Terry salió dando un portazo. La abordé en la oscura carretera.
– ¿Qué es lo que pasa?
– Estamos riñendo todo el rato. Quiere que vaya a trabajar mañana. Dice que no quiere verme haciendo tonterías. Sal, quiero irme a Nueva York contigo.
– ¿Pero, cómo?
– No lo sé, queridísimo. Necesito estar contigo. Te quiero.
– Pero tengo que marcharme.
– Sí, sí. Vamos a acostarnos una vez más, luego te irás.
Volvimos al granero; hicimos el amor bajo la tarántula. ¿Qué estaba haciendo allí la tarántula? Dormimos un poco sobre los cestos mientras la hoguera moría. Terry volvió a su casa a medianoche; su padre estaba borracho; le oí rugir; luego se durmió y se hizo el silencio. Las estrellas velaban sobre el campo dormido.
Por la mañana, Heffelfinger el granjero asomó la cabeza por la puerta de los caballos y dijo:
– ¿Cómo van las cosas, amigo?
– Bien. Espero que no le molestará que esté aquí.
– Claro que no. ¿Andas con esa putilla mexicana?
– Es una chica muy buena.
– Y también muy guapa. Creo que el toro saltó la cerca. Tiene los ojos azules la chica, ¿eh? -hablamos de su granja.
Terry me trajo el desayuno. Tenía preparado mi saco de lona y estaba listo para partir hacia Nueva York en cuanto recogiera mi dinero en Sabinal. Sabía que ya había llegado. Le dije a Terry que me iba. Ella había pensado aquella noche en el asunto y se había resignado. Dominando su emoción me besó en el viñedo y caminó surco abajo. Nos volvimos tras una docena de pasos, porque el amor es triste, y nos miramos por última vez.
– Te veré en Nueva York, Terry -le dije. Habíamos hablado de que dentro de un mes iría a Nueva York con su hermano. Pero los dos sabíamos que no lo haría. Unos cincuenta metros después me volví para mirarla. Seguía caminando hacia la casucha llevando la bandeja de mi desayuno en la mano. Incliné la cabeza y la seguí observando. Bueno, ya estaba bien, tenía que seguir, estaba en marcha de nuevo.
Caminé hasta Sabinal autopista abajo comiendo nueces negras de un nogal. Me dirigí a las vías del tren y seguí por ellas haciendo equilibrios. Pasé por delante del depósito de agua y de una fábrica. Era el final de algo. Fui a la oficina de telégrafos de la estación en busca de mi giro de Nueva York. Estaba cerrada. Lancé un juramento y me senté en las escaleras a esperar. El que vendía los billetes volvió y me invitó a entrar. El dinero había llegado; mi tía me había salvado de nuevo.
– ¿Quién cree usted que ganará el campeonato mundial de este año? -dijo el viejo y flaco empleado. De repente, comprendí que había llegado el otoño y regresaba a Nueva York.
Caminé de nuevo por las vías a la triste luz de octubre del valle, con la esperanza de que pasara un tren de carga y unirme así a los vagabundos que comían uvas y leían tebeos. No pasó ningún tren. Bajé hasta la autopista y me recogieron en seguida. Fue el más rápido y estimulante trayecto de toda mi vida. El conductor era un violinista de una orquesta californiana de vaqueros. Tenía un coche último modelo y corría a ciento treinta por hora.
– No bebo cuando conduzco -dijo tendiéndome una botella. Tomé un trago y se la pasé-. ¡Qué coño! -añadió y bebió.
Cubrimos la distancia de Sabinal a LA en el tiempo asombroso de cuatro horas justas para los cuatrocientos kilómetros. Me dejó exactamente delante de la Columbia Pictures de Hollywood; tuve el tiempo justo de entrar y recoger mi guión rechazado. Entonces compré un billete de autobús hasta Pittsburgh. No tenía bastante dinero para ir hasta Nueva York. Ya me preocuparía de ello cuando llegara a Pittsburgh.
