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La admirable solidaridad de los extranjeros reconfortó los ánimos en la ciudad. Pero la situación era precaría. El 18 de abril, Wratislaw telegrafió a Londres: «Hoy el pan es escaso, mañana lo será aún más.» El 19, nuevo mensaje: «La situación es desesperada; aquí se habla de una última tentativa de romper el cerco.»

De hecho, ese día se estaba manteniendo una reunión en la ciudadela. Fazel anunció que las tropas constitucionales avanzaban desde Resht hacia Teherán, que el gobierno en el poder estaba a punto de derrumbarse y que faltaba poco para asistir a su caída. Y al triunfo de nuestra causa. Pero Howard tomó la palabra después de él para recordar que los bazares estaban ya vacíos de todo producto comestible.

– La gente ha sacrificado ya a los animales domésticos, incluidos los gatos callejeros, familias enteras vagan noche y día por las calles a la búsqueda de una granada raquítica, de un resto de pan de higo tirado en alguna cuneta. Corremos el peligro de que pronto se recurra al canibalismo.

– ¡Dos semanas, necesitamos resistir dos semanas solamente!

La voz de Fazel era suplicante. Pero Howard no podía hacer nada.

– Nuestras reservas nos han permitido subsistir hasta este momento. Ahora ya no tenemos nada que distribuir. Nada. Dentro de dos semanas la población estará diezmada y Tabriz será una ciudad fantasma. Estos últimos días ha habido ochocientos muertos. De hambre y de las innumerables enfermedades que el hambre provoca.

– ¡Dos semanas! ¡Sólo dos semanas! -repetía Fazel-. ¡Aunque haya que ayunar!

– ¡Todos estamos ayunando desde hace varios días!

– ¿Qué hacemos entonces? ¿Capitular? ¿Dejar cae esa formidable ola de apoyo que hemos levantado pacientemente? ¿No existe ningún medio de resistir?

Resistir. Resistir. Doce hombres trastornados, aturdidos por el hambre y el agotamiento, pero también por la embriaguez de la victoria al alcance de la mano, no tenían más que una obsesión: resistir.

– Habría una solución -dijo Howard-. Quizá…

Todos los ojos se volvieron hacia Baskerville.

– Intentar una salida por sorpresa. Si conseguimos recuperar esta posición -indicaba con el dedo un punto en el mapa- nuestras fuerzas se precipitarían por la brecha y restablecerían el contacto con el exterior. En el tiempo que el enemigo tarde en recuperarse, tal vez llegue la salvación.

Inmediatamente me declaré hostil a la propuesta; los jefes militares eran de mi misma opinión; todos, sin excepción, la juzgaban suicida. El enemigo estaba sobre un promontorio, a quinientos metros aproximadamente de nuestras líneas. Se trataba de cruzar esa distancia por terreno llano, escalar una imponente muralla de barro seco, desalojar a los defensores y luego instalar en la posición fuerzas suficientes para resistir el inevitable contraataque.

Fazel dudaba. Ni siquiera miraba al mapa, sino que se interrogaba sobre el efecto político de la operación. ¿Permitiría ganar algunos días? La discusión se prolongó haciéndose cada vez más animada. Baskerville insistía, argumentaba apoyado por Moore. El corresponsal del Guardian alegaba su propia experiencia militar, afirmando que el efecto sorpresa podría ser decisivo. Fazel terminó por decidirse.

– Sigo sin estar convencido, pero puesto que no puede planearse ninguna otra acción, no me opondré a la de Howard.

El día siguiente, 20 de abril, a las tres de la mañana, se lanzó el ataque. Se había convenido que si a las cinco se había conseguido tomar la posición, se realizarían otras operaciones en múltiples puntos del frente con el fin de impedir al enemigo sustraer tropas para el contraataque. Desde los primeros minutos la tentativa se vio comprometida: una barrera de fuego acogió la primera salida realizada por Moore, Baskerville y unos sesenta voluntarios más. Visiblemente, el enemigo no estaba nada sorprendido. ¿Le habría informado algún espía de nuestros preparativos? No se puede afirmar, ya que de todas formas el sector estaba muy protegido. Liakhov se lo había confiado a uno de sus más capacitados oficiales.

Fazel ordenó, razonablemente, poner fin de inmediato a la operación y dio la señal de retirada, una especie de canturreo prolongado; los combatientes retrocedieron. Varios estaban heridos, entre ellos, Moore.

Sólo uno no volvió. Baskerville. Fue fulminado en la primera descarga.

Durante tres días, Tabriz iba a vivir al ritmo de las condolencias, condolencias discretas en la Misión Presbiteriana, condolencias ruidosas, fervientes, indignadas en los barrios ocupados por los «hijos de Adán». Con los ojos enrojecidos, yo iba estrechando manos, la mayoría de ellas desconocidas, y dando interminables abrazos.

En la cohorte de los visitantes se encontraba el cónsul de Inglaterra, que me llevó aparte.

