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– Les he dicho a unos cuantos que se estuvieran tranquilos y siguen haciendo ruido. Se lo he dicho dos veces. Siempre les doy un par de oportunidades. Pero nunca tres. Ven conmigo y los arrestaremos.

– Bueno, déjame que les dé una tercera oportunidad -le dije-. Hablaré con ellos.

– Nada de eso, jamás doy a un hombre más de dos oportunidades.

Suspiré. Allí fuimos los dos. Llegamos al barracón del lío. Sledge abrió la puerta y ordenó que salieran todos en fila. Yo estaba confuso. Todos nos pusimos colorados. Así son las cosas en América. Todo el mundo hace lo que se supone que debe de hacer. ¿Qué importaba que unos cuantos hombres hablaran en voz alta y bebieran de noche? Pero Sledge quería demostrar algo. Se aseguró de mi presencia por si acaso los otros se le echaban encima. Podrían haberlo hecho. Eran todos hermanos, todos de Alabama. Regresamos con ellos al puesto de mando. Sledge iba delante y yo detrás.

– Dígale a ese animal que no lleve las cosas tan lejos. Podrían echarnos y nunca llegaríamos a Okinawa -me dijo uno de los chicos.

– Hablaré con él.

En el puesto de mando le dije a Sledge que lo olvidara. Él me respondió en voz alta para que todos pudieran oírlo:

– Nunca doy a nadie más de dos oportunidades.

– ¿Y qué importa? -dijo el de Alabama-. ¿Qué más da dos que tres o las que sean? Perderemos nuestro empleo.

Sledge no respondió nada y llenó los formularios de denuncia. Sólo detuvo a uno; llamó al coche patrulla. Este llegó y se llevaron al chico. Los demás hermanos se retiraron con expresiones hoscas.

– ¿Qué dirá nuestra madre? -dijeron.

Uno de ellos se me acercó.

– Dígale a ese hijoputa texano que si mi hermano no ha salido de la cárcel mañana por la noche, se las tendrá que ver conmigo.

Se lo dije a Sledge en términos más suaves, y éste no respondió nada. El hermano fue puesto en libertad inmediatamente y no pasó nada. El grupo embarcó; llegó otro grupo. Si no hubiera sido por Remi Boncoeur no hubiera permanecido en el puesto ni un par de horas.

Pero muchas noches Remi y yo estábamos de servicio solos, y era entonces cuando todo andaba liado. Hacíamos nuestra primera ronda a primera hora de un modo despreocupado. Remi tocaba todas las puertas para ver si estaban cerradas y con la esperanza de que alguna no lo estuviera. Me decía:

– Hace años que tengo la idea de educar a un perro para que sea un superladrón que entre en las casas de la gente y les saque los dólares de los bolsillos. Le enseñaría que sólo debía coger los billetes verdes; haría que los estuviera oliendo el día entero. Si fuera humanamente posible, le enseñaría a coger únicamente los de veinte dólares.

Remi estaba lleno de este tipo de proyectos; habló del perro durante semanas. Sólo encontró una puerta sin cerrar en una sola ocasión. No me gustaba la idea, así que me alejé por el vestíbulo. Remi abrió la puerta con cuidado. Se dio de bruces con el jefe de los barracones. Remi odiaba la cara de aquel hombre. Me había preguntado:

– ¿Cómo se llamaba aquel escritor ruso del que siempre estás hablando; aquel que se metía periódicos en los zapatos y andaba por ahí con un sombrero hecho con un tubo de chimenea que había encontrado en un cubo de basura?

Era una exageración que yo le había contado de Dostoiewski.

– Si, eso es -seguía Remi-, eso es, Dostioffski. Un hombre con una cara como la de ese supervisor sólo puede tener un nombre: Dostioffski.

Bien, pues la única puerta que no estaba cerrada era la de Dostioffski. Estaba dormido cuando oyó que alguien trataba de abrir su puerta. Se levantó en pijama. Se acercó a la puerta con una cara dos veces más fea de lo habitual.

Cuando Remi abrió, se encontró con una cara de fiera que supuraba odio y reconcentrada furia.

– ¿Qué significa esto?

– Estaba intentando abrir esta puerta. Creía que era el… hmm… cuarto de limpieza. Buscaba una balleta.

– ¿Qué quiere decir con que buscaba una balleta?

– Bueno… verá…

Yo me acerqué y dije:

– Uno de los hombres ha vomitado en el vestíbulo de arriba. Tenemos que limpiarlo.

– Este no es el cuarto de la limpieza. Este es mi cuarto. Otro incidente como éste y haré que abran una investigación y los despidan. ¿Me han entendido bien?

– Un tipo vomitó arriba -repetí.

– El cuarto de la limpieza está ahí al fondo -y lo señaló, y esperó que fuéramos, cogiéramos una balleta, cosa que hicimos, y estúpidamente nos fuimos para arriba.

– Cagoendiós, Remi, siempre nos estás metiendo en líos. ¿Por qué no te quedas tranquilo? ¿Por qué quieres estar robando todo el tiempo?

– El mundo me debe unas cuantas cosas, eso es todo. No puedes enseñar al viejo profesor una nueva canción. Tú sigue hablándome así y empezaré a llamarte Dostioffski.

Remi era igual que un niño. En algún momento de su pasado, durante sus solitarios días en algún colegio de Francia, se lo habían quitado todo; sus padrastros se limitaban a meterlo interno en un colegio y lo dejaban allí; fue expulsado de un colegio tras otro; anduvo de noche por las carreteras de Francia inventando palabrotas a partir de su inocente repertorio de palabras. Estaba decidido a recuperar todo lo que había perdido; era una pérdida sin límites; algo que arrastraría para siempre.

