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Marylou se mostró totalmente de acuerdo, estaba decidida a dejar a Camille sin el cuero cabelludo. Habíamos convenido en que Marylou viviría conmigo en Frisco, pero acababa de ver que iban a seguir juntos y que yo continuaría solo en el otro extremo del continente. Pero, ¿por qué pensar en eso cuando la tierra dorada se extendía delante de nosotros y estaban acechándonos todo tipo de acontecimientos imprevistos para sorprendernos y hacer que nos alegráramos de estar vivos y verlos?

Llegamos a Washington al amanecer. Era el día de la inauguración del segundo período presidencial de Harry Truman. Un gran despliegue de material bélico estaba alineado en la avenida Pennsylvania mientras pasábamos por allí en nuestro zurrado barco. Había aviones B-29, lanchas de desembarco, artillería, todo tipo de material de guerra que resultaba mortífero sobre la nevada yerba; lo último que se veía era un pequeño bote salvavidas normal y corriente que daba pena. Dean aminoró la marcha para mirar todo eso. Movió la cabeza con cierto respeto.

– ¿Qué piensa hacer esta gente…? Harry está durmiendo en algún sitio de la ciudad… El bueno de Harry… de Missouri, como yo… Este bote debe ser suyo.

Dean se fue a dormir al asiento de atrás y Dunkel condujo. Le dimos instrucciones específicas de que se lo tomara con calma. Pero en cuanto nos oyó roncar se lanzó a ciento treinta por hora, con los amortiguadores estropeados y todo, y no sólo eso, sino adelantó a tres coches a la vez en un sitio donde había un policía discutiendo con un motorista. Iba por el cuarto carril de una autopista de cuatro, a velocidad superior a la permitida. Por supuesto, el policía se puso a seguirnos con la sirena sonando. Nos detuvimos. Nos dijo que le siguiésemos a la comisaría. Allí había un policía muy siniestro al que no le gustó Dean: olía a cárcel. Mandó fuera a su cohorte para interrogarnos a Marylou y a mi en privado. Querían saber la edad de Marylou para aplicarle la ley Mann. Pero ella llevaba un certificado de matrimonio. Entonces me llevaron aparte y quisieron saber quién se acostaba con Marylou.

– Su marido -dije yo sencillamente.

Pero no estaban satisfechos. Veían algo equívoco. Actuaron como Sherlock Holmes aficionados y nos hacían las mismas preguntas dos veces esperando que cometiéramos algún desliz.

– Estos dos chicos -dije-, van de regreso a California. Trabajan en el ferrocarril. Ella es la mujer del más bajo, y yo soy un amigo suyo que ha dejado la facultad para pasar unas vacaciones de quince días.

– ¿Ah, sí? -dijo el policía sonriendo-. ¿Es tuya esta cartera?

En definitiva, que el pestañí más siniestro puso una multa de veinticinco dólares a Dean. Les dijimos que sólo teníamos cuarenta para ir hasta el Oeste; dijeron que se la traía floja. Cuando Dean protestó, el más siniestro le amenazó con llevarle a Pennsylvania y formular una acusación concreta contra él.

– ¿Qué acusación?

– No te preocupes de eso. No te preocupes, listillo, eso es cosa nuestra.

Tuvimos que darles los veinticinco dólares. Pero antes Ed Dunkel, el culpable, se ofreció a ir a la cárcel. Dean consideró la oferta. El policía se enfadó y dijo:

– Si dejas que tu amigo vaya a la cárcel, te llevaré a Pennsylvania ahora mismo. ¿Me oyes? -Lo único que queríamos era irnos-. Otra multa por exceso de velocidad y pierdes el coche -añadió el policía más siniestro como andanada final. Dean tenía el rostro congestionado.