– Quizá lo que voy a decirle le sirva de algún consuelo. Seis horas después de la muerte de su amigo, me llegó un mensaje de Londres anunciándome que se había llegado a un acuerdo entre las potencias con respecto a Tabriz. Baskerville no ha caído inútilmente. Un cuerpo expedicionario se dirige ya hacia la ciudad para liberarla y abastecerla. Y para evacuar a la comunidad extranjera.

– ¿Un cuerpo expedicionario ruso?

– Por supuesto -admitió Wratislaw-. Son los únicos que disponen de un ejército en las proximidades. Pero hemos obtenido garantías. Los partidarios de la Constitución no serán molestados y las tropas del zar se retirarán en cuanto realicen su misión. Cuento con usted para convencer a Fazel de que deponga las armas.

¿Por qué acepté? ¿Por desánimo? ¿Por agotamiento? ¿Por un sentimiento persa de la fatalidad que se había insinuado en mí? El caso es que no protesté, que me dejé persuadir de que esa execrable misión me estaba destinada. Sin embargo, decidí no acudir inmediatamente a casa de Fazel. Prefería evadirme durante algunas horas junto a Xirín.

Desde nuestra noche de amor, sólo la había visto en público. El asedio había creado en Tabriz una atmósfera nueva. Se hablaba constantemente de infiltraciones enemigas. Por todas partes se creía ver espías o traidores. Hombres armados patrullaban por las calles y guardaban el acceso a los principales edificios. A las puertas del Palacio Vacío solía haber cinco o seis, a veces más. Aunque siempre me recibían con la mejor de sus sonrisas, su presencia me impedía toda visita discreta.

Esa noche, la vigilancia se había aflojado en todas partes y puede escurrirme hasta la habitación de la princesa. La puerta estaba entreabierta; la empujé silenciosamente.

Xirín estaba en la cama, sentada, con el Manuscrito abierto sobre sus rodillas levantadas. Me deslicé a su lado, hombro contra hombro, cadera contra cadera. Ni ella ni yo teníamos ánimos para caricias, pero esa noche nos amamos de otro modo, absortos en el mismo libro. Ella guiaba mis ojos y mis labios, conocía cada palabra, cada pintura; para mí, era la primera vez.

A menudo traducía al francés, a su manera, trozos de poemas de una sabiduría tan rigurosa, de una belleza tan intemporal que hacían olvidar que habían sido pronunciados por primera vez ocho siglos antes en algún jardín de Nisapur, de Ispahán o de Samarcanda.

Los pájaros heridos se esconden para morir.

Palabras de despecho, de consuelo, desgarrador monólogo de un poeta vencido y grandioso.

Paz al hombre en el negro silencio del más allá.

Pero también palabras de alegría, de sublime despreocupación:

¡Vino! Que sea tan rosa como tus mejillas

y que mis remordimientos sean tan ligeros como tus bucles.

Después de haber recitado hasta la última cuarteta y admirado durante largo rato cada miniatura, volvimos al principio del libro para recorrer las crónicas escritas en el margen. Primero la de Vartan el Armenio, que llega hasta pasada la mitad de la obra y gracias a la cual esa noche me enteré de la historia de Jayyám, de Yahán y de los tres amigos. A continuación venían, en unas treinta páginas cada una, las crónicas de los bibliotecarios de Alamut, padre, hijo y nieto, que relataban el extraordinario destino del Manuscrito después de su robo en Merv, su influencia sobre los Asesinos y la historia resumida de estos últimos hasta la oleada mogol.

Xirín me leyó las últimas líneas, cuya escritura me costaba mucho descifrar: «He tenido que huir de Alamut, la víspera de su destrucción, en dirección a Kirman, mi país de origen, llevándome el manuscrito del incomparable Jayyám de Nisapur, que he decidido esconder hoy mismo, esperando que no sea encontrado hasta que las manos de los hombres sean dignas de sostenerlo. Para ello me remito al Altísimo. Él guía a quien quiere y pierde a quien quiere…» A continuación había una fecha que según mis cálculos correspondía al 14 de marzo de 1257.

Permanecí pensativo.

– El Manuscrito se calla en el siglo XIII -dije. – A Yamaleddín se lo regalan en el XIX. ¿Qué pasaría en ese intervalo?

– Un largo sueño -dijo Xirín-. Una interminable siesta oriental. Luego un despertar sobresaltado en los brazos de ese loco de Mirza Reza. ¿No era de Kirman, como los bibliotecarios de Alamut? ¿Tanto te sorprende descubrir que tenía un antepasado Asesino?

Se había levantado para ir a sentarse en una banqueta ante su espejo oval, con un peine en la mano. Hubiera permanecido durante horas observando los graciosos movimientos de su brazo desnudo, pero ella me devolvió a la prosaica realidad.

– Deberías arreglarte para marcharte, si no quieres que te sorprendan en mi cama.

De hecho, la luz del día inundaba ya la habitación a través de las cortinas demasiado transparentes.

– Es verdad -dije cansado-. Me olvidaba de tu reputación.

Se volvió hacia mí riéndose.

– Desde luego me importa mucho mi reputación. No quiero que se diga en todos los harenes de Persia que un guapo extranjero ha podido pasar toda una noche a mi lado sin ni siquiera pensar en desnudarse. ¡Nadie volvería a desearme!

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