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– Cuando escribas sobre el Rey de las Bananas escribirás realmente sobre cosas de interés humano.

Le dije que me la sudaba el Rey de las Bananas.

– Hasta que no comprendas la importancia del Rey de las Bananas no sabrás de nada acerca de las cosas de interés humano que hay en el mundo -dijo Remi enfáticamente.

Había un viejo carguero oxidado en la bahía que servía de baliza. Remi estaba empeñado en ir remando hasta él, así que una tarde Lee Ann preparó la merienda y alquilamos un bote y fuimos hasta él. Remi llevó algunas herramientas. Lee Ann se desnudó y se tumbó a tomar el sol en el puente. Yo la observaba desde la toldilla. Remi bajó a la sala de máquinas y daba martillazos buscando unos revestimientos de cobre inexistentes. Me senté en la cámara de oficiales que estaba hecha una pena. Era un barco muy viejo y había sido construido con cariño, tenía hermosas tallas de madera y arquetas empotradas. Era el fantasma del San Francisco de Jack London. Soñé en aquella soleada cámara. Ratas corrían por la despensa. Una vez, hacía tiempo, aquí había comido un capitán de ojos azules.

Bajé a reunirme con Remi en las entrañas del barco. Él tiraba de todo lo que le parecía medio suelto.

– No hay nada -me dijo-. Creí que habría cobre, pensaba que por lo menos quedaría alguna vieja tuerca. Este barco ha sido saqueado por una banda de ladrones.

El barco llevaba años en la bahía. El cobre había sido robado por una mano que ya ni era mano.

– Me gustaría -le dije a Remi-, dormir en este viejo barco alguna de estas noches, cuando haya niebla y todo cruja y se oiga el chapoteo de las boyas.

Remi estaba asombrado; su admiración hacia mí se duplicó.

– Sal -me dijo-, te daré cinco dólares si tienes el valor de hacer eso. ¿No te das cuenta que esto puede estar habitado por los espíritus de sus antiguos capitanes? No sólo te daré cinco dólares. Además te traeré remando hasta aquí, te prepararé la comida y te proporcionaré mantas y una vela.

– De acuerdo -le respondí.

Remi corrió a decírselo a Lee Ann. Me apetecía mucho subir hasta un mástil y dejarme caer encima de ella, pero mantuve la promesa hecha a Remi. Aparté la vista.

Entretanto comencé a ir a Frisco más a menudo; probé todo lo que dicen los libros que hay que hacer para ligar a una chavala. Hasta pasé una noche entera con una en el banco de un parque sin éxito. Era una rubia de Minnesota. Había muchísimos maricas. Fui varias veces a Frisco con la pistola y cuando en el retrete de un bar se me acercaba un marica sacaba la pistola y decía:

– ¿Cómo? ¿Qué estás diciendo? -y el tipo salía disparado.

Nunca entendí por qué hacía eso; conozco a maricas de todo el país. Debía tratarse de la soledad de San Francisco y del hecho de que tenía una pistola. Tenía que enseñársela a alguien. Pasaba junto a una joyería y tuve el súbito impulso de romper el cristal del escaparate, apoderarme de los anillos y pulseras más caros, y correr a regalárselos a Lee Ann. Después nos largaríamos juntos a Nevada. Había llegado el momento de marcharme de Frisco o me volvería loco.

Escribí largas cartas a Dean y Carlo, que ahora estaban en casa del viejo Bull en un delta de Texas. Decían que estaban dispuestos a venir a reunirse conmigo a Frisco en cuanto esto y lo otro estuviera listo. Entretanto todo comenzó a desplomarse entre Remi y Lee Ann y yo. Llegaron las lluvias de setiembre y con ellas arreciaron los líos. Remi había volado a Hollywood con Lee Ann, llevando mi triste y estúpido guión de cine y no pasó nada. El famoso director estaba borracho y no les hizo ningún caso; anduvieron por la playa de Malibú rondando la mansión del tipo; riñeron delante de otros invitados; volvieron en avión.

