Llegó el sábado por la noche. Yo había dejado mi trabajo con los policías antes de que me despidieran por no hacer los suficientes arrestos, y sería mi última noche de sábado en Frisco. Remi y Lee Ann subieron a reunirse con el padrastro a la habitación de su hotel; yo tenía dinero preparado para el viaje y bebí un poco más de la cuenta en el bar del piso de abajo. Después subí a reunirme con todos, aunque con mucho retraso. El padre abrió la puerta. Era un hombre con gafas alto y distinguido.
– ¡Ah! -le dije al verle-. ¿Cómo está usted, señor Boncoeur? Je suis haut -añadí, con lo que intentaba traducir al francés nuestra expresión: «Estoy alto, he bebido un poco»; pero en francés no significa absolutamente nada. El médico se quedó perplejo. Comenzaba a joderle el asunto a Remi. Me miró sonrojado.
Fuimos a cenar a un restau+rante muy elegante: el Alfred's, en North Beach. Allí el pobre Remi se gastó sus buenos cincuenta dólares con nosotros cinco, bebidas incluidas. Y ahora vino lo peor. ¿Quién podía pensar que allí sentado en el bar del Alfred's estaba mi viejo amigo Roland Major? Acababa de llegar de Denver y había conseguido trabajo en un periódico de San Francisco. Estaba algo borracho. Ni siquiera se había afeitado. Corrió hacia mí y me dio una fuerte palmada en la espalda justo cuando me llevaba la copa a los labios. Se instaló junto al doctor Boncoeur y se echaba encima de la sopa del buen señor para hablar conmigo. Remi estaba colorado como un tomate.
– ¿No vas a presentarnos a tu amigo, Sal? -dijo con una débil sonrisa.
– Cómo no. Es Roland Major, del diario Argus, de San Francisco -intenté decir con aspecto muy serio. Lee Ann estaba furiosa conmigo.
Major empezó a hablar al oído del monsieur.
– ¿Le gusta enseñar francés en el colegio? -aulló.
– Perdóneme, pero yo no enseño francés en ningún colegio.
– ¡Oh! Yo creía que enseñaba francés en un colegio -estaba siendo deliberadamente brusco. Recordé la noche que no nos dejó celebrar nuestra fiesta en Denver; pero se lo perdoné.
Se lo perdoné todo a todos, me dejé ir, me emborraché. Me puse a hablar de la luna y de las flores con la joven esposa del médico. Había bebido tanto que tenía que ir al retrete cada dos minutos, y para hacerlo tenía que saltar por encima de las piernas del doctor Boncoeur. Todo se estaba yendo a la mierda. Mi estancia en Frisco se terminaba. Remi nunca me volvería a hablar. Eso era terrible porque yo le quería de verdad y era una de las pocas personas del mundo que sabía lo auténtico y buen amigo que era. Tardaría muchos años en olvidar todo esto. ¡Qué desastrosas resultaban las cosas comparándolas con lo que yo le había escrito desde Paterson planeando mi viaje por la roja línea de la Ruta 6 a través de América! Aquí estaba en el extremo oeste de América, en el culo del mundo, y no podía ir más allá, tenía que regresar. Decidí que por lo menos mi viaje fuera circular; entonces decidí que iría a Hollywood y volvería por Texas para ver a mis amigos del delta. El resto podía irse al carajo.
Echaron a Major del Alfred's. Como de todos modos la cena se había terminado, me uní a él; es decir, Remi lo sugirió; salí, pues, y nos fuimos a beber. Estábamos sentados en una mesa del Iron Pot y Major me dijo:
– Sam, no me gusta ese mariquita del bar.
– ¿Quién, Jake?
– Sam -repitió-, creo que voy a tener que levantarme y partirle la cara.
– No, Jake -le dije siguiendo con la imitación de Hemingway-. Apunta desde aquí y veremos lo que pasa -y acabamos dando tumbos en una esquina.
Por la mañana, mientras Remi y Lee Ann dormían, y mientras contemplaba con una tristeza enorme la gran pila de ropa que Remi y yo planeábamos lavar en la máquina Bendix del cobertizo de atrás (lo que siempre había sido una operación divertida, entre negras, al sol, y con el señor Nieve riendo sin parar), decidí marcharme. Salí al porche.
– No, coño -me dije-. He prometido no marcharme sin subir antes a esa montaña -es decir, a la parte más alta del desfiladero que llevaba misteriosamente al océano Pacífico.
Así que me quedé otro día. Era domingo. Había una gran ola de calor; era un día maravilloso, el sol se puso rojo a las tres. Inicié la ascensión y llegué a la cima a las cuatro. Por todos lados había esos hermosos álamos y eucaliptos de California. Cerca de la cima dejaba de haber árboles; sólo rocas y yerba. Hacia la costa había ganado pastando. Allí estaba el Pacífico, a unas cuantas colinas de distancia, azul y enorme y con una gran pared blanca avanzando desde el legendario terreno de patatas donde nacen las nieblas de Frisco. Dentro de una hora la niebla llegaría al Golden Gate y envolvería de blanco la romántica ciudad, y un muchacho llevando a una chica de la mano subiría lentamente por una de sus largas y blancas aceras con una botella de Tokay en el bolsillo. Eso era Frisco; y mujeres muy bellas a la puerta de blancos portales esperando a sus hombres; y la Torre Coit, y el embarcadero y la calle del mercado, y las once prolíficas colinas.
