– ¿No piensan volver a Nebraska?
– Podría ser, pero allí no hemos dejado nada. Lo que queremos es comprar un remolque.
Nos agachamos y empezamos a trabajar. Era hermoso. Había tiendas esparcidas por el campo, y pasadas éstas, los morenos algodonales se extendían hasta donde alcanzaba la vista llegando a las pardas estribaciones surcadas por arroyos tras las que se destacaban en el aire azul de la mañana las sierras coronadas de nieve. Aquello era mucho mejor que lavar platos en South Main Street. Pero yo lo desconocía todo sobre la recogida del algodón. Empleaba demasiado tiempo desprendiendo las bolas blancas de sus crujientes bases; los otros lo hacían de un solo toque. Además, empezaron a sangrarme las yemas de los dedos; necesitaba guantes o más experiencia. En el campo también estaba una pareja de negros muy viejos. Recogían el algodón con la misma bendita paciencia con que sus abuelos lo hacían en Alabama antes de la guerra civil; se movían con seguridad a lo largo de sus hileras, agachados y activos, y sus sacos se llenaban. Empezó a dolerme la espalda. Pero era hermoso arrodillarse y esconderse en la tierra. Si quería descansar podía hacerlo con mi cara pegada a la húmeda tierra oscura. Los pájaros cantaban acompañándonos. Creí que había encontrado el trabajo de mi vida. Johnny y Terry llegaron saludándome con la mano a través del campo bajo el intenso calor del mediodía y se pusieron a trabajar conmigo. ¡Maldita sea! ¡Hasta Johnny lo hacía mucho más de prisa que yo…! y, por supuesto, Terry era dos veces más rápida. Trabajaban delante de mí y dejaban montones de algodón limpio para que lo metiera en el saco: los montones de Terry eran de trabajador avezado, los de Johnny menudos montones infantiles. Yo apenado los metía en el saco. ¿Qué tipo de hombre era que ni siquiera podía mantenerme, y mucho menos mantener a los míos? Pasaron la tarde entera conmigo. Cuando el sol enrojeció regresamos juntos. En un extremo del campo descargué mi saco en una balanza; pesaba veinte kilos y me dieron dólar y medio. Luego, en la bicicleta que me prestó uno de los okies fui hasta una tienda de la autopista 99 donde compré latas de espaguettis preparados y albondiguillas, pan, mantequilla, café y un pastel, y volví con la bolsa sobre el manillar. El tráfico zumbaba en dirección a LA los que iban a Frisco me acosaban por detrás. Maldecía y maldecía sin parar. Miré el cielo oscuro y le pedí a Dios mejores oportunidades en la vida y más suerte para ayudar a los que quería. Nadie me hacía el menor caso. Fue Terry la que me reanimó; calentó la comida en el hornillo de la tienda y fue una de las mejores comidas de toda mi vida, así estaba de hambriento y cansado. Suspirando como un viejo negro recogedor de algodón, me tumbé en la cama y fumé un pitillo. Los perros ladraban en la noche fría. Rickey y Ponzo habían dejado de visitarnos por la noche. Era muy de agradecer. Terry se acurrucaba junto a mí, Johnny se sentaba apoyado en mi pecho, y ambos dibujaban animales en mi cuaderno de notas. La luz de nuestra tienda brillaba en la temible llanura. La música vaquera sonaba en el parador y recorría los campos, toda tristeza. Eso me gustaba mucho. Besé a Terry y apagamos la luz.
Por la mañana el rocío hizo que la tienda se combara un poco; me levanté, cogí la toalla y el cepillo de dientes y fui a lavarme a los servicios del motel; luego volví, me puse los pantalones, que estaban todos rotos de arrodillarme en la tierra y que Terry había cosido la noche antes, me calé un destrozado sombrero de paja que originalmente había servido de juguete a Johnny, y crucé la autopista cargado con mi saco.
Ganaba aproximadamente dólar y medio diarios. Era lo justo para ir a comprar comida en la bicicleta por la tarde. Los días pasaban. Me olvidé por completo del Este y de Dean y Carlo y la maldita carretera. Johnny y yo jugábamos todo el tiempo; le gustaba que le lanzara al aire dejándole caer encima de la cama. Terry remendaba la ropa. Yo era un hombre de la tierra, precisamente como había soñado en Paterson que sería. Se decía que el marido de Terry había vuelto a Sabinal y me andaba buscando. Una noche los okies enloquecieron en el parador y ataron un hombre a un árbol y lo golpearon con bastones hasta dejarlo hecho papilla. Yo dormía y me enteré del asunto después. Pero desde entonces tenía un bastón enorme en la tienda por sí acaso se les ocurría que nosotros, los mexicanos, andábamos merodeando entre sus remolques. Creían que yo era mexicano, claro; y en cierto sentido lo era.
Ya era octubre y por la noche hacía mucho más frío. La familia okie tenía una estufa de leña y pensaban quedarse allí todo el invierno. Nosotros no teníamos nada, y hasta debíamos el alquiler de la tienda. Amargamente Terry y yo decidimos separarnos.
– Vuelve con tu familia -le dije-. Por el amor de Dios, no es posible que andes de tienda en tienda con un niño como Johnny; el pobre se va a morir de frío.
