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En aquellos días Carlo utilizaba un tono de voz que esperaba que sonase como lo que él llamaba La Voz de Piedra; la idea era pasmar a la gente y dejarla de piedra.

– Poneos dragones en los sombreros -nos advertía-, estáis en la buhardilla con los murciélagos -y nos miraba con ojos locos.

Desde la época de Dakar había pasado un período terrible que él denominaba el de las Calmas Santas, o de Harlem, cuando vivía en Harlem en pleno verano y por la noche se despertaba en su solitaria habitación y oía a «la gran máquina» bajando del cielo; y cuando caminaba por la calle 125 «debajo del agua» con los demás peces. Era un lío de ideas radiantes el que iluminaba su cerebro. Hizo que Marylou se sentase en sus rodillas y le ordenó que se tranquilizara.

– ¿Por qué no te sientas y te relajas? ¿Por qué andas dando saltos todo el tiempo? -Dean se movía de un lado a otro, puso azúcar en el café y dijo:

– Sí. Sí. ¡Sí!

Por la noche, Ed Dunkel dormía en el suelo encima de unos cojines, Dean y Marylou echaron a Carlo de su cama y éste se sentaba en la cocina, delante de unos riñones salteados, murmurando las predicciones de la piedra. Yo iba casi todos los días y lo observaba todo.

– Anoche -me dijo Ed Dunkel-, caminaba hacia Times Square y en cuanto llegué me di cuenta de que era un fantasma… sí, aquello era mi espíritu paseando por la acera -me dijo esto sin hacer ningún comentario, moviendo la cabeza enfáticamente. Diez horas más tarde, en mitad de la conversación de otro, Ed añadió-: Sí, era mi espíritu paseando por la acera.

De pronto, Dean se inclinó gravemente hacia mí y dijo:

– Sal, tengo que pedirte algo… es muy importante para mí… no sé cómo lo tomarás… pero somos amigos, ¿verdad?

– Claro, Dean -casi se puso colorado.

Por fin lo soltó: quería que me trabajara a Marylou. No le pregunté por qué pues sabía que quería ver cómo quedaba Marylou en brazos de otro hombre. Cuando me propuso la idea estábamos sentados en el Ritzy's Bar; habíamos pasado una hora caminando por Times Square, buscando a Hassel. El Ritzy's Bar es el bar de los maleantes callejeros de Times Square y alrededores; cambia de nombre todos los años. Entras y no se ve ni una chica, sólo hay un gran montón de jóvenes vestidos con todo tipo de ropa, desde camisas rojas a trajes completos. También era un bar de chulitos, de chicos que se ganan la vida por la noche con los tristes homosexuales viejos de la Octava Avenida. Dean entró con los ojos entornados para verlos bien a todos. Había maricones negros, hoscos chavales con pistola, marineros de navaja, delgados y ajenos yonquis y algún que otro policía de edad madura bien vestido que quiere pasar por corredor de apuestas y anda por allí medio por interés, medio por obligación. Era un sitio muy adecuado para que Dean me hiciera la propuesta. En el Ritzy's Bar se fraguan todo tipo de planes turbios -se podía oler en el aire- y todo tipo de actividades sexuales para acompañarlos. El atracador no propone sólo a un joven maleante un golpe en la calle 14, también le dice que vayan a acostarse juntos. Kinsey pasó un montón de tiempo en el Ritzy's Bar entrevistando a algunos de los chicos; yo andaba por allí la noche de 1945 en que estuvo su ayudante. Hassel y Carlo fueron entrevistados.

Dean y yo volvimos al apartamento en coche y encontramos a Marylou acostada. Dunkel andaba paseando su fantasma por Nueva York. Dean le contó a Marylou lo que había decidido. Ella se mostró encantada. Yo no estaba muy seguro de mí mismo. Tenía que demostrar que podía hacerlo. La cama había sido el lecho mortuorio de un tipo enorme y estaba hundida por el medio. Marylou estaba allí y Dean y yo a ambos lados equilibrando los dos extremos levantados del colchón. No sabía qué decir, y solté:

– ¡Mierda! No puedo hacerlo.

– Vamos, tío, lo prometiste -dijo Dean.

– ¿Y Marylou? -añadí-. Venga, Marylou, di lo que piensas.

– Adelante -me respondió.

Me abrazó y yo traté de olvidarme de que Dean estaba allí. Cada vez que recordaba que estaba allí en la oscuridad, escuchando cada sonido, no podía hacer más que reír. Era horrible.

– Debemos relajarnos -dijo Dean.

– Creo que no podré hacerlo. ¿Por qué no te vas un momento a la cocina?

Dean así lo hizo. Marylou se mostró muy tierna, pero le susurré:

– Espera hasta que seamos amantes en San Francisco; ahora no estoy por la labor.

Marylou dijo que tenía razón. Eramos tres hijos de la tierra intentando decidir algo por la noche y con todo el peso de los siglos pasados flotando en la oscuridad allí delante de nosotros. Había una extraña quietud en el apartamento. Fui junto a Dean, le di una palmada en el hombro y le dije que fuera a ver a Marylou; yo me retiré al sofá. Oía a Dean resoplando y agitándose frenéticamente. Sólo alguien que ha pasado cinco años en la cárcel puede llegar a estos extremos de maniático sin remedio; suplicando en la boca del manantial de la dulzura; enloquecido con la realización completamente fisica de los orígenes de la bendita vida; buscando ciegamente el regreso al lugar del que procede. Ese es el resultado de años enteros mirando fotografías porno entre rejas; observando las piernas y los pechos de las mujeres de las revistas, considerando la dureza de las celdas de acero y la blandura de la mujer que no está allí. En la cárcel uno se promete el derecho a vivir. Dean jamás había conocido a su madre. Cada nueva chica, cada nueva mujer, cada nuevo niño era un agregado más a su triste empobrecimiento. ¿Dónde estaba su padre? El viejo vagabundo Dean Moriarty viajando en trenes de carga, trabajando de pinche de cocina en las cantinas del ferrocarril, dando tumbos lleno de vino por callejas nocturnas, expirando sobre montones de carbón, perdiendo sus amarillentos dientes uno a uno en las zanjas del Oeste. Dean tenía pleno derecho a morir de la dulce muerte del amor total de su Marylou. No quería interferir, sólo quería ser su sucesor.

Carlo volvió al amanecer y se puso el albornoz. Llevaba días sin dormir. Se puso furioso al ver el desorden; pantalones y vestidos tirados por todas partes, colillas, platos sucios, libros abiertos, mermelada por el suelo… estábamos celebrando un gran debate. El mundo seguía rugiendo al dar la vuelta diariamente sobre sí mismo y nosotros realizábamos nuestros horribles estudios de la noche. Marylou estaba llena de moratones debido a una pelea con Dean; la cara de éste estaba arañada. Era hora de irnos.

Fuimos en el coche a mi casa, éramos diez, para coger mi bolsa y llamar al viejo Bull Lee a Nueva Orleans en el teléfono del bar donde Dean y yo habíamos hablado por primera vez años atrás cuando acudió a mi puerta queriendo aprender a escribir. Oímos la plañidera voz de Bull a unos tres mil kilómetros de distancia.

– Pero, vamos a ver, ¿qué queréis que haga con Galatea Dunkel? Lleva un par de semanas encerrada en su habitación y se niega a hablar con Jane o conmigo. ¿Está con vosotros el tipo ese, Ed Dunkel? ¡Por el amor de Dios, traedlo y que me libre de ella! Está durmiendo en la mejor habitación que tenemos y se está quedando sin dinero. Esto no es un hotel -decía Bull gritando por el teléfono.

