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Libro tercero. EL FIN DEL MILENIO

¡Levántate, tenemos la eternidad para dormir!

Omar Jayyám

XXV

H asta esta página he hablado poco de mí mismo, me interesaba exponer lo más fielmente posible lo que el Manuscrito de Samarcanda revela de Jayyám, de aquellos que conoció, de algunos acontecimientos que le tocó vivir. Queda por decir de qué manera esa obra, extraviada en el tiempo de los mogoles, reapareció en el corazón de nuestra época, en el transcurso de qué aventuras pude entrar en posesión de ella, y empecemos por ahí por qué cómica casualidad me enteré de su existencia.

Ya he mencionado mi nombre, Benjamin O. Lesage, A pesar de la consonancia francesa, herencia de un antepasado hugonote emigrado en el siglo de Luis XIV, soy ciudadano americano, natural de Annápolis, ciudad de Maryland, sobre la bahía de Chesapeake, modesto brazo del Atlántico. Sin embargo, mis relaciones con Francia no se limitan a esa lejana ascendencia; mi padre se esforzó por renovarlas. Siempre dio pruebas de una tranquila obsesión por sus orígenes; en su cuaderno de colegial había anotado: «¡Mi árbol genealógico sería, pues, derribado para construir una balsa de fugitivos!», y se había puesto a estudiar francés. Luego, solemne y emocionado, había cruzado el Atlántico en sentido inverso a las agujas del tiempo.

Su año de peregrinación fue demasiado mal o demasiado bien elegido. Salió de Nueva York el 9 de julio de 1870 a bordo del «Scotia», llegó a Cherburgo el 18 y a París el 19 por la noche. La guerra había sido declarada a mediodía.

Retirada, derrota, invasión, hambre, comuna, matanzas, jamás viviría mi padre un año más intenso, su más hermoso recuerdo. ¿Por qué negarlo? Hay un placer perverso en encontrarse en una ciudad sitiada, las barreras caen cuando se alzan las barricadas, hombres y mujeres vuelven a vivir las alegrías del clan primitivo. ¡Cuántas veces en Annápolis, en torno al inevitable pavo de las celebraciones, mi padre y mi madre evocaron con emoción el trozo de trompa de elefante que habían compartido la noche del Año Nuevo parisiense, comprado a cuarenta francos la libra en Roos, la carnicería inglesa del bulevar Haussmann!

Acababan de comprometerse y debían casarse un año más tarde. La guerra habla apadrinado su felicidad. «Desde mi llegada a París», recordaba mi padre, «tomé la costumbre de acudir por la mañana al Café Riche, en el bulevar Des Italiens. Me sentaba en una mesa con un montón de periódicos, Le Temps, Le Gaulois, Le Figaro, La Presse, y leía línea por línea, anotando discretamente en un cuadernillo las palabras que no lograba comprender, como “guëtre ” o “moblot ”*, para poder interrogar al erudito conserje a mi regreso al hotel.

* Guétre: polaina. Moblot: nombre que se les daba familiarmente a los soldados móviles de la Guardia Nacional. (N. de la T.)

»El tercer día, un hombre con bigote gris vino a sentarse en la mesa de al lado. Llevaba su propio montón de periódicos, que pronto dejó de lado para observarme; tenía una pregunta en la punta de la lengua y sin poder aguantarse me interpeló con voz ronca, sujetando con una mano la empuñadura de su bastón y tamborileando nervioso con la otra sobre el mármol mojado. Quería asegurarse de que ese hombre joven, aparentemente sano, tenía buenas razones para no encontrarse en el frente defendiendo a la patria. El tono era cortés, aunque no receloso y acompañado de miradas oblicuas en dirección al cuadernillo donde me había visto garabatear precipitadamente. No tuve necesidad de argumentar. Mi acento era mi elocuente defensa. El hombre se disculpó abiertamente, me invitó a su mesa, e invocó a La Fayette, Benjamin Franklin, Tocqueville y Pierre L'Enfant antes de explicarme con detalles lo que yo acababa de leer en la prensa, a saber: que esta guerra sólo sería para nuestras tropas un paseo hasta Berlín".»

Mi padre deseaba contradecirle. Aunque no sabía nada de la potencia comparada de los franceses y los prusianos, acababa de participar en la guerra de Secesión y lo habían herido en el asedio de Atlanta. «Yo podía dar testimonio de que ninguna guerra es un paseo», contaba, «pero las naciones son tan olvidadizas, la pólvora tan embriagadora, que me abstuve de polemizar. No era el momento de debates; aquel hombre no me estaba pidiendo mi opinión. De vez en cuando soltaba un “no es verdad” muy poco interrogativo; yo respondía con un movimiento de cabeza comprensivo.

»Era amable. Por lo demás, de ahí en adelante nos volvimos a encontrar cada mañana. Yo seguía sin hablar casi nada y él decía que se alegraba de que un americano pudiera compartir tan infaliblemente sus puntos de vista. Después del cuarto monólogo igualmente entusiasta, ese venerable caballero me invitó a acompañarle a su casa para almorzar; estaba tan seguro de obtener una vez más mi conformidad que llamó a un cochero antes incluso de que yo pudiera formular una respuesta. Tengo que confesar que nunca me arrepentí de ello. Se llamaba Charles-Hubert de Lugay y vivía en un hotel particular en el bulevar Poissonnière. Era viudo, sus dos hijos estaban en el ejército y su hija se convertiría en tu madre.»

Ella tenía dieciocho años y mi padre diez más. Durante largo tiempo se observaron, con un fondo de arengas patrióticas. A partir del 7 de agosto , cuando, después de tres derrotas sucesivas, estaba claro que la guerra estaba perdida y que el territorio nacional estaba amenazado, mi abuelo se hizo más lacónico. Su hija y su futuro yerno se esforzaban en aliviar su melancolía y una complicidad se estableció entre ellos. Desde entonces, una mirada bastaba para decidir quién debía intervenir y con la medicina de qué argumento.

«La primera vez que nos quedamos solos ella y yo en el inmenso salón, se produjo un silencio de muerte. Seguido de una carcajada. Acabábamos de descubrir que después de numerosas comidas en común, jamás nos habíamos dirigido la palabra directamente. Era una risa franca, cómplice, sin barreras, pero que hubiera sido de mal gusto prolongar. Se suponía que yo tenía que decir la primera palabra. Tu madre sostenía un libro apretado contra su pecho y yo le pregunté qué estaba leyendo.»

En ese preciso instante, Omar Jayyám entró en mi vida. Casi debería decir que me trajo al mundo. Mi madre acababa de comprar Les Quatrains de Khéyam, traduits du persan par J. B. Nicolas, ex-premier drogman de l'Ambassade francaise en Perse , publicado en 1867 por la Imprenta Imperial. Mi padre tenía en su equipaje The Rubáiyát of Omar Khayyám de Edward Fitzgerald, edición de 1868.

«Tu madre no pudo ocultar mejor que yo su satisfacción; ambos estábamos seguros de que las líneas de nuestras vidas acababan de unirse y ni por un momento se nos ocurrió pensar que podía tratarse de una trivial coincidencia en nuestras lecturas. Al instante, Omar se nos reveló como una contraseña del destino e ignorarlo hubiera sido casi un sacrilegio. Por supuesto, no dijimos nada de la conmoción que se había producido en nosotros; la conversación giró en torno a los poemas. Ella me contó que Napoleón III en persona había ordenado la publicación de la obra.»

Precisamente en aquel tiempo Europa acababa de descubrir a Omar. A decir verdad, a principios de siglo algunos especialistas habían hablado de él, su álgebra se había publicado en París en 1851 y habían aparecido unos cuantos artículos en revistas especializadas. Pero el público occidental aún no lo conocía, e incluso en Oriente ¿qué quedaba de Jayyám? Un nombre, dos o tres leyendas, unas cuartetas de factura incierta y una nebulosa reputación de astrólogo.

Y cuando en 1859 un oscuro poeta británico, Fitzgerald, decidió publicar la traducción de setenta y cinco cuartetas, el libro, del que se hizo una tirada de doscientos cincuenta ejemplares, fue recibido con indiferencia. El autor regaló algunos a sus amigos y el resto se eternizó en el librero Bernard Quaritch. «Poor old Omar», aparentemente el pobre Omar no interesaba a nadie, escribió Fitzgerald a su profesor de persa. Al cabo de dos años, el editor decidió liquidar las existencias: de un precio inicial de cinco chelines, The Rubaiyat pasó a un penique, sesenta veces menos. Incluso a ese precio se vendíó poco. Hasta el momento en que dos críticos literarios lo descubrieron. Lo leyeron. Se entusiasmaron. Volvieron al día siguiente. Compraron otros seis ejemplares para regalarlos entre sus amigos. Al darse cuenta del interés que se estaba despertando, el editor aumentó el precio, que pasó a ser de dos peniques.

¡Y pensar que en mi último viaje a Inglaterra tuve que pagar, en ese mismo Quaritch, ya lujosamente instalado en Picadilly, cuatrocientas libras esterlinas por un ejemplar que aún conservaba de aquella primera edición!

Pero en Londres el éxito no fue inmediato. Fue necesario recurrir a París, que Nicolás publicara su traducción, que Théophile Gautier lanzara desde las páginas del Moniteur Universel un rotundo «¿Han leído las cuartetas de Jayyám?», proclamando «esa libertad absoluta de espíritu que los más audaces pensadores modernos apenas pueden igualar», que Ernest Renan reconociera: «Jayyám es quizá el hombre que resulta más interesante estudiar para comprender en lo que se ha podido convertir el libre talento de Persia dentro de la opresión del dogmatismo musulmán», para que en el mundo anglosajón Fitzgerald y su «poor old Omar» salieran al fin del anonimato. El despertar fue entonces fulminante. De la noche a la mañana todas las imágenes del Oriente giraron únicamente en tomo al nombre de Jayyám, las traducciones se sucedieron, las ediciones se multiplicaron en Inglaterra y luego en varias ciudades americanas; se formaron sociedades «omarianas».

En 1870, repetimos, la moda Jayyám estaba en sus comienzos, el círculo de admiradores de Omar se ampliaba cada día, pero sin haber pasado aún los límites de la clase intelectual. Esa lectura común había acercado a mi padre y a mi madre y comenzaron a recitar las cuartetas de Omar y a discutir su significado: el vino y la taberna ¿eran en la pluma de Jayyám puros símbolos místicos, como afirmaba Nicolás? ¿O, por el contrario, eran la expresión de una vida de placeres, incluso de desenfreno, como sostenían Fitzgerald y Renan? En sus labios estos debates adquirían un nuevo sabor. Cuando mi padre evocaba a Omar acariciando los cabellos perfumados de su amada, mi madre enrojecía. Y fue entre dos cuartetas de amor cuando intercambiaron su primer beso. El día en que hablaron de boda se prometieron llamar a su primer hijo Omar.

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