Como el autobús salía a las diez, tenía cuatro horas para recorrer Hollywood solo. Primero compré una hogaza de pan y salchichón y me hice diez emparedados para mantenerme durante el camino. Me quedaba un dólar. Me senté en la valla de cemento de un aparcamiento y me hice los emparedados. Mientras llevaba a cabo esta absurda tarea, grandes haces de focos de un estreno de Hollywood surcaban el cielo, el susurrante cielo de la Costa Oeste. A mi alrededor oía los ruidos de esta frenética ciudad de la costa de oro. Y a esto se redujo mi carrera en Hollywood… era mi última noche en Hollywood, y estaba extendiendo mostaza sobre pan en la parte trasera de un aparcamiento.
Al amanecer mi autobús zumbaba a través del desierto de Arizona: Indio, Blythe, Salomé (donde ella bailó); las grandes extensiones secas que al Sur llevan hacia las montañas mexicanas. Después doblamos hacia el Norte, hacia las montañas de Arizona, Flagstaff, pueblos entre las escarpaduras. Llevaba un libro que había robado en una librería de Hollywood, Le Grand Meaulnes, de Alain Fournier, pero prefería leer el paisaje americano que desfilaba ante mí. Cada sacudida, bandazo y tramo del camino aplacaba mis ansias. Cruzamos Nuevo México durante una noche negra como la tinta; en el amanecer grisáceo estábamos en Dalhart, Texas; durante la triste tarde del domingo rodamos de un chato pueblo de Oklahoma a otro; a caer la noche estábamos en Kansas. El autobús rugía. Volvía a casa en octubre. Todo el mundo vuelve a casa en octubre.
Llegamos a mediodía a San Luis. Di un paseo junto al río Mississippi y contemplé los troncos que bajaban flotando desde Montana, al Norte; grandes troncos de odisea de nuestro sueño continental. Viejos barcos fluviales con sus tallas de madera más talladas y pulidas aún por la intemperie descansaban en el barro poblado de ratas. Grandes nubes de la tarde se cernían sobre el valle del Mississippi. El autobús rugió aquella noche a través de los trigales de Indiana; la luna iluminaba las fantasmales espigas; casi era ya Todos los Santos. Conocí a una chica y nos achuchamos todo el tiempo hasta llegar a Indianápolis. Era muy miope. Cuando bajamos a comer tuve que llevarla de la mano hasta el mostrador del restaurante. Me pagó la comida; mis emparedados se habían terminado. A cambio le conté largas historias. Venía del estado de Washington, donde había pasado el verano recogiendo manzanas. Su casa estaba en una granja del estado de Nueva York. Me invitó a que fuera a verla. En cualquier caso, nos citamos en un hotel de Nueva York. Se bajó en Columbus, Ohio, y yo dormí el resto del camino hasta Pittsburgh. Hacía años y años que no me sentía tan cansado. Me quedaban todavía unos seiscientos kilómetros hasta Nueva York, haría autostop pues sólo tenía diez centavos. Caminé ocho kilómetros para salir de Pittsburgh, y en dos viajes, un camión con manzanas y un enorme camión con remolque, llegué a Harrisburg, una tibia y lluviosa noche del veranillo de San Martín. Me puse inmediatamente en marcha. Quería llegar a casa.
