Por la mañana, luminosa y soleada, Terry se levantó pronto y fue a buscar a su hermano. Dormí hasta mediodía; cuando me asomé a la ventana de repente vi un tren de carga con cientos de vagabundos tumbados en las plataformas, todos muy alegres con sus bultos por almohadas y leyendo tebeos, y algunos comiendo las ricas uvas californianas recogidas sobre la marcha.
– ¡Hostias! -grité-. Esto es la tierra prometida.
Todos venían de Frisco; dentro de una semana regresarían en el mismo plan, a lo grande.
Terry llegó con su hermano, el amigo de éste, y su hijo. Su hermano era un mexicano bastante dado a la priva, un buen tipo. Su amigo era un enorme mexicano gordo y fofo que hablaba inglés sin demasiado acento y se mostraba muy deseoso de agradar. Noté que miraba a Terry con muy buenos ojos. El hijo de ésta se llamaba Johnny, tenía siete años, ojos oscuros y dulces. Bueno, aquí estábamos, y empezó otro día disparatado.
El hermano se llamaba Rickey. Tenía un Chevvy del año 38. Nos amontonamos en él y partimos con rumbo desconocido.
– ¿Adónde vamos? -pregunté.
El amigo me lo explicó (se llamaba Ponzo, o así le llamaban todos). Apestaba. Descubrí por qué. Se dedicaba a vender estiércol a los granjeros; tenía un camión. Rickey siempre tenía tres o cuatro dólares en el bolsillo y se la sudaba todo. Siempre decía:
– Muy bien, hombre, allá vamos… ¡vamos allá! ¡vamos allá! -y allá iba. Se lanzó a más de cien por hora en el viejo trasto. Íbamos a Madera, pasado Fresno, a ver a unos granjeros para el estiércol. Rickey tenía una botella.
– Hoy beberemos, mañana trabajaremos. ¡Vamos hombre, pégale un toque!
Terry iba sentada detrás con su hijo; me volví hacia ella y vi reflejada en su rostro la alegría de estar de nuevo en casa. Ante nosotros corría locamente el hermoso campo verde del octubre californiano. Yo estaba encantado otra vez y dispuesto a lo que fuera.
– ¿Adónde vamos ahora, tío?
– En busca de un granjero que tiene algo de estiércol. Mañana volveremos con el camión y lo recogeremos. Haremos una pila de dinero. No te preocupes de nada.
– Estamos todos en el negocio -aulló Ponzo. Comprendí que así era… fuéramos adónde fuéramos todos estábamos en el negocio. Cruzamos a toda pastilla las locas calles de Fresno, y subimos valle arriba para visitar a algunos granjeros por caminos apartados. Ponzo bajaba del coche y mantenía confusas conversaciones con los viejos granjeros mexicanos; claro, que no sacaba nada en limpio.
– ¡Lo que necesitamos es un trago! -aulló Rickey, y bajamos del coche entrando en un saloon que había en un cruce. Los americanos siempre beben en los saloones de los cruces los domingos por la tarde; van con sus hijos; discuten y se pelean sobre qué cerveza es mejor; todo marcha bien. Llega la noche, los niños empiezan a llorar y sus padres están borrachos. Vuelven haciendo eses a casa. He estado bebiendo con familias enteras en saloones de los cruces de carreteras de todas las partes de América. Los niños comen palomitas y patatas fritas y juegan en la parte de atrás. Y eso hicimos. Rickey y yo y Ponzo y Terry nos sentamos y bebimos y alborotamos con la música; el pequeño Johnny jugó con otros niños alrededor de la máquina de discos. El sol empezó a ponerse rojo. No habíamos conseguido nada en concreto. Pero, ¿es que había algo que conseguir?
-Mañana * -dijo Rickey-. Mañana * , tío, lo haremos; toma otra cerveza, tío, vamos allá, ¡allá vamos!