Terry lloró porque creyó que criticaba sus instintos maternales; pero no hablaba de eso. Cuando Ponzo apareció una mañana gris con el camión decidimos ir a ver a la familia de Terry para plantearles la situación. Pero no debían verme y tuve que esconderme en los viñedos. Partimos para Sabinal; el camión se estropeó y simultáneamente empezó a llover de modo torrencial. Nos quedamos en el viejo camión soltando maldiciones. Ponzo bajó y trató de arreglarlo bajo la lluvia. Después de todo, no era tan mala persona. Nos prometimos mutuamente una juerga más. Fuimos a un miserable bar del barrio mexicano de Sabinal y pasamos una hora bebiendo cerveza. Había terminado con mis sufrimientos en el campo de algodón. Sentía de nuevo la llamada de mi propia vida. Envié una tarjeta a mi tía pidiéndole otros cincuenta dólares.
Llegamos a la casucha de la familia de Terry. Estaba situada en la vieja carretera que corría entre los viñedos. Ya había oscurecido. Me dejaron a unos quinientos metros y continuaron hasta la puerta. Salía luz a través de ella; los otros seis hermanos de Terry estaban tocando la guitarra y cantando. El viejo bebía vino. Oí gritos y discusiones sobre la canción. Llamaron puta a Terry por haber abandonado a su marido y haber ido a LA dejando a Johnny con ellos. El viejo chillaba mucho. Pero la madre, una mujer triste, gorda y morena, se impuso, como siempre ocurre en las grandes familias campesinas de todo el mundo, y permitieron que Terry volviera a casa. Los hermanos comenzaron a cantar algo alegre y rápido. Agachado bajo el frío viento lluvioso yo lo observaba todo entre los tristes viñedos de octubre. Mi mente estaba invadida por esa gran canción de Billie Holiday «Lover Man»; tuve mi propio concierto entre las vides.
«Algún día nos encontraremos y secarás todas mis lágrimas y me susurrarás cosas dulces al oído, abrazándonos, acariciándonos, oh, lo que nos estamos perdiendo, amado mío, oh dónde estás…», y más que la letra es la música y el modo en que Billie canta, lo mismo que una mujer acariciando el pelo de su amante en la penumbra. El viento aullaba. Tenía mucho frío.
Terry y Ponzo volvieron y subí al bamboleante camión para reunimos con Rickey. Rickey ahora vivía con la mujer de Ponzo, Big Rosey; lo llamamos tocando la bocina en las míseras callejas. Big Rosey lo echó. Todo se iba al carajo. Esa noche dormimos en el camión. Terry se mantuvo apretada contra mí y me dijo que no me fuera. Podía trabajar recogiendo uvas y ganaría bastante dinero para los dos; entretanto, yo podría vivir en el granero de la granja de Heffelfinger, carretera abajo, cerca de su familia. No tendría otra cosa que hacer que pasarme el día entero sentado en la yerba comiendo uvas.
– ¿No te gusta eso?
Por la mañana vinieron a vernos unos primos de Terry en otro camión. De pronto, me di cuenta de que miles de mexicanos de toda aquella zona estaban enterados de lo de Terry y mío y que para ellos constituía un jugoso y romántico tema de conversación. Los primos eran muy educados y, de hecho, muy simpáticos. Estuve en su camión intercambiando amabilidades, hablando de dónde habíamos estado en la guerra y con qué grado. Eran cinco, estos primos, todos muy agradables. Al parecer, pertenecían a una rama de la familia de Terry que no alborotaba tanto como su hermano. Pero yo quería al salvaje de Rickey. Me juró que iría a Nueva York para reunirse conmigo. Me lo imaginé en Nueva York dejándolo todo para mañana * . Aquel día estaba borracho en un campo de no sé dónde.
Me bajé del camión en el cruce y los primos llevaron a Terry a casa. Cuando llegaron, me hicieron señas de que el padre y la madre no estaban en casa, sino recogiendo uva. Así que corrí a la casa para pasar la tarde. Era una casucha de cuatro habitaciones; no conseguí imaginarme cómo se las arreglaban para vivir allí. Las moscas volaban sobre el fregadero. No había persianas, justo como en la canción: «La ventana está rota y entra la lluvia.» Terry, ahora en su casa, trajinaba con los cacharros de la cocina. Sus dos hermanas me sonrieron. Los niños gritaban en la carretera.
Cuando el sol enrojeció tras las nubes de mi último atardecer en el valle, Terry me llevó al granero de la granja de Heffelfinger. Este Heffelfinger poseía una próspera granja junto a la carretera. Reunimos unas cuantas cestas, Terry trajo mantas de su casa y quedé instalado sin más peligro que una enorme tarántula peluda que acechaba desde el remate del techo. Terry me dijo que no me haría nada si no la molestaba. Me tumbé y la miré. Fuimos luego al cementerio y trepé a un árbol. En el árbol canté «Blue Skies». Terry y Johnny estaban sentados en la yerba; teníamos uvas. En California se chupa el zumo de la uva y se tiran los pellejos, un auténtico lujo. Cayó la noche. Terry fue a su casa a cenar y volvió a las nueve con tortillas deliciosas y puré de judías. Encendí una hoguera en el suelo de cemento para alumbrarnos. Hicimos el amor sobre los cestos. Terry se levantó y corrió a la casucha. Su padre la reñía, le oía desde el granero. Ella me había dejado un poncho para que me defendiera del frío; me lo puse y salí a la luz de la luna, entre los viñedos, a ver qué pasaba. Llegué hasta el final del surco y me arrodillé en la tierra caliente. Sus cinco hermanos entonaban melodiosas canciones en español. Las estrellas titilaban sobre el techo, salía humo por la chimenea. Olí a puré de judías y a chiles. El viejo gruñía. Los hermanos seguían canturreando. La madre estaba en silencio. Johnny y los niños se reían en el dormitorio. Un hogar californiano; escondido entre las viñas yo lo veía todo. Me sentí dueño de un millón de dólares; me estaba aventurando en la enloquecida noche americana.