– ¡Nunca se sabe, nuestros caminos podrían cruzarse!
Transcurrieron algunos segundos de mudos recuerdos. Luego Xirín dijo:
– No me fui de Teherán sin el libro.
– ¿El Manuscrito de Samarcanda ?
– Está constantemente sobre la cómoda, cerca de mi cama; no me canso jamás de hojearlo, me sé de memoria las Ruba'iyyat y la crónica que el texto lleva al margen.
– Daría con gusto diez años de mi vida por una noche con ese libro.
– Yo daría con gusto una noche de mi vida.
Al instante siguiente yo estaba inclinado sobre el rostro de Xirín, nuestros labios se rozaron, cerramos los ojos y ya nada existió a nuestro alrededor, sólo la monotonía del canto de las cigarras amplificado en nuestras mentes aturdidas. Beso prolongado, beso ardiente, beso de los años superados, de las barreras derribadas.
Por temor a que llegaran otros visitantes o a que se acercaran los sirvientes, nos levantamos y la seguí por una galería cubierta, una pequeña puerta insospechada y una escalera con los peldaños rotos hasta los aposentos del antiguo shah que su nieta se había apropiado. Dos pesadas hojas se cerraron, luego un macizo pestillo y nos encontrarnos solos, juntos. Tabriz no era ya una ciudad separada del mundo, era el mundo el que languidecía separado de Tabriz.
En un majestuoso lecho de columnas y colgaduras abracé a mí real amada, Con mi propia mano deshice cada lazo, desabroché cada botón y con mis dedos, con mis palabras, con mis labios, dibujé cada contorno de su cuerpo. Ella se entregaba a mis caricias, a mis torpes besos, y de sus ojos cerrados se escapaban unas tibias lágrimas.
Al alba yo no había abierto aún el Manuscrito . Lo veía sobre una cómoda, al otro lado de la cama, pero Xirín dormía, desnuda, con la cabeza apoyada en mi cuello y los pechos abandonados sobre mis costillas, y nada en el mundo me habría hecho moverme. Respiraba su aliento, sus perfumes, su noche, contemplaba sus pestañas y desesperadamente trataba de adivinar qué sueño de felicidad o de angustia las hacía temblar. Cuando se despertó, llegaban ya hasta nosotros los primeros ruidos de la calle. Tuve que eclipsarme apresuradamente, prometiéndome dedicar al libro de Jayyám mi siguiente noche de amor.
Al salir del Palacio Vacío, andando con los hombros encogidos -el alba no