Salimos dando tumbos y subimos al coche; fuimos a un bar de la autopista. Ponzo era un tipo enorme, ruidoso, que conocía a todo el mundo en el valle de San Joaquín. Desde el bar de la autopista fui en el coche solo con él a ver a un granjero; en vez de eso, nos quedamos atascados en el barrio mexicano de Madera, mirando a las chicas y tratando de ligarnos un par de ellas para Rickey y él. Y después, cuando el polvo púrpura descendía sobre los viñedos, me encontré sentado estúpidamente en el coche mientras él discutía con un mexicano bastante viejo a la puerta de una cocina sobre el precio de una sandía de las que el viejo cultivaba en la huerta de la parte trasera de su casa. Conseguimos la sandía; la comimos allí mismo y tiramos las cortezas a la sucia acera del viejo. Todo tipo de chicas preciosas pasaban por la calle que se iba oscureciendo.
– ¿Dónde coño estamos? -dije.
– No te preocupes, tío -respondió el enorme Ponzo-. Mañana haremos una pila de dinero; esta noche no hay que preocuparse de nada.
Regresamos y recogimos a Terry y a su hermano y al niño y rodamos hasta Fresno bajo las luces nocturnas de la autopista. Todos teníamos mucha hambre. En Fresno saltamos por encima de las vías del tren y llegamos a las ruidosas calles del barrio mexicano. Chinos extraños se asomaban a la ventana contemplando las calles nocturnas del domingo; grupos de chicas mexicanas pasaban contoneándose con sus pantalones; los mambos estallaban desde las máquinas de discos. Había guirnaldas de luces como en la víspera de todos los santos. Entramos en un restaurante mexicano y comimos tacos y tortilla de judías pintas; todo estaba delicioso. Saqué el último billete de cinco dólares que quedaba entre mí y Nueva Jersey y pagué la comida de Terry y la mía. Ahora tenía cuatro dólares. Terry y yo nos miramos.
– ¿Dónde vamos a dormir esta noche, guapa?
– No lo sé.
Rickey estaba borracho; todo lo que decía era:
– ¡Allá vamos, tío! ¡Allá vamos! -con voz tierna y cansada.
Había sido un día muy largo. Ninguno de nosotros sabía qué iba a pasar, o qué nos había dispuesto el Señor. El pobre Johnny se quedó dormido en mis brazos. Volvimos a Sabinal. En el camino paramos en seco ante un parador de la autopista 99. Rickey quería la última cerveza. En la parte trasera del parador había remolques y tiendas de campaña y unas cuantas destartaladas habitaciones tipo motel. Pregunté el precio y costaban dos dólares. Consulté a Terry al respecto y dijo que sí porque ahora tenía a su hijo con ella y el niño debía estar cómodo. Así que tras unas cuantas cervezas en el saloon, donde unos tétricos okies seguían con el pie la música de una orquesta vaquera, Terry y yo y Johnny fuimos a una habitación y nos dispusimos a meternos en el sobre. Ponzo andaba atravesado por allí; no tenía dónde dormir. Rickey dormiría en casa de su padre, en la casucha de los viñedos.
– ¿Y tú dónde vives, Ponzo? -le pregunté.
– En ninguna parte, tío. Debería vivir con Big Rosey, pero anoche me echó. Iré a mi camión y dormiré allí.
Se oían guitarras. Terry y yo miramos las estrellas y nos besamos.
-Mañana * -dijo ella-. Todo se arreglará mañana, ¿verdad que sí, Sal querido?
– Seguro que sí, guapa, mañana * -y siempre era mañana * . Durante la semana siguiente no oí otra cosa… mañana * , una palabra hermosa que probablemente quiera decir cielo.
El pequeño Johnny saltó a la cama vestido y se quedó dormido; de sus zapatos salió arena, arena de Madera. Terry y yo tuvimos que levantarnos en mitad de la noche para limpiar las sábanas de arena. Por la mañana me levanté, me lavé, y di una vuelta por aquel sitio. Estábamos a ocho kilómetros de Sabinal entre campos de algodón y viñedos. Pregunté a la enorme y gordísima dueña del campamento si quedaba alguna tienda libre. La más barata, un dólar diario, estaba libre. Le di el dólar y nos trasladamos a ella. Había una cama, un hornillo, y un espejo roto colgado de un poste; era delicioso. Tuve que agacharme para entrar, y cuando lo hice allí estaba mi novia y el hijo de mi novia. Esperamos a que Rickey y Ponzo llegaran con el camión. Llegaron con botellas de cerveza y empezaron a emborracharse dentro de la tienda.