Lo que terminó por colmar el vaso fueron las carreras de caballos. Remi reunió todos sus ahorros, unos cien dólares, me prestó uno de sus trajes, cogió a Lee Ann del brazo, y nos llevó al hipódromo del Golden Gate, cerca de Richmond, al otro lado de la bahía. Para demostrar el buen corazón que tenía, cogió la mitad de los víveres robados, los metió en una enorme bolsa de papel marrón y se los llevó a una pobre viuda que conocía en Richmond y que vivía en un grupo de casas muy parecido al nuestro con mucha ropa tendida al sol de California. Fuimos con él. Había muchos niños tristes y harapientos. La mujer le dio las gracias. Era la hermana de un marino al que Remi conocía vagamente.

– No es nada, señora Carter -dijo Remi con su tono más elegante y educado-. Hay de sobra en el sitio de donde viene.

Proseguimos hasta el hipódromo. Hizo increíbles apuestas de veinte dólares a ganador, y antes de la séptima carrera lo había perdido todo. Con los dos últimos dólares que nos quedaban para comer algo hizo una nueva apuesta y también perdió. Tuvimos que volver a Frisco haciendo autostop. Me encontraba otra vez en la carretera. Un señor nos cogió en su rutilante coche. Yo me senté delante con él. Remi intentaba contarle no sé qué historia de que había perdido la cartera en la tribuna principal del hipódromo.

– Lo cierto es -dije yo-, que perdimos todo nuestro dinero en las carreras, y que en adelante, en vez de dejarnos llevar por corazonadas, acudiremos a un corredor de apuestas, ¿verdad Remi?

Remi se puso todo colorado. El hombre finalmente admitió que era un alto empleado del hipódromo del Golden Gate. Nos dejó delante del elegantísimo Hotel Palace; le vimos desaparecer entre los candelabros, con los bolsillos llenos de dinero y la cabeza muy alta.

– ¡Cojonudo! ¡Hay qué ver! -chillaba Remi en las calles nocturnas de Frisco-. Paradise viaja con el hombre que dirige el hipódromo y jura que en adelante irá a los corredores de apuestas. ¡Lee Ann, Lee Ann! -zarandeó a la chica-. ¡Es sin duda el tipo más divertido del mundo! ¡Tiene que haber muchos italianos en Sausalito! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! -se agarró a un poste para reírse mejor.

Aquella noche empezó a llover y Lee Ann nos miraba con asco. En casa no había quedado ni un centavo. La lluvia sonaba en el techo.

– Por lo menos va a durar una semana -dijo Remi.

Se había quitado su elegante traje; llevaba de nuevo los miserables pantalones cortos y el gorro militar y una camiseta. Sus grandes ojos castaños contemplaban las planchas de madera del suelo con expresión triste. La pistola estaba encima de la mesa. Oíamos al señor Nieve desternillándose de risa en algún lugar de la noche lluviosa.

– Estoy hasta los ovarios de ese hijoputa -soltó Lee Ann. Estaba dispuesta a iniciar una pelea. Comenzó a chinchar a Remi.

Este estaba ocupado buscando su cuaderno de notas negro; en él estaban apuntados los nombres de las personas, normalmente marinos, que le debían dinero. Junto a los nombres había escrito tacos en tinta roja. Temía el día en que mi nombre figurara en aquel cuaderno. Últimamente había estado mandando tanto dinero a mi tía que sólo gastaba unos cuatro o cinco dólares a la semana en comida. De acuerdo con lo que había dicho el presidente Truman, añadía muy pocos dólares al gasto público. Pero Remi consideraba que no contribuía bastante; solía dejar las cuentas de la tienda por todas partes, colgando con sus precios detallados, generalmente en el cuarto de baño o donde yo pudiera verlos y enterarme de mi tacañería. Lee Ann estaba segura de que Remi escondía parte de su dinero y de que yo hacía otro tanto. Amenazó con abandonarle. Remi frunció los labios.