Partimos silenciosamente. Aquello era como invitarnos a robar con el fin de recuperar el dinero del viaje que nos habían quitado. Sabían que estábamos a dos velas y que no teníamos parientes en el camino o a quienes telegrafiar pidiendo dinero. La policía americana lleva a cabo una guerra psicológica contra los americanos que no les asustan con documentos y amenazas. Es una fuerza de policía victoriana; mira indiscretamente por las ventanas y quiere saberlo todo, y crean delitos si no existen delitos bastantes para satisfacerlos. «Nueve renglones de crímenes, uno de aburrimiento»: dijo Louis-Ferdinand Céline. Dean estaba tan enfadado que quería volver a Virginia y cargarse al policía en cuanto consiguiera un arma.

– ¡Pennsylvania! -se burló-. ¡Me gustaría saber de qué nos acusaba! De vagos y maleantes, seguramente; nos quitan todo el dinero y nos acusan de vagos. Tienen las cosas fáciles. Y me pegarían un tiro si me quejara. -No teníamos otro remedio que ponernos contentos de nuevo y olvidarlo todo. Cuando cruzábamos Richmond empezamos a olvidarnos del asunto, y en seguida todo iba cojonudamente.

Nos quedaban quince dólares para todo el viaje. Necesitábamos recoger autostopistas y vagabundos que nos ayudaran a pagar la gasolina. En el desierto de Virginia de repente vimos a un tipo caminando por la carretera. Dean se detuvo zumbando. Miré hacia atrás y dije que sólo era un vagabundo y que probablemente no tendría ni un centavo.

– De todos modos los recogeremos para divertirnos -rió Dean.

El hombre era un desharrapado, un tipo miope que caminaba leyendo un libro de bolsillo sucio que había encontrado en una alcantarilla. Subió al coche y siguió leyendo; estaba increíblemente sucio y cubierto de costra. Dijo que se llamaba Hyman Solomon y que viajaba por todos los Estados Unidos, llamando a las puertas de los judíos pidiéndoles dinero y diciendo:

– Denme dinero para comer, soy judío.

Añadió que se lo hacía bastante bien. Le preguntamos qué leía. No lo sabía. No se había molestado en mirar el título. Miraba únicamente las palabras como si hubiera encontrado la auténtica Torah en el lugar apropiado: el desierto.

– ¿Lo veis? ¿Lo veis? -decía Dean dándome codazos-. Dije que nos divertiríamos. El mundo entero está loco.

Llevamos a Solomon hasta Testament. Mi hermano ya se había instalado en la casa nueva de la otra parte de la ciudad. Estábamos de nuevo en la calle larga y miserable con las vías del tren en el medio y los tristes y lúgubres sureños pululando ante las tiendas.

– Veo que ustedes necesitan dinero para proseguir el viaje -dijo Solomon-. Espérenme, voy a conseguir unos cuantos dólares en una casa de judíos y seguiré con ustedes hasta Alabama.

Dean estaba contentísimo; él y yo corrimos a comprar queso y pan para comer dentro del coche. Marylou y Ed esperaron. Pasamos en Testament dos horas esperando por Hyman Solomon; estaba buscándose la vida en alguna parte de la ciudad, pero no conseguíamos verle. El sol comenzó a enrojecer. Se hacía tarde. Solomon nunca apareció, así que dejamos Testament.

– Ves, Sal, Dios existe, nos hemos quedado colgados en este pueblo, da igual lo que hagamos, y además fíjate en su extraño nombre bíblico, y en ese extraño tipo bíblico que nos hizo detenernos una vez más, y también fíjate en todas las cosas relacionadas con eso, lo mismo que la lluvia que relaciona todas las cosas del mundo entero…

Dean siguió así; estaba muy contento y exuberante. De pronto, él y yo vimos el país entero como si fuera una ostra abierta; y tenía perla, ¡tenía perla! Seguimos rumbo al Sur. Cogimos a otro autostopista. Era un chaval triste que dijo tener una tía que poseía una tienda en Dunn, Carolina del Norte, en las afueras de Fayetteville.

– Cuando lleguemos podrás sacarle un dólar, ¿no? ¡Estupendo! ¡Cojonudo! ¡Allá vamos!