– ¿Qué hay del estiércol?
– Hoy ya es demasiado tarde. Mañana, tío, mañana haremos una pila de dinero; hoy tomaremos unas cuantas cervezas. ¿Qué te parece una cerveza? -yo no necesitaba que me tentaran mucho-. ¡Vamos allá! ¡Vamos allá! -gritó Rickey, y empecé a comprender que nuestros planes de hacernos ricos con el camión de estiércol nunca se materializarían. El camión estaba aparcado a la puerta de la tienda. Olía como Ponzo.
Esa noche Terry y yo nos acostamos y respiramos el suave aire de la noche bajo nuestra tienda cubierta de rocío. Me disponía a dormir cuando ella dijo:
– ¿No quieres hacer el amor ahora?
– ¿Y qué pasará con Johnny? -le respondí.
– No te preocupes. Está dormido -pero Johnny no estaba dormido y no dijo nada.
Los otros dos volvieron al día siguiente con el camión de estiércol y se fueron en seguida a buscar whisky; volvieron y pasamos un buen rato en la tienda. Esa noche Ponzo dijo que hacía demasiado frío y durmió en el suelo de nuestra tienda, envuelto en una lona que olía a mierda de vaca. Terry le detestaba; dijo que siempre andaba con su hermano para estar cerca de ella.
No iba a pasarnos nada a Terry y a mí, excepto morirnos de hambre, así que por la mañana me dirigí al campo buscando un trabajo de recogedor de algodón. Todos me dijeron que fuera a la granja del otro lado de la autopista. Fui allí, y el granjero estaba en la cocina con su mujer. Salió, oyó lo que le contaba, y me avisó de que sólo pagaba tres dólares por cada cuarenta kilos de algodón recogido. Me imaginé que por lo menos recogería cien kilos diarios y acepté el trabajo. Sacó varios sacos enormes del granero y me dijo que la recolección se iniciaba al amanecer. Corrí a ver a Terry muy contento. En el camino un camión cargado de uva dio un salto debido a un bache y dejó caer tres grandes racimos sobre el ardiente alquitrán. Terry estaba contenta.
– Johnny y yo iremos contigo y te ayudaremos.
– Nada de eso -le respondí.
– Ya verás, ya verás. Coger algodón es muy duro. Te enseñaré cómo se hace.
Comimos las uvas y por la noche Rickey apareció con una hogaza de pan y medio kilo de hamburguesas y cenamos al aire libre. En una tienda más grande cerca de la nuestra vivía una familia de okies cosechadores de algodón; el abuelo se pasaba el día entero sentado en una silla: era demasiado viejo para trabajar; el hijo y la hija, y los hijos de ambos, cruzaban todos los amaneceres la autopista para trabajar en los campos de mi granjero. Al amanecer del día siguiente fui con ellos. Me dijeron que el algodón pesaba más al amanecer debido al rocío y que se ganaba más dinero entonces que por la tarde. Sin embargo, ellos trabajaban el día entero, de sol a sol. El abuelo había venido de Nebraska durante la gran plaga de los años treinta -aquella misma nube de polvo de la que me había hablado mi vaquero de Montana- con toda su familia en un camión destartalado. Llevaban en California desde entonces. Les gustaba trabajar. En diez años el hijo del viejo había aumentado en cuatro el número de sus propios hijos, algunos de los cuales ya eran lo bastante mayores como para recoger algodón. Y durante ese tiempo habían pasado de la harapienta pobreza de los campos de Simón Legree a una especie de risueña respetabilidad dentro de tiendas mejores, y eso era todo. Estaban muy orgullosos de su tienda.