– ¿Y adónde piensas ir? -dijo.

– Con Jimmy.

–  ¿Jimmy ? ¿Ese cajero del hipódromo? ¿Oyes eso, Sal? Lee Ann se va a ir a echar el lazo a un cajero del hipódromo. Ten cuidado, querida, y lleva tu escoba, los caballos van a comer esta semana montones de avena con mis cien dólares.

Las cosas empeoraron; la lluvia arreciaba. Lee Ann era la ocupante original de la casa, así que le dijo a Remi que cogiera sus cosas y se largara. Empezó a recogerlas. Me imagiré a mí mismo a solas en la casa con aquella arpía salvaje. Traté de mediar. Remi empujó a Lee Ann. Ella saltó hacia la pistola. Remi me dio el arma y dijo que la escondiera; tenía un cargador con ocho cartuchos. Lee Ann empezó a chillar, y finalmente se puso el impermeable y salió a buscar a un policía, ¡y vaya policía que iba a buscar! Nada menos que a nuestro viejo amigo de Alcatraz. Por suerte no estaba en casa. Volvió toda mojada. Me escondí en mi rincón con la cabeza entre las piernas. ¡Dios mío! ¿Qué estaba haciendo a cinco mil kilómetros de casa? ¿Por qué había venido hasta aquí? ¿Dónde estaba el mercante que iba a China?

– Y otra cosa, bicho asqueroso -aulló Lee Ann-. Esta noche será la última que te prepare tus sucios sesos y tus huevos, y tu sucio cordero al curry, así que ya puedes ir llenando tu sucia panza y ponerte gordo y desaparecer de mi vista.

– De acuerdo -dijo Remi tranquilamente-. Todo eso está muy bien. Cuando empecé contigo no esperaba rosas y la luz de la luna, así que todo esto no me sorprende. Hice por ti todo lo que pude, hice las cosas lo mejor que pude para ambos. Y ahora los dos me habéis dejado en la estacada. Me habéis decepcionado totalmente -y continuó con toda sinceridad-. Creí que saldría algo agradable y duradero de la mutua compañía. Lo intenté todo. Fui a Hollywood, le conseguí un trabajo a Sal, te compré ropa. Intenté presentarte a la gente más elegante de San Francisco. Te negaste, ambos os negasteis a realizar mis más mínimos deseos. No os pedía nada a cambio. Ahora os pido un último favor y después no os pediré nada más. Mi padrastro llega a San Francisco el sábado por la noche. Todo lo que os pido es que me acompañéis e intentéis aparentar que las cosas siguen igual que cuando le escribí. En otras palabras, tú, Lee Ann, serás mi novia, y tú, Sal, serás mi amigo. Tengo arregladas las cosas para que el sábado me presten cien dolares. Quiero que mi padre se divierta y se marche sin tener ningún motivo de preocupación con respecto a mí.

Todo esto me sorprendió. El padrastro de Remi era un médico muy conocido que había trabajado en Viena, París y Londres.

– ¿Quieres decir que te vas a gastar cien dólares con tu padrastro? -le dije-. ¡Tiene más dinero del que tendrás tú jamás! ¡Te vas a endeudar hasta las patas!

– Así es -dijo Remí tranquilamente y con tono de derrota en la voz-. Es lo último que os pido. Que por lo menos intentéis que las cosas parezcan que marchan bien, que intentéis causarle una buena impresión. Quiero a mi padrastro y le respeto. Va a venir con su nueva esposa. Debemos ser atentos con ellos.

Había veces que Remi era el más educado caballero del mundo. Lee Ann estaba impresionada, deseaba conocer al padrastro; si su hijo no era una buena presa, él sí podía serlo.

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