La cantina de los barracones era nuestro principal campo de acción. Mirábamos alrededor para cercionarnos de que nadie nos vigilaba, y de modo especial para comprobar si alguno de nuestros compañeros nos estaba acechando; entonces yo me agachaba y Remi se me ponía de pie encima de los hombros y subía. Abría la ventana, que por la noche nunca tenía el pestillo echado, según habíamos comprobado, pasaba a través de ella, y descendía encima de una mesa. Yo, que era un poco más ágil, daba un salto y me colaba dentro a continuación. Entonces íbamos a la heladería. Allí, haciendo realidad un sueño de la infancia, cogía el helado de chocolate y hundía la mano en él y cogía un montón y lo saboreaba. Después cogíamos cajas de helado y nos las zampábamos añadiendo jarabe de chocolate por encima, y a veces también de fresa. Después nos dirigíamos a la cocina, abríamos los frigoríficos para ver lo que podíamos llevarnos a casa en el bolsillo. A veces, yo cortaba un trozo de carne y lo envolvía en una servilleta.

– Ya sabes lo que dijo el presidente Truman -solía comentar Remi-. Hay que reducir el coste de vida.

Una noche tuve que esperar mucho tiempo a que Remi llenara de comida una caja enorme. Luego, no podíamos sacarla por la ventana. Remi tuvo que desempaquetarlo todo y devolverlo a su sitio. Aquella misma noche, más tarde, cuando él había terminado su servicio y yo estaba solo, sucedió algo raro. Estaba dando una vuelta por el camino del viejo barranco, con la esperanza de encontrar un venado (Remi había visto venados por allí, pues aquella zona seguía siendo salvaje incluso en 1947), cuando oí un ruido aterrador en la oscuridad. Eran rugidos y jadeos. Creí que se trataba de un rinoceronte que se me echaba encima. Cogí la pistola. En las tinieblas del desfiladero apareció una figura alta con una cabeza enorme. De pronto, me di cuenta que era Remi con la enorme caja de víveres a la espalda. Jadeaba y gemía debido a su enorme peso. Había encontrado la llave de la cantina en algún sitio y sacó los víveres por la puerta principal. Le dije:

– Remi, creí que ya estabas en casa; ¿qué coño estás haciendo?

– Paradise -me respondió jadeando-, ya te he dicho muchas veces que el presidente Truman ha dicho que debemos reducir el coste de vida -y le oí alejarse gruñendo y resoplando en la oscuridad. Ya he descrito lo malo que era el sendero que llevaba a nuestra casa, cuesta arriba y cuesta abajo. Remi escondió los alimentos entre la alta yerba y regresó-. Sal, no puedo llevarlo todo yo solo. Voy a dividir la comida en dos cajas y me ayudarás.

– ¡Pero estoy de servicio!

– Yo vigilaré mientras no estás. Las cosas se están poniendo feas. Tenemos con acabar con esto del mejor modo posible, y no hay vuelta de hoja. -Se secó la cara-. ¡Puf! Te lo he repetido muchas veces, Sal, somos amigos y estamos metidos juntos en esto. No hay otro modo de hacerlo. Los Dostioffkis, la bofia, las Lee Anns, todos los canallas del mundo andan detrás de nosotros. Tenemos la obligación de evitar que nos impongan su modo de vida. Tienen un montón de modos para cazarnos aparte de sus asquerosas manos. Recuérdalo. No se puede enseñar al viejo profesor una nueva canción. Gingiol

– ¿Qué vamos a hacer con el asunto de nuestro embarque? -le pregunté finalmente. Llevábamos dos meses y medio haciendo estas cosas. Yo ganaba cincuenta y cinco dólares a la semana y le mandaba a mi tía una media de cuarenta. Sólo había pasado una noche en San Francisco durante todo este tiempo. Mi vida se limitaba a la casa, a las peleas de Remi y Lee Ann, y a las noches en los barracones.

Remi había desaparecido en la oscuridad en busca de la otra caja. Hice esfuerzos con él por aquella vieja carretera del Zorro. Apilamos los víveres, que llegaban hasta el techo, en la mesa de la cocina de Lee Ann. Ella se despertó y se frotó los ojos.

– ¿Sabes lo que el presidente Truman ha dicho?

Lee Ann estaba encantada. De repente empecé a darme cuenta de que en América todos somos unos ladrones natos. Yo mismo me estaba contagiando. Hasta empecé a inspeccionar las puertas para ver si estaban cerradas. Los otros policías empezaban a sospechar de nosotros; veían que no podían fiarse; su instinto infalible les decía lo que pasaba por nuestras mentes. Años de experiencia les habían enseñado a conocer a tipos como Remi y yo.

Durante el día, Remi y yo cogíamos la pistola e intentábamos cazar codornices en las colinas. Una vez Remi se arrastró hasta un metro de las cloqueantes aves y disparó su 32. Falló. Su potente risa resonó por los bosques de California y por América entera.

– Ha llegado el momento de que tú y yo vayamos a ver al Rey de las Bananas.

Era sábado; nos arreglamos y bajamos hasta la estación de autobuses del cruce. Llegamos a Frisco y callejeamos. Las risotadas de Remi resonaban en todos los sitios a los que íbamos.

– Tienes que escribir un relato sobre el Rey de las Bananas -me advirtió-. No engañes al viejo profesor poniéndote a escribir sobre otra cosa. El Rey de las Bananas es el tema obligatorio. Ahí tenemos al Rey de las Bananas.

El Rey de las Bananas era un viejo que vendía plátanos en la esquina. Yo me aburría, pero Remi me dio un codazo en las costillas y hasta me agarró por el cuello de la camisa.

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