Литмир - Электронная Библиотека
A
A

El alto y fuerte Ed Dunkel miraba por la ventanilla, hablando consigo mismo:

– Sí, señor, creo que aquella noche yo era un fantasma -y también se preguntaba lo que le diría a Galatea en Nueva Orleans.

– Una vez hice un viaje en un tren de carga desde Nuevo México hasta el mismísimo LA -siguió Dean-. Tenía once años, perdí a mi padre en un desvío; íbamos con un grupo de vagabundos y yo estaba con un tipo llamado Big Red. Mi padre estaba borracho en un furgón, el tren se puso en marcha y Big Red y yo le perdimos. No volví a verle durante meses. Me subí a un tren de carga larguísimo que iba a California, íbamos volando, era un tren de carga de primera clase, un Zipper del desierto. Yo iba subido a un tope todo el rato, podéis imaginaros lo peligroso que era, pero yo era sólo un niño y no lo sabía. Llevaba una hogaza de pan debajo del brazo y con el otro me agarraba a la barra del freno. No es un cuento, es verdad. Cuando llegué a LA tenía tantas ganas de leche y nata que me puse a trabajar en una lechería y lo primero que hice fue beberme un litro de nata espesa, muy espesa, y luego vomité.

– ¡Pobre Dean! -dijo Marylou y le besó. Dean miró hacia delante orgulloso. La chica lo quería.

De pronto circulábamos junto a las azules aguas del golfo y al mismo tiempo empezó algo realmente loco en la radio; era el programa de discos Chicken Jazz'n Gumbo de Nueva Orleans. Todo eran discos de jazz, discos de música negra, con el locutor diciendo:

– No os preocupéis por nada de nada.

Vimos delante a Nueva Orleans en la noche. Dean se frotó las manos encima del volante.

– Ahora lo pasaremos bien de verdad.

Al anochecer entrábamos en las bulliciosas calles de Nueva Orleans.

– ¡Fijaos! ¡Fijaos cómo huele la gente! -gritó Dean con la cabeza sacada por la ventanilla, husmeando-. ¡Vaya! ¡Dios! ¡Vida! -esquivó un tranvía-. ¡Sí! ¡Sí!

– lanzó el coche hacia delante mirando en busca de chicas-. ¡Fijaos en ésa ! -el aire de Nueva Orleans era tan dulce que parecía llegar en finos pañuelos; y podías oler el río y oler realmente a gente, y a barro, y a melaza, y a toda clase de emanaciones tropicales con la nariz súbitamente liberada del olor de los secos hielos del invierno del Norte. Saltamos en nuestros asientos-. ¡Cómo me gusta ésa! -gritó Dean señalando a otra mujer-. ¡Oh, cómo quiero a las mujeres! ¡Las quiero! ¡Creo que son maravillosas!

– se cogió la cabeza con ambas manos. Grandes gotas de sudor le caían de la frente a causa de la excitación y el agotamiento.

Metimos el coche en el ferry de Algiers y nos encontramos cruzando el río Mississippi en barco.

– Ahora tenemos que bajar y ver el río y a la gente y oler el mundo -dijo Dean ocupado con sus gafas de sol y sus pitillos y saltando fuera del coche como un muñeco con resorte. Le seguimos. Nos inclinamos sobre la borda y contemplamos al gran padre marrón de las aguas que bajaba desde el centro de América como un torrente de almas destrozadas llevando troncos de Montana y barro de Dakota e Iowa y cosas que habían caído en él en Three Forks, donde el secreto comenzaba siendo hielo. La brumosa Nueva Orleans iba quedando atrás por una borda; la vieja y soñolienta Algiers con sus retorcidos muelles de madera se nos echaba encima por la otra. Los negros trabajaban en el caluroso atardecer, alimentando las calderas del ferry que estaban rojas y hacían que olieran a goma quemada los neumáticos del coche. Dean anduvo entre ellos, subiendo y bajando en el calor. Anduvo por toda la cubierta y subió por una escalera con sus pantalones sueltos colgándole de la tripa. De pronto le vi anhelante como siempre en el puente. No me hubiera extrañado verle echarse a volar. Oí su risa de loco por todo el barco.

– ¡Ji-ji-ji-ji-ji!

Marylou estaba con él. Lo abarcó todo en un abrir y cerrar de ojos, bajó a contárnoslo todo, saltó dentro del coche precisamente cuando ya todos se preparaban para desembarcar, pasamos a dos o tres coches en un espacio estrechísimo, y nos encontramos atravesando Algiers como flechas.

– ¿Adónde? ¿Adónde?

Decidimos que primero iríamos a una estación de servicio a preguntar por el paradero de Bull. Los niños jugaban en el soñoliento atardecer del río; la chicas pasaban con pañuelos y blusas de algodón y sin medias. Dean corrió calle arriba para verlo todo. Miraba a todas partes; movía la cabeza; se frotaba el vientre. Ed estaba sentado en el asiento trasero del coche con un sombrero sobre los ojos, sonriendo a Dean. Me senté en el guardabarros. Marylou estaba en el servicio. Desde las orillas donde hombres infinitesimales pescaban con caña, y desde los brazos del delta que se extendían por una tierra cada vez más roja, el enorme río jorobado rodeaba Algiers con su brazo principal, con rumor indescriptible. Soñolienta y peninsular, Algiers parecía condenada a ser barrida algún día con sus avispas y chozas. El sol declinaba, los mosquitos revoloteaban, las temibles aguas rugían.

Fuimos a casa del viejo Bull Lee en las afueras del pueblo, cerca del malecón del río. Había una carretera que corría a lo largo de un pantano. La casa era una construcción vieja y destartalada con porches medio hundidos a su alrededor y sauces llorones en el patio; la yerba tenía un metro de altura, la vieja valla estaba vencida, unos viejos cobertizos en ruinas. No había nadie a la vista. Entramos directamente en el patio y vimos unos cubos con ropa a remojo en el porche trasero. Bajé del coche y me dirigí hacia la puerta. Jane Lee estaba apoyada en ella con los ojos mirando hacia el sol.

– Jane -le dije-. Soy yo. Somos nosotros -ella ya lo sabía.

– Sí, ya lo sé. Bull no está ahora. ¿No parece un incendio eso de allí? -ambos miramos hacia el sol.

– ¿Quieres decir el sol? -pregunté.

– Naturalmente que no me refiero al sol. Oigo sirenas por esa parte. ¿No te parece un resplandor especial? -era hacia Nueva Orleans y las nubes parecían raras.

– No veo nada -respondí.

– El mismo viejo Paradise de siempre -Jane se sorbió la nariz.

Fue así cómo nos saludamos el uno al otro después de cuatro años; Jane había vivido con mi mujer y conmigo en Nueva York.

– ¿Está aquí Galatea Dunkel? -pregunté.

Jane seguía buscando su incendio; en aquellos tiempos tomaba tres tubos de benzedrina diarios. Debido a las anfetas su rostro, en otro tiempo lleno y germánico y hermoso, se había vuelto de piedra y rojo y demacrado. Había tenido la poliomelitis en Nueva Orleans y cojeaba un poco. Silenciosamente, Dean y los demás salieron del coche y se instalaron más o menos por la casa. Galatea Dunkel abandonó su augusto retiro de la parte de atrás de la casa para recibir a su verdugo. Galatea era una chica seria. Estaba pálida y parecía haber llorado. Ed se pasó la mano por el pelo y dijo «hola». Ella lo miró fijamente.

– ¿Dónde has estado? ¿Por qué me has hecho esto? -y miró con desagrado a Dean; conocía el percal. Dean no le prestó ninguna atención; lo único que quería era comer; preguntó a Jane si había algo. La confusión comenzó en aquel mismo momento.

El pobre Bull volvió a casa en su Texas Chevy y se la encontró invadida de maniáticos; pero me dio la bienvenida con una agradable cordialidad que no había visto en él desde hacía muchísimo tiempo. Había comprado esta casa de Nueva Orleans con el dinero que había ganado cultivando guisantes en Texas en unión de un viejo compañero de la facultad cuyo padre, un loco parético, había muerto dejándole una fortuna. El propio Bull sólo recibía cincuenta dólares semanales de su familia, lo que no estaba del todo mal, pero lo gastaba casi todo en drogas… y el cuelgue de su mujer también era caro, ya que gastaba en benzedrina unos diez dólares a la semana. Sus gastos de comida eran los más bajos del país; raramente comían; tampoco comían sus hijos, aunque no se quejaban de ello. Tenían dos hijos maravillosos: Dodie, una niña de ocho años; y el pequeño Ray de uno. Ray andaba por el patio completamente desnudo: era una criatura rubia surgida del arco iris. Bull le llamaba «la bestezuela», inspirándose en W. C. Fields. Bull entró en el patio y se bajó del coche; desenrollándose hueso a hueso, se acercó con andar cansino. Llevaba gafas, sombrero de fieltro y un traje raído. Alto, delgado, encorvado, extraño y lacónico, dijo:

– Bien, Sal, por fin has llegado; entremos a tomar un trago.

Hubiera hecho falta toda la noche para hablar del viejo Bull Lee; de momento, diré que era un auténtico maestro, y debe añadirse que tenía todo el derecho del mundo a enseñar porque se pasaba la vida aprendiendo; y lo que aprendía era lo que él consideraba y llamaba «los hechos de la vida», de los que se informaba no sólo por necesidad, también por afición. Había arrastrado su largo y delgado cuerpo por todo los Estados Unidos y la mayor parte de Europa y el norte de África, sólo por ver cómo iban las cosas; se había casado en Yugoslavia con una condesa, rusa blanca, en la década de los treinta para salvarla de los nazis; tenía fotos de la época con cocainómanos internacionales muy elegantes: unos tipos despeinados que se apoyaban unos en otros; también hay fotos suyas con un panamá en la cabeza recorriendo las calles de Argel; nunca volvió a ver a la condesa rusa. Fue exterminador en Chicago, tuvo un bar en Nueva York y fue alguacil en Newark. En París se sentaba a las mesas de los cafés para observar los hoscos rostros franceses que pasaban. En Atenas levantaba la cabeza de su ouzo, dejaba de beber este dulce licor, y contemplaba a la que consideraba la gente más fea del mundo. En Estambul se le hizo entre opiómanos y vendedores de alfombras, buscando los hechos. Leyó a Spengler y al marqués de Sade en hoteles ingleses. En Chicago proyectó atracar unos baños turcos, se rezagó dos minutos tomando un trago, y sólo consiguió un par de dólares y tuvo que salir pitando. Hizo todas estas cosas por puro experimento. Ahora su estudio final era la adicción a las drogas. Andaba por las calles de Nueva Orleans con tipos siniestros y visitando los bares donde tenía a sus contactos.

Hay una extraña historia de sus días de estudiante que ilustra algo como es: una tarde había reunido a sus amigos para tomar unos cócteles en su elegante alojamiento cuando, de pronto, el hurón que tenía en casa, como animal de compañía, surgió de improviso y mordió el tobillo a un marica muy elegante, y todos los demás salieron chillando. Bull se levantó de un salto, cogió su escopeta y dijo:

– Huele otra vez a esa vieja rata -y disparó haciendo un agujero suficiente para cincuenta ratas.

31
{"b":"91068","o":1}