Aquélla fue la noche del Fantasma del Susquehanna. El fantasma era un trémulo viejecito con una bolsa de papel que decía dirigirse a «Canady». Caminaba muy de prisa, ordenándome que le siguiera, y dijo que había un puente allí delante por el que podríamos cruzar. Tendría unos sesenta años; hablaba sin parar de lo que comía, de la mucha mantequilla que le daban para las tortitas, de las rebanadas de pan extra, de cómo le habían llamado unos viejos de un porche de un asilo de Maryland y le habían invitado a quedarse con ellos el fin de semana, de que había tomado un agradable baño caliente antes de irse; de que había encontrado un sombrero sin estrenar en la cuneta de una carretera de Virginia y que se lo había puesto; de que visitaba el local de la Cruz Roja de cada ciudad y mostraba sus credenciales de la primera guerra mundial; de que la Cruz Roja de Harrisburg no merecía ni ese nombre; de cómo se las arreglaba en este duro mundo. Pero me di cuenta que sólo era un vagabundo semirrespetable que recorría a pie las vastedades del Este, pidiendo ayuda en los locales de la Cruz Roja y en ocasiones limosna en una esquina de la calle principal. Vagabundeamos juntos. Caminamos unos diez kilómetros a lo largo del siniestro Susquehanna. Era un río terrorífico. Tiene escarpaduras a ambos lados que se inclinan como fantasmas peludos sobre aguas desconocidas. Una noche oscurísima lo cubría todo. A veces desde las vías del tren del otro lado del río se elevaba el rojo resplandor de una locomotora que iluminaba las horripilantes escarpaduras. El hombrecillo dijo que tenía un cinturón muy elegante en su bolsa y nos detuvimos para que lo sacara.
– Lo tengo metido por aquí, en algún sitio… lo conseguí en Frederick, Maryland. ¡Maldita sea! ¿Me lo habré dejado encima del mostrador de Fredericksburg?
– ¿Quiere decir usted Frederick?
– No, no, Fredericksburg, Virginia.
Hablaba de Frederick, Maryland, y de Fredericksburg, Virginia. Caminaba por la calzada sin hacer ningún caso del peligroso tráfico y casi lo atrepellan unas cuantas veces. Yo le seguía por la cuneta. A cada momento esperaba que aquel pobre loco saliera por los aires volando, muerto. Nunca encontramos aquel puente. Me separé de él en un paso subterráneo del ferrocarril. La caminata me había hecho sudar tanto que me cambié de camisa y me puse dos jerseys; un parador iluminó mis tristes esfuerzos. Una familia entera vino caminando por la oscura carretera y me preguntó que qué hacía. Lo más extraño de todo era que en este parador de Pensylvanía una bella voz de tenor entonaba blues muy hermosos; escuché y gemí. Empezó a llover fuerte. Un hombre me llevó de regreso a Harrisburg y me dijo que iba por un camino equivocado. De pronto, vi al viejo vagabundo de pie bajo un triste poste del alumbrado con el pulgar extendido: ¡pobre ser desamparado, un pobre chico perdido hace tiempo y ahora convertido en un hundido fantasma del desierto de la pobreza! Le conté lo que pasaba al que me llevaba y el tipo se detuvo a informar al viejo.
– ¡Oiga, amigo! Va usted hacia el Oeste, no hacia el Este.
– ¿Cómo? -dijo el pequeño fantasma-. No va a decirme usted cuál es el camino adecuado. Llevo muchos años pateándome el país. Voy hacia Canady.
– Pero éste no es el camino de Canadá, es la carretera que lleva a Pittsburgh y Chicago.
El viejo se enfadó con nosotros y se alejó. Lo último que vi de él fue su bamboleante bolsita blanca desapareciendo en la oscuridad de los tristes Alleghanis.
Creía que toda la soledad de América estaba en el Oeste hasta que el Fantasma del Susquehanna me demostró lo contrario. No, también hay soledad en el Este; la misma que Ben Franklin recorrió en su carreta de bueyes cuando era administrador de correos, la misma de cuando George Washington luchaba contra los indios, de cuando Daniel Boone contaba anécdotas a la luz de las linternas en Pennsylvania y prometía encontrar el Paso, de cuando Bradford construyó la carretera y los hombres armaban líos en cabañas de troncos. No había ya grandes espacios de Arizona para el hombrecito, sólo el monte bajo del este de Pennsylvania, Maryland y Virginia, los caminos apartados, las carreteras de negro alquitrán que serpentean a lo largo de ríos siniestros como el Susquehanna, el Monongahela, el viejo Potomac y el Monocacy.