Vagué por allí hasta que me sentí aturdido; pensaba que iba a caerme como en un sueño, directamente al precipio y sin tener a qué agarrarme. ¿Dónde está la chica de mis amores? Y miraba a todas partes como antes había mirado al pequeño mundo de allá abajo. Y ante mí estaba la ruda y enorme y abultada comba de mi continente americano; y en algún sitio muy lejano y sombrío, el frenético Nueva York lanzaba hacia arriba su nube de polvo y de pardo vapor. Hay algo pardo y sagrado en el Este; California es blanca como frívola ropa puesta a secar… o al menos eso pensaba entonces.
Por la mañana Remi y Lee Ann dormían cuando silencioso empaqueté mis cosas y salí por la ventana del mismo modo en que había entrado, y me alejé de Mili City con mi saco de lona. Y nunca pasé una noche en el viejo barco fantasma -se llamaba Almirante Freebee- y Remi y yo nos perdimos el uno para el otro.
En Oakland tomé una cerveza entre los vagabundos de un saloon que tenía una rueda de carreta en la puerta, y estaba una vez más en la carretera. Dejé atrás Oakland para llegar a la carretera de Fresno. De dos saltos llegué a Bakersfield, unos seiscientos kilómetros al Sur. El primero que me recogió estaba loco; era un chaval rubio que iba en un trasto lleno de remiendos.
– ¿Ves este dedo? -me dijo mientras lanzaba el trasto aquel a ciento y pico por hora adelantando a todo el mundo-. Míralo -estaba cubierto de vendas-. Me lo acaban de amputar esta misma mañana. Los hijoputas querían que me quedara en el hospital. Cogí mi bolsa y me largué. ¿Qué es un dedo?
Sí, en efecto, dije para mis adentros, un dedo es muy poco. Pero hay que estar atento a la carretera y agarrarse fuerte. Nunca había visto a un conductor tan loco. Llegamos a Tracy en seguida. Tracy es un nudo ferroviario; los guardafrenos comen en restaurantes baratos cerca de las vías. Trenes pitan alejándose por el valle. El sol se pone lentamente muy rojo. Se despliegan todos los mágicos nombres del valle: Manteca, Madera y todos los demás. Llegó en seguida el crepúsculo, un crepúsculo púrpura sobre viñas, naranjos y campos de melones; el sol de color de uva pisada, cortado con rojo borgoña, los campos color amor y misterios españoles. Saqué la cabeza por la ventanilla y respiré profundamente la fragancia del aire. Fue el más hermoso de todos los momentos. El loco era un guardafrenos de la Southern Pacific y vivía en Fresno. Perdió su dedo en un cambio de vías de Oakland, no entendí muy bien cómo. Me llevó hasta el ruidoso Fresno y me dejó en la parte sur de la ciudad, fui a tomar una coca-cola rápido en un pequeño bar cercano a las vías, y allí junto a los furgones me encontré con un joven y melancólico armenio, y justo en ese momento pitó una locomotora y me dije:
– Sí, sí, el puebo de Saroyan.
Tenía que ir al Sur; cogí la carretera. Me recogió un hombre en un camión último modelo con remolque. Era de Lubbock, Texas y estaba en el negocio de los remolques.
– ¿No quieres comprar un remolque? -me preguntó-. Cuando quieras ven a verme.
Me contó historias de su padre en Lubbock.
– Una noche mi viejo dejó la recaudación del día olvidada encima de la caja fuerte. Y pasó que por la noche entró un ladrón con un soplete y, toda la pesca, forzó la caja, revolvió todos los papeles, tiró unas cuantas sillas y se largó. Y aquellos mil dólares quedaron allí encima de la caja. ¿Qué me dices a eso?
Me dejó al sur de Bakersfield y entonces empezó mi aventura. Hacía frío. Me puse el delgado impermeable del ejército que había comprado en Oakland por tres dólares y me quedé temblando en la carretera. Estaba frente a un elegante hotel de estilo español iluminado como una joya. Pasaban coches, en dirección a Los Angeles. Hacía gestos frenéticos. El frío era cada vez mayor. Estuve allí hasta medianoche, dos horas enteras, y maldiciendo sin parar. Era como en Sturat, Iowa, otra vez. No podía hacer más que gastarme los dos dólares y pico que costaba un autobús que me llevara los kilómetros que faltaban hasta LA. Anduve de regreso por la autopista hasta Bakersfield y, ya en la estación, me senté en un banco.
Había sacado mi billete y estaba esperando por el autobús de LA cuando de repente vi a la mexicanita más graciosa que quepa imaginar. Llevaba pantalones y estaba en uno de los autobuses que acababan de detenerse con gran ruido de frenos; los viajeros se apeaban a descansar. Los pechos de la chica eran firmes y auténticos; sus pequeñas caderas parecían deliciosas; tenía el pelo largo y de un negro lustroso; y sus ojos eran grandes y azules con cierta timidez en el fondo. Deseé estar en el mismo autobús que ella. Sentí una punzada en el corazón como me sucede siempre que veo a una chica que me gusta y que va en dirección opuesta a la mía por este enorme mundo. Los altavoces anunciaron la salida del autobús para LA. Cogí mi saco y subí y ¿quién se dirían que estaba allí? Nada menos que la chica mexicana. Me instalé en el asiento opuesto al suyo y empecé a hacer planes. Estaba tan solo, tan triste, tan cansado, tan tembloroso y tan hundido, que tuve que reunir todo mi valor para abordar a la desconocida y actuar. Pero pasé cinco minutos golpeándome los muslos en la oscuridad antes de atreverme mientras el autobús rodaba carretera adelante.
¡Tienes que hacerlo! ¡Tienes que hacerlo o te morirás! ¡Venga, maldito idiota, habla con ella! ¿Qué coño te pasa? ¿Es que todavía no estás lo suficientemente cansado de andar por ahí solo? Y antes de darme cuenta de lo que hacía, me incliné a través del pasillo hacia ella (estaba intentando dormir en su asiento) y le dije: