parece? Bueno, ni siquiera sé por qué he venido hasta aquí. -A continuación añadió como asombrado de sí mismo-: Si, claro, quería ver a tu guapísima novia y verte a ti… me alegro de que os queráis tanto.

Permaneció tres días en Nueva York e hizo apresurados preparativos para regresar en el tren con su pase y volver a cruzar el continente. Cinco días y cinco noches en vagones polvorientos y asientos duros, y no teníamos dinero para la camioneta de segunda mano y no podíamos volver con él. Pasó una noche con Inez dándole explicaciones y sudando y discutiendo, y ella terminó echándolo a la calle. Llegó una carta para él a mi dirección. Era de Camille y decía:

«Se me partió el corazón cuando te vi cruzar las vías con tu bolsa. Pido al Cielo que regreses sano y salvo… Me gustaría que Sal y su novia vinieran y vivieran en la misma calle que nosotros… Ya sé que te lo sabrás hacer pero de todo modos estoy preocupada… en especial ahora que lo hemos decidido todo… Dean querido, termina ya la primera mitad del siglo. Te recibiremos con amor y besos para que pases la otra mitad con nosotros. Todos te esperamos. (Firmado) Camille, Amy y Juanita.»

Así que la vida de Dean quedaba solucionada junto a Camille, la mujer más constante, la que mejor lo conocía. Di las gracias a Dios por ello.

La última vez que vi a Dean fue en unas circunstancias tristes y extrañas. Remi Boncoeur había llegado a Nueva York después de haber dado varias veces la vuelta al mundo en distintos barcos. Yo quería que conociese a Dean. Se conocieron pero Dean ya no podía hablar y no dijo nada, y Remi acabó yéndose a otra parte. Había sacado entradas para el concierto de Duke Ellington en el Metropolitan Opera e insistió para que Laura y yo fuéramos con él y su novia. Remi había engordado y estaba algo más triste, pero todavía conservaba sus modales de caballero y quería hacer las cosas del modo correcto, según recalcaba. Consiguió que su agente nos llevara al concierto en un cadillac. Era una fría noche de invierno. El cadillac estaba aparcado y listo para arrancar. Dean estaba junto a las ventanillas con su bolsa y dispuesto a dirigirse a la estación de Pennsylvania y atravesar el país.

– Adiós, Dean -le dije-. No sabes cuánto siento tener que ir al concierto.

– ¿No podría ir con vosotros hasta la calle Cuarenta? -me susurró-. Me gustaría estar contigo el mayor tiempo posible, y además hace un frío terrible en este Nueva York…

Hablé en voz baja con Remi. No, no quería. Le gustaba yo pero no le gustaban todos mis estúpidos amigos. No quería que volviera a estropearle la velada como había hecho en 1947 en el Alfred's de San Francisco con Roland Major.

– ¡Absolutamente imposible, Sal! -¡Pobre Remi! Llevaba una corbata especial que había preparado para ese día; tenía dibujada una copia de las entradas del concierto y los nombres de Sal, Laura, Remi y Vicki, su novia, además de una serie de chistes sin gracia y algunos de sus dichos favoritos como: «No se puede enseñar una nueva canción al viejo profesor».

Así que Dean no pudo venir con nosotros y lo único que pude hacer fue sentarme en la parte de atrás del cadillac y decirle adiós con la mano. El agente que conducía tampoco quería nada con Dean. Y el pobre Dean, enfundado en el apolillado abrigo que había traído especialmente para las gélidas temperaturas del Este, se alejó caminando solo, y mi última visión suya fue cuando dobló la esquina de la Séptima Avenida, mirando hacia delante, y lanzado de nuevo a la acción. Mi pequeña y queridísima Laura, a quien se lo había contado todo de Dean, casi se echó a llorar.

– ¡Oh, no podemos dejarle que se vaya así! ¿Qué podríamos hacer?

«Se ha marchado el viejo Dean», pensé y luego dije en voz alta:

– No te preocupes, sabrá arreglárselas.

Y seguimos hacia aquel triste y repugnante concierto al que no me apetecía nada ir y todo el tiempo estuve pensando en Dean y en cómo se subiría al tren y recorrería una vez más cinco mil kilómetros sobre este terrible país y nunca llegué a saber por qué se había presentado en Nueva York, excepto para verme.

Así, en esta América, cuando se pone el sol y me siento en el viejo y destrozado malecón contemplando los vastos, vastísimos cielos de Nueva Jersey y se mete en mi interior toda esa tierra descarnada que se recoge en una enorme ola precipitándose sobre la Costa Oeste, y todas esas carreteras que van hacia allí, y toda la gente que sueña en esa inmensidad, y sé que en Iowa ahora deben estar llorando los niños en la tierra donde se deja a los niños llorar, y esta noche saldrán las estrellas (¿no sabéis que Dios es el osito Pooh?), y la estrella de la tarde dedicará sus mejores destellos a la pradera justo antes de que sea totalmente de noche, esa noche que es una bendición para la tierra, que oscurece los ríos, se traga las cumbres y envuelve la orilla del final, y nadie, nadie sabe lo que le va a pasar a nadie excepto que todos seguirán desamparados y haciéndose viejos, pienso en Dean Moriarty, y hasta pienso en el viejo Dean Moriarty, ese padre al que nunca encontramos, sí, pienso en Dean Moriarty.

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