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A mi padre

Y ahora, ¡pasea tu mirada sobre Samarcanda! ¿No es la reina de la tierra? Más altiva que todas las ciudades, cuyos destinos tiene entre sus manos.

Edgar Allan Poe (1809-1849)

E n el fondo del Atlántico hay un libro. Yo voy a contar su historia. Quizá conozcan su desenlace, ya que sus tiempos los periódicos lo refirieron y luego algunas obras lo citaron: cuando el Titanic naufragó durante la noche del 14 al 15 de abril de 1912, mar adentro a la altura de Terranova, la más prestigiosa de víctimas fue un libro, un ejemplar único de los Ruba'iyyat de Omar Jayyám, sabio persa, poeta, astrónomo.

De este naufragio hablaré poco. Unos valoraron en dólares la desgracia y otros enumeraron debidamente los cadáveres y las últimas palabras. Seis años después, sólo me obsesiona aun ese ser de carne y tinta del que fui, por un momento, el indigno depositario. ¿No fui yo, Benjamin O. Lesage, quien se lo arrancó a su Asia natal? ¿No fue en mi equipaje donde se embarcó en el Titanic ? ¿Y quién interrumpió su milenario recorrido sino la arrogancia de mi siglo?

Desde entonces el mundo se ha cubierto cada día más de sangre y de tinieblas, y a mí la vida no me ha vuelto a sonreír. He tenido que separarme de los hombres para escuchar únicamente las voces del recuerdo y acariciar una ingenua esperanza, una insistente visión: mañana lo encontrarán. Protegido por su cofre de oro, emergerá intacto de las oscuras sombras marinas, enriquecido su destino con una nueva odisea. Unos dedos podrán acariciarlo, abrirlo, hundirse en él; unos ojos cautivos seguirán de margen en margen la crónica de su aventura, descubrirán al poeta, sus primeros versos, sus primeros, embelesos, sus primeros temores. Y la secta de los Asesinos. Luego, se detendrán incrédulos ante la pintura del color de la arena y la esmeralda.

No tiene fecha ni firma, sólo estas palabras, fervientes o desengañadas: Samarcanda, el más bello rostro que la Tierra haya vuelto jamás hacía el sol.

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