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– ¡Es Don Ameche! ¡Es Don Ameche!

– ¡No, no! ¡Es George Murphy! ¡Sí, George Murphy!

También andaban por allí, mirándose unos a otros, apuestos maricas muy jóvenes que habían ido a Hollywood para ser vaqueros. Se humedecían las cejas con el dedo mojado en saliva. Las chicas más guapas del mundo pasaban con sus pantalones; habían llegado para ser estrellas y acababan en las casas de citas. Terry y yo intentamos encontrar trabajo en un cine al aire libre. Pero no hubo modo. Hollywood Boulevard era un tremendo frenesí de coches; había pequeños accidentes por lo menos a cada minuto; todos corrían hacia la última palmera… y después estaba el desierto y la nada. Los ligones de Hollywood permanecían delante de ostentosos restaurantes, discutiendo exactamente como discuten los ligones de Broadway ante el Jacobs Beach, en Nueva York, sólo que aquí llevaban trajes ligeros y su lenguaje era más ridículo. Altos, cadavéricos predicadores, desfilaban también. Mujeres gordas y chillonas cruzaban el bulevar corriendo para ocupar un puesto en la cola de los programas de radio. Vi a Jerry Colonna comprando un coche en Buick Motors; estaba dentro del enorme escaparate atusándose el bigote. Terry y yo comimos en una cafetería del centro que estaba decorada como una gruta, con tetas de metal surgiendo por todas partes y enormes e impersonales nalgas pertenecientes a deidades marinas y neptunos muy falsos. La gente comía lúgubremente junto a cascadas, con el rostro verde de tristeza marina. Todos los policías de LA parecen guapos gigolos; evidentemente habían venido a la ciudad a hacer cine. Todo el mundo había venido a hacer cine, hasta yo. Finalmente Terry y yo nos vimos obligados a buscar trabajo en South Main Street, entre los derrotados mozos y las chicas que lavaban platos y que no hacían ningún esfuerzo por disimular su fracaso, pero ni siquiera allí lo encontramos. Todavía nos quedaban diez dólares.

– Tío, voy a recoger mi ropa a casa de mi hermana y haremos autostop hasta Nueva York -dijo Terry-. Vamos, tío. Podemos nacerlo. Si no sabes bailar el boogie te enseñaré yo. -Esta última frase era de una canción que cantaba sin parar.

Fuimos a casa de su hermana en el miserable barrio mexicano de más allá de Alameda Avenue. Yo esperé en un callejón oscuro pues su hermana no debía verme. Pasaban perros. Había muy pocas luces iluminando las miserables callejas. Oí que Terry y su hermana discutían en la noche suave y caliente. Estaba decidido a todo.

Terry apareció y me llevó de la mano hasta Central Avenue, que es la zona principal de la gente de color de LA. ¡Y vaya sitio más tremendo! Había bares de mala muerte con el tamaño justo para una máquina de discos, y en la máquina sólo sonaban blues, bop y jump. Subimos unas sucias escaleras y llegamos a casa de Margarina, una amiga de Terry, que tenía que devolverle una falda y un par de zapatos. Margarina era una mulata deliciosa; su marido era negro como el carbón y amable. En seguida salió y trajo una botella de whisky para agasajarme adecuadamente. Intenté pagar una parte, pero dijo que no. Tenían dos hijos pequeños. Los niños saltaban encima de la cama; era su cuarto de juegos. Me echaron los brazos al cuello y me miraron asombrados. La noche sonora y salvaje de Central Avenue -la noche de «Central Avenue Breakdown» de Hamp- aullaba y alborotaba fuera. Había canciones en los portales, canciones en las ventanas, canciones por todas partes. Terry cogió su ropa y dijimos adiós. Fuimos a uno de los bares y pusimos discos en la máquina. Una pareja de negros me susurró al oído algo acerca de tila. Un dólar. Dije que de acuerdo, que la trajera. El contacto entró y me indicó que le siguiera a los retretes del sótano, donde me quedé mudo cuando dijo:

– Cógelo, tío, cógelo.

