– Me gustaría desnudarme y revolearme por esta selva -dijo Dean-. ¡Sí, tío, coño! Y lo voy a hacer en cuanto encuentre un buen sitio.
Y de pronto, Limón apareció ante nosotros. Era un pueblo de la jungla, unas cuantas luces mortecinas, densas sombras, enormes cielos por arriba y unos cuantos hombres frente a un grupo de cabañas. Un cruce de carreteras tropical.
Nos detuvimos entre una tranquilidad inimaginable. Hacía tanto calor como dentro del horno de un panadero una noche de junio en Nueva Orleans. A lo largo de la calle había familias enteras sentadas al aire libre, charlando tranquilamente; de vez en cuando pasaban chicas, pero todas eran muy jóvenes y sólo tenían curiosidad por ver qué aspecto teníamos. Iban descalzas y sucias. Nos apoyamos en el porche de madera de una tienda destartalada con sacos de harina y pinas frescas rodeadas de moscas sobre el mostrador. Había una lámpara de petróleo y fuera unas cuantas luces mortecinas más, y el resto era oscuridad, oscuridad y oscuridad. Estábamos tan cansados que teníamos que dormir fuera como fuera y llevamos el coche por un camino de tierra hasta las afueras del pueblo. Hacía un calor tan increíble que era imposible dormir. Dean cogió una manta y se tumbó sobre la suave y caliente tierra del camino con ella debajo. Stan se estiró en el asiento delantero del Ford con las dos puertas abiertas para hacer corriente, pero no corría el más leve soplo de aire. Yo, en el asiento de atrás estaba bañado en sudor. Me bajé del coche y anduve vacilante en la oscuridad. Todo el pueblo se había ido a la cama; sólo se oía ladrar a los perros. ¿Cómo conseguiría dormir? Miles de mosquitos nos habían picado ya en el pecho y brazos y tobillos. Entonces tuve una brillante idea: salté al techo metálico del coche y me tendí allí boca arriba. Todavía no había brisa pero el acero era frío y me secó el sudor de la espalda dejando pegados a ella miles de insectos, y comprendí que la selva nos traga y nos convierte en parte de ella misma. Tumbado en el techo del coche cara al negro cielo me pareció estar encerrado en un baúl una noche de verano. Por primera vez en mi vida el ambiente no era algo que me tocara, que me acariciara, que me congelara, sino que era yo mismo. La atmósfera y yo nos convertimos en la misma cosa. Mientras dormía llovían encima de mi cara blandos chorros de microscópicos insectos que me proporcionaban una sensación agradable y sedante. No había estrellas en el cielo, totalmente invisible y pesado. Podía pasarme toda la noche allí con la cara expuesta a los cielos, y los cielos no me harían más daño que un manto de terciopelo que me envolviera. Los insectos muertos se mezclaban con mi sangre; los mosquitos vivos intercambiaban otras porciones de mi cuerpo; empezó a picarme todo y a oler yo mismo a la rancia, caliente y podrida selva; el pelo, la cara y los pies olían a selva. Para reducir el sudor me puse una camiseta manchada de insectos aplastados y volví a tumbarme. Una sombra en el camino me indicaba dónde dormía Dean. Le oía roncar. Stan también roncaba.
De cuando en cuando en el pueblo se veía un leve destello: era el vigilante nocturno que hacía su ronda con una linterna y que murmuraba levemente en la noche de la selva. Entonces vi que la luz se acercaba a donde estábamos y oí sus pasos sobre la capa de tierra y la vetegación. Se detuvo e iluminó el coche. Me senté y le miré. Con una voz trémula, casi de queja y extremadamente suave dijo:
– ¿Dormiendo? -y señaló a Dean tumbado en el camino. Entendí qué quería decir si "estaba durmiendo".
– Sí, dormiendo.
– Bueno, bueno -se dijo a sí mismo y se alejó como de mala gana y volvió a sus solitarias rondas. En América jamás han existido policías tan amables. Nada de sospechas, nada de líos, nada de molestias: era el vigilante del pueblo dormido.
Volví a mi cama de acero y me estiré con los brazos en cruz. Ni siquiera sabía si encima de mí había ramas o cielo abierto, pero no me importaba. Abrí la boca y respiré profundas bocanadas de aire de la jungla. De hecho no era aire, sino la palpable y viva emanación de árboles y pantanos. Me quedé despierto. En alguna parte los gallos empezaron a anunciar el alba. Seguía sin haber aire, tampoco había brisa ni humedad; únicamente existía la misma pesadez del Trópico de Cáncer que nos mantenía clavados a la tierra, a la que pertenecíamos. En el cielo no había ninguna señal del amanecer. De pronto oí ladrar furiosamente a los perros y después oí el débil clip-clop de los cascos de un caballo. Se iba acercando más y más. ¿Qué tipo de loco jinete de la noche podría ser? Entonces vi una aparición: un caballo salvaje, blanco como un fantasma, trotaba por el camino dirigiéndose directamente hacia Dean. Detrás los perros corrían y alborotaban. No los veía, eran sucios perros de la jungla, pero el caballo era blanco como la nieve e inmenso y casi fosforescente y fácil de ver. No sentí miedo por Dean. El caballo lo vio y pasó trotando junto a su cabeza, pasó tranquilamente junto al coche, relinchó suavemente, atravesó el pueblo acosado por los perros, se perdió en la selva por el otro lado y todo lo que seguí oyendo fueron sus cascos perdiéndose en la distancia. Los perros se calmaron y se pusieron a lamerse tranquilamente. ¿Qué era este caballo? ¿Qué mito, qué espíritu, qué fantasma? Conté lo que había pasado a Dean en cuanto se despertó. Creía que yo lo había soñado. Entonces recordó vagamente que había soñado con un caballo blanco y le dije que no había sido un sueño. Stan Shephard fue despartándose lentamente. En cuanto nos movíamos volvíamos a sudar terriblemente. La oscuridad seguía siendo total.
