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Esa noche dormí en un banco de la estación de ferrocarril de Harrisburg; al amanecer el jefe de estación me echó fuera. ¿No es cierto que se empieza la vida como un dulce niño que cree en todo lo que pasa bajo el techo de su padre? Luego llega el día de la decepción cuando uno se da cuenta de que es desgraciado y miserable y pobre y está ciego y desnudo, y con rostro de fantasma dolorido y amargado camina temblando por la pesadilla de la vida. Salí dando tumbos de la estación; ya no podía controlarme. Lo único que veía de la mañana era una blancura semejante a la blancura de la tumba. Me moría de hambre. Lo único que me quedaba en forma de calorías eran las gotas para la tos que había comprado en Shelton, Nebraska, meses atrás; las chupé porque tenían azúcar. No sabía ni cómo pedir limosna. Salí de la ciudad dando tumbos con apenas fuerzas suficientes para llegar a las afueras. Sabía que me detendrían si me quedaba otra noche en Harrisburg. ¡Maldita ciudad! Me recogió un tipo siniestro y delgado que creía en el ayuno controlado para mejorar la salud. Cuando ya en marcha hacia el Este le dije que me estaba muriendo de hambre, me respondió:

– Estupendo, estupendo, no hay nada mejor. Yo llevo tres días sin comer. Y viviré ciento cincuenta años.

Era un montón de huesos, un muñeco roto, un palo escuálido, un maníaco. Podría haberme recogido un hombre gordo y rico que me propusiera:

– Vamos a pararnos en este restaurante y comer unas chuletas de cerdo con guarnición.

Pero no. Aquella mañana tenía que cogerme un maníaco que creía que el ayuno controlado mejoraba la salud. Tras ciento cincuenta kilómetros se mostró indulgente y sacó unos emparedados de mantequilla, de la parte trasera del coche. Estaban escondidos entre su muestrario de viajante. Vendía artículos de fontanería por Pennsylvania. Devoré el pan y la mantequilla. De pronto, me empecé a reír. Estaba solo en el coche esperando por él que hacía visitas de negocios en Allentown, y reí y reí. ¡Dios mío! Estaba cansado y aburrido de la vida. Pero aquel loco me llevó hasta Nueva York.

De repente, me encontré en Times Square. Había viajado trece mil kilómetros a través del continente americano y había vuelto a Times Square; y precisamente en una hora punta, observando con mis inocentes ojos de la carretera la locura total y frenética de Nueva York con sus millones y millones de personas esforzándose por ganarles un dólar a los demás, el sueño enloquecido: cogiendo, arrebatando; dando, suspirando, muriendo sólo para ser enterrados en esos horribles cementerios de más allá de Long Island. Las elevadas torres del país, el otro extremo del país, el lugar donde nace la América de Papel. Me detuve a la entrada del metro reuniendo valor para coger la hermosísima colilla que veía en el suelo, y cada vez que me agachaba la multitud pasaba apresurada y la apartada de mi vista, hasta que por fin la vi aplastada y desecha. No tenía dinero para ir a casa en autobús. Paterson está a unos cuantos kilómetros de Times Square. ¿Podía imaginarme caminando esos últimos kilómetros por el túnel de Lincoln o sobre el puente de Washington hasta Nueva Jersey? Estaba anocheciendo. ¿Dónde estaría Hassel? Anduve por la plaza buscándole; no lo encontré, estaba en la isla de Riker, entre rejas. ¿Y Dean? ¿Y los demás? ¿Y la vida misma? Tenía una casa donde ir, un sitio donde reposar la cabeza y calcular las pérdidas y calcular las ganancias, pues sabía que había de todo. Necesitaba pedir unas monedas para el autobús. Por fin, me atreví a abordar a un sacerdote griego que estaba parado en una esquina. Me dio veinticinco centavos mirando nerviosamente a otro lado. Corrí inmediatamente al autobús.

Llegado a casa devoré todo lo que había en la nevera. Mi tía se levantó y me miró.

– Pobre Salvatore -dijo en italiano-. Estás delgado, muy delgado. ¿Dónde has andado todo este tiempo?

Había llegado con dos camisas y dos jerseys encima; mi saco de lona contenía los pantalones que había destrozado en los campos de algodón y los maltrechos restos de mis huaraches. Mi tía y yo decidimos comprar un frigorífico eléctrico nuevo con el dinero que le había mandado desde California; sería el primero que habría en la familia. Se acostó, y yo no me podía dormir y fumaba sin parar tendido en la cama. Mi manuscrito a medio terminar estaba encima de la mesa. Era octubre, estaba en casa, podía trabajar de nuevo. Los primeros vientos fríos sacudían la persiana; había llegado justo a tiempo. Dean se había presentado en mi casa, había dormido varias noches aquí esperándome; pasó varias tardes charlando con mi tía mientras ella trabajaba en la alfombra que tejía con las ropas que la familia iba desechando a lo largo de los años. Ahora estaba terminada y extendida en el suelo de mi dormitorio, compleja y rica como el propio paso del tiempo; finalmente, Dean se había ido dos días antes de mi llegada, cruzándose conmigo probablemente en algún lugar de Pennsylvania u Ohio, camino de San Francisco. Tenía allí su propia vida; Camille acababa de conseguir un apartamento. Nunca se me había ocurrido ir a verla mientras vivía en Mili City. Ahora era demasiado tarde y también había perdido a Dean.

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