Una hora después estábamos en Dunn; anochecía. Nos dirigimos adónde el chico dijo que su tía tenía la tienda. Era una calleja siniestra sin salida que terminaba en la pared de una fábrica. Había tienda pero no había tía. Nos preguntamos a qué se había referido el chico. Le dijimos que adónde iba; no lo sabía. Era una broma; en cierta ocasión había visto aquella tienda de Dunn y fue la primera historia que se le ocurrió. Le compramos un perrito caliente, pero Dean dijo que no le podíamos llevar porque necesitábamos sitio para dormir y para recoger autostopistas que pudieran pagar la gasolina. Era triste pero cierto. Lo dejamos en Dunn cuando caía la noche.

Conduje a través de Carolina del Norte hasta pasado Macón, Georgia, mientras Dean, Marylou y Ed dormían. Solo en la noche pensaba y mantenía el coche pegado a la línea blanca de la santa carretera. ¿Qué estaba haciendo? ¿Adónde iba? Pronto lo descubriría. Para resumir, después de Macón me sentí agotado y desperté a Dean. Bajamos del coche a respirar un poco de aire puro y de repente los dos quedamos superpasados al darnos cuenta de que en la oscuridad que nos rodeaba todo era verde yerba fragante y olor a estiércol reciente y a aguas cálidas.

– ¡Estamos en el Sur! ¡Hemos dejado atrás el invierno!

La débil luz del amanecer iluminaba brotes verdes al lado de la carretera. Respiré profundamente; una locomotora silbó en la oscuridad, camino de Mobile. Habíamos llegado. Me quité la camisa lleno de alegría. Quince kilómetros carretera abajo Dean entró en una estación de servicio con el motor parado. Había visto que el encargado estaba dormido apoyado en una mesa, y salió del coche, llenó tranquilamente el depósito, consiguió que el timbre no sonara, y nos largamos a la francesa con el depósito lleno con cinco dólares de gasolina.

Me dormí y desperté con el sonido de una música alegre y de Dean y Marylou hablando y la enorme pradera corriendo ante nosotros.

– ¿Dónde estamos?

– Acabamos de cruzar la frontera de Florida, tío… creo que por un sitio que se llamaba Flomaton.

¡Florida! Rodábamos hacia la llanura costera y hacia Mobile; arriba se alzaban grandes nubes sobre el golfo de México. Sólo hacía treinta y seis horas que habíamos dicho adiós a nuestros amigos en la sucia nieve del Norte. Paramos en una estación de servicio, y allí Dean y Marylou hicieron payasadas entre las bombas y Ed Dunkel fue adentro y robó tres paquetes de pitillos como si tal cosa. Continuamos. Al entrar en Mobile por la gran autopista costera, nos quitamos la ropa de invierno y disfrutamos de la temperatura del Sur. Fue entonces cuando Dean empezó a contarnos la historia de su vida y cuando, pasado Mobile, se encontró con un embotellamiento en un cruce de carreteras, en lugar de deternerse, se lanzó a toda pastilla por una vía lateral que llevaba a una estación de servicio y siguió, después de volver a la carretera, sin aminorar su velocidad de crucero de ciento diez. Dejamos rostros asombrados detrás. Prosiguió su relato:

– Os digo que es verdad, empecé a los nueve con una chica que se llamaba Milly Mayfair en la trasera del garaje de Rod, en la calle Grant: la misma calle en la que vivía Carlo en Denver. Eso era cuando mi padre todavía trabajaba algo de fontanero. Recuerdo a mi tía chillando por la ventana: «¿Qué estáis haciendo ahí detrás del garaje?» Oh, Marylou, guapa, ¡si te hubiera conocido entonces! ¡Coño! ¡Lo rica que debías estar a los nueve años! -se rió entre dientes como un loco; metió un dedo en la boca de Marylou y luego se lo chupó; cogió la mano de ella y se la pasó por su cuerpo. Marylou se limitaba a seguir sentada allí sonriendo tranquilamente.

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