– ¿Coger qué? -dije yo.

Él ya tenía mi dólar. Le asustaba hasta señalar el suelo. Allí había algo que parecía como un pequeño chorizo de mierda. El tipo era absurdamente cauteloso.

– Tengo que tener cuidado, las cosas se han puesto jodidas la pasada semana -dijo.

Cogí el pitillo envuelto en papel marrón y volví junto a Terry, y nos fuimos a la habitación del hotel dispuestos a ponernos altos. No sucedió nada. Era tabaco Bull Durham. Me pregunté por qué no tenía más cuidado con mi dinero.

Terry y yo teníamos que decidir ya y de una vez por todas qué hacer. Decidimos hacer autostop hasta Nueva York con el dinero que nos quedaba. Ella había conseguido cinco dólares de su hermana aquella noche. Teníamos unos trece o algo menos. Así que antes de que venciera de nuevo el alquiler diario de la habitación, empaquetamos nuestras cosas y cogimos un coche rojo hasta Arcadia, California, donde, situado bajo montañas coronadas de nieve, está el hipódromo de Santa Anita. Era de noche. Nos dirigíamos hacia el interior del continente americano. Cogidos de la mano caminamos varios kilómetros carretera adelante para dejar atrás la zona poblada. Era un sábado por la noche. Estuvimos bajo una luz con los pulgares extendidos. Hasta que de repente empezaron a pasar coches llenos de chicos jóvenes gritando y agitando banderas.

– ¡Ra! ¡Ra! ¡Ra! ¡Ganamos! ¡Ganamos! -gritaban.

Entonces nos abuchearon divertidísimos al ver a un chico y una chica en la carretera. Pasaron docenas de coches de ésos llenos de caras jóvenes y «guturales voces juveniles», como dice el refrán. Los odiaba a todos. ¿Quiénes se creían que eran para abuchear a los que estaban en la carretera? ¿Es que por ser estudiantes traviesos y porque sus padres trinchaban el roast beef los domingos por la tarde tenían derecho a ello? ¿Quiénes eran ellos para burlarse de una chica en una situación difícil con el hombre al que quería? Nosotros nos ocupábamos de nuestras cosas. Pero no había modo de que nos cogiese nadie. Tuvimos que caminar de regreso a la ciudad, y lo peor de todo es que necesitábamos tomar un café y tuvimos la desgracia de ir a parar al único sitio abierto, una heladería para estudiantes, y todos los chicos estaban allí y nos recordaban. Ahora veían que Terry era mexicana, una paleta de Pachuco; y que el tipo que la acompañaba era algo peor todavía.

Con su preciosa nariz orgullosamente levantada Terry salió de allí y caminamos juntos en la oscuridad, al lado de la cuneta de la autopista. Yo llevaba las bolsas. Respirábamos niebla en el frío aire nocturno. Finalmente, decidí esconderme del mundo con ella una noche más, ¡que se fuera al diablo el día siguiente! Fuimos a un motel y conseguimos una pequeña suite confortable por unos cuatro dólares -ducha, toallas, radio, de todo-. Nos abrazamos estrechamente. Hablamos larga y seriamente y nos duchamos y discutimos de nuestras cosas, primero con la luz encendida y después apagada. Había algo que estaba demostrándose. La estaba convenciendo de algo, y ella aceptó, y firmamos el pacto en la oscuridad, sin aliento, luego contentos, como corderillos.

Por la mañana nos aferramos audazmente a nuestro nuevo plan. Cogeríamos un autobús hasta Bakersfield y trabajaríamos en la vendimia. Tras unas cuantas semanas haciendo eso nos dirigiríamos a Nueva York del modo adecuado: en autobús. Fue maravillosa la tarde del viaje a Bakersfield con Terry: nos sentamos en la parte de atrás, relajados, charlando, viendo desfilar el campo y sin preocuparnos de nada. Llegamos a Bakersfield al caer la tarde. El plan consistía en abordar a todos los mayoristas de frutas de la ciudad. Terry dijo que durante la vendimia viviríamos en tiendas de campaña. La idea de vivir en una tienda y recoger uva en las frescas mañanas californianas me atraía mucho. Pero no había trabajo, y sí mucha confusión, y todos nos daban indicaciones y ningún trabajo se materializó. Con todo, cenamos en un restaurante chino y volvimos a la tarea con nuevas fuerzas. Cruzamos la frontera hasta un pueblo mexicano. Terry parloteó con sus hermanos de raza preguntando por un trabajo. Ya era de noche y la calle del pequeño pueblo mexicano resplandecía de luz: cines, puestos de fruta, máquinas tragaperras, tiendas de precio único y cientos de destartalados camiones y coches destrozados llenos de barro aparcados por todas partes. Pululaban por allí familias enteras de vendimiadores mexicanos comiendo palomitas de maíz. Terry hablaba con todo el mundo. Empezaba a desesperarme. Lo que yo necesitaba -y Terry también- era un trago, Así que compramos un litro de oporto californiano por treinta y cinco centavos y fuimos a beber a los depósitos del ferrocarril. Encontramos un sitio donde los vagabundos habían hecho agujeros para encender fuego. Nos sentamos allí y bebimos. A nuestra izquierda había vagones de carga, tristes y manchados de rojo bajo la luna; enfrente estaban las luces de Bakersfield y su aeropuerto; a nuestra derecha, un enorme cobertizo de aluminio. Era una noche agradable, una noche caliente, una noche de beber vino, una noche de luna, una noche para abrazar a tu novia y charlar y desentenderse de todo lo demás y pasarlo bien. Que fue lo que hicimos. Terry bebió bastante, casi tanto o más que yo, y habló sin parar hasta medianoche. No nos movimos de aquellos agujeros. Ocasionalmente pasaban vagabundos, madres mexicanas con sus hijos pasaban también, y el coche patrulla de la pasma también vino a vigilar, y un policía se bajó a echar un vistazo; pero la mayor parte del tiempo estuvimos solos y unimos nuestras almas cada vez más hasta que hubiera sido terriblemente duro decirse adiós. A medianoche nos levantamos y nos dirigimos a la autopista.

Terry tenía una nueva idea. Iríamos haciendo autostop hasta Sabinal, su pueblo natal, y viviríamos en el garaje de su hermano. Yo estaba de acuerdo en ello, y en cualquier otra cosa. En la carretera, hice que Terry se sentara sobre mi saco para que pareciera una mujer en apuros y en seguida se detuvo un camión y corrimos hacia él alborozados. El hombre era un buen hombre; su camión era pobre. Avanzó ruidosa y torpemente por el valle. Llegamos a Sabinal en las tristes horas anteriores al alba. Yo había terminado el vino mientras Terry dormía, y estaba pasadísimo. Bajamos del camión y caminamos hacia la tranquila plazuela del pequeño pueblo californiano: un apeadero junto a la frontera. Fuimos en busca de un amigo del hermano de Terry que nos diría dónde estaba éste. No había nadie en casa. Cuando empezaba a amanecer me tumbé de espaldas sobre el césped de la plazuela del pueblo y repetía una y otra vez y otra:

– ¿Por qué no quieres decirme lo que ha hecho en Weed? ¿Qué ha hecho en Weed? ¿Dime que hizo? ¿Por qué no quieres decírmelo? ¿Qué ha hecho en Weed?

Eran frases de la película La fuerza bruta, cuando Burgess Meredith habla con el capataz del rancho. Terry se reía. Le parecía bien todo lo que yo hacía. Hubiera podido seguir tumbado allí hasta que las beatas vinieran a la iglesia y no le habría importado. Pero finalmente decidí que debíamos arreglarnos para ver a su hermano, y la llevé a un viejo hotel cerca de las vías y nos metimos en la cama.

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