– Vamos a poner en marcha el coche para ver si conseguimos que haya algo de aire -grité-. Me muero de calor.
– De acuerdo.
Salimos del pueblo y continuamos por la carretera con el pelo al aire. El amanecer llegó en seguida envuelto en bruma gris y vimos densos pantanos a ambos lados con árboles cubiertos de yedra. Durante un rato avanzamos junto a las vías del tren. La extraña antena de la emisora de Ciudad Mante apareció ante nosotros como si estuviéramos en Nebraska. Encontramos una estación de servicio y llenamos el deposito mientras los últimos insectos de la noche de la jungla chocaban en masa contra las luces y caían a nuestros pies aleteando. Y había bichos con alas que medían sus buenos diez centímetros de largo, libélulas capaces de comerse a un pájaro, y miles de enormes mosquitos e innumerables insectos y arañas de todas clases. No dejaba de saltar sobre el suelo debido al miedo que me daban; por fin terminé dentro del coche con los pies cogidos con las manos contemplando asustado el suelo donde se agitaban los insectos alrededor de las ruedas.
– ¡Vamonos de una vez! -grité. A Dean y Stan no parecían molestarles en absoluto aquellos bichos; bebieron tranquilamente un par de botellas de Mission Orange mientras se los quitaban de delante a manotazos. Su camisa y pantalones, como los míos, estaban manchados de la sangre y los cuerpos de los insectos muertos. Nuestras ropas apestaban.
– ¿Sabes? Empieza a gustarme este olor -dijo Stan-. Ya no puedo olerme a mí mismo.
– Es un extraño olor, pero bueno -dijo Dean-. No me voy a cambiar de camisa hasta que lleguemos a Ciudad de México. Quiero llevármelo todo y recordarlo.
Seguímos rodando y un poco de aire alcanzó nuestros rostros abrasados y sucios.
Las montañas que teníamos delante eran verdes. Después de esta subida estaríamos de nuevo en la gran meseta y listos para lanzarnos directamente sobre Ciudad de México. Al poco tiempo nos encontramos a más de mil quinientos metros de altura entre desfiladeros cubiertos de niebla que dominaban ríos amarillos que parecían humear a más de mil metros abajo. Eran el gran río Moctezuma y sus afluentes. Los indios que veíamos en la carretera eran realmente extraños. Constituían una nación aparte, la de los indios de la montaña, separados de todo salvo de la autopista panamericana. Eran bajos, rechonchos y oscuros: tenían muy mala dentadura y llevaban enormes cargas sobre la espalda. Al otro lado de enormes quebradas cubiertas de vegetación, vimos parcelas cultivadas en bancales. Los indios subían y bajaban por estas laderas y cultivaban sus parcelas. Dean conducía a diez por hora para mirar.
– ¡Fíjate! Nunca creí que existiera algo así.
Muy arriba, en el pico más alto, tanto como muchos de los picos de las Montañas Rocosas, vimos que crecían bananas. Dean bajó del coche para señalarlas y se quedó inmóvil frotándose el vientre. Estábamos sobre una plataforma donde una choza con techo de paja quedaba como suspendida sobre el precipicio del mundo. El sol creaba doradas brumas que oscurecían el Moctezuma, ahora casi dos mil metros más abajo.
Delante de la cabaña había una niña india de unos tres años que se chupaba el dedo y nos observaba con unos enormes ojos oscuros.
– Probablemente no haya visto a nadie aparcado aquí en toda su vida -suspiró Dean-. ¡Hola, niña! ¿Cómo estás? ¿Te gustamos?- La niña miró hacia otro lado avergonzada y se echó a llorar. Seguimos hablándole y se tranquilizó; volvió a examinarnos y a chuparse el dedo-. Me gustaría poder regalarle algo… esta plataforma representa todo lo que conoce de la vida. Su padre probablemente esté bajando por la quebrada atado con una cuerda y cogiendo piñas o cortando leña en un ángulo de ochenta grados con todo el precipicio debajo. Esta niña nunca saldrá de aquí ni conocerá otra parte del mundo. Esto es una nación. ¡Vaya jefe que deben tener! Y probablemente más lejos de la carretera, encima de aquel farallón, a muchos kilómetros de aquí, sean más salvajes y extraños, seguro que sí, porque la autopista panamericana civiliza parcialmente a los que están más cerca de la carretera. -Dean señaló a la niña con una mueca de dolor-. Y no suda como nosotros, su sudor es aceitoso y siempre está ahí porque siempre hace calor, todo el año y no sabe lo que es no sudar; nació sudando y morirá sudando. -El sudor de la frente de la niña era espeso, perezoso; no corría; simplemente estaba allí y brillaba como aceite de oliva-. ¡Hay que ver lo que eso supondrá para ellos! ¡Lo diferentes que serán de nosotros en intereses y valoraciones y deseos! -Dean reanudó la marcha boquiabierto, a diez kilómetros por hora, deseando ver a todos los seres humanos que encontráramos en la carretera. Subíamos y subíamos.
A medida que íbamos subiendo el aire se hacía más fresco y en la carretera había indias que llevaban chales sobre la cabeza y los hombros. Nos llamaron desesperadamente; paramos a ver qué querían. Trataban de vendernos pequeñas cuentas de cristal de roca. Sus grandes ojos castaños miraban tan inocentemente y con tal intensidad que no sentimos el menor impulso sexual hacia ellas; además eran muy jóvenes, algunas sólo tenían once años aunque parecían tener treinta.