Estábamos allí Dean, Marylou, Carlo, Dunken, yo, Ian MacArthur, su mujer, Tom Saybrook, y Dios sabe quién más, y gritábamos y bebíamos cerveza. Todos alrededor del teléfono aturdiendo a Bull, que por encima de todo detesta la confusión.

– Bien -dijo-, quizá tengáis más sensatez cuando bajéis hasta aquí, si es que venís.

Le dije adiós a mi tía y le prometí regresar dentro de un par de semanas y partimos de nuevo hacia California.

6

Lloviznaba y todo era misterioso al comienzo de nuestro viaje. Me decía que todo iba a ser una gran saga en la niebla.

– ¡Vamos allá! -gritó Dean-. ¡Allá vamos! -y se inclinó sobre el volante y salió disparado; había vuelto a su elemento, todos lo podíamos ver.

Estábamos todos encantados, nos dábamos cuenta de que dejábamos la confusión y el sinsentido atrás y realizábamos nuestra única y noble función del momento: movernos. ¡Y cómo nos movíamos! Pasamos como una exhalación junto a las misteriosas señales, blancas en la noche negra, de algún sitio de Nueva Jersey que decían SUR (con una flecha) y OESTE (con otra flecha) y seguimos la que indicaba el Sur. ¡Nueva Orleans! Ardía dentro de nuestras cabezas. Desde la sucia nieve de «la gélida y agotadora Nueva York», como Dean decía, no pararíamos hasta el verdor y el olor a río de la vieja Nueva Orleans, en el fondo de América; luego iríamos al Oeste. Ed iba en el asiento de atrás; Marylou, Dean y yo íbamos delante y hablábamos animadamente de lo buena y alegre que era la vida. Dean de pronto se puso tierno.

– Bueno, maldita sea, escuchadme bien, debemos admitir que todo está bien y que no hay ninguna necesidad de preocuparse, y de hecho debemos de darnos cuenta de lo que significa para nosotros ENTENDER que EN REALIDAD no estamos preocupados por NADA. ¿De acuerdo? -todos dijimos que sí-. Allá vamos todos juntos… ¿Qué hicimos en Nueva York? Olvidémoslo -todos habíamos reñido-. Todo eso queda detrás, a muchos kilómetros y cuestas de distancia. Ahora vamos a Nueva Orleans en busca de Bull Lee y no tenemos más que hacer que escuchar a este saxo tenor y dejarle que sople todo lo fuerte que quiera -subió el volumen de la radio hasta que el coche empezó a estremecerse-, y escuchad lo que nos dice y descansaremos y obtendremos conocimiento.

Todos seguíamos la música y estábamos de acuerdo. La pureza de la carretera. La línea blanca del centro de la autopista se desenrollaba siempre abrazada a nuestro neumático delantero izquierdo como si estuviera pegada a sus estrías. Dean, curvado su musculoso cuello, con una camiseta en la noche invernal, mantenía el coche a enorme velocidad. Insistió en que al atravesar Baltimore condujese yo para que adquiriera práctica con el tráfico; todo iba bien, excepto que él y Marylou insistían en conducir mientras se besaban y metían mano. Era una locura; la radio iba a plena potencia. Dean empezó a marcar el ritmo en el salpicadero hasta que éste se hundió; yo hice lo mismo. El pobre Hudson -el lento barco rumbo a China- estaba recibiendo una paliza.

– ¡Oh tío, qué gusto! -gritó Dean-. Marylou escúchame, guapa, sabes que soy capaz de hacerlo todo y al mismo tiempo, y que tengo una energía ilimitada. En San Francisco tenemos que vivir juntos. Sé de un sitio para ti, en el extremo de nuestro radio de acción. Estaré en casa y cada dos días tendremos doce horas para nosotros, y tío, sabes lo que podemos hacer en doce horas, guapa. Entretanto yo seguiré viviendo con Camille como si nada, ¿comprendes?, no se enterará. Haremos que funcione; ya lo hemos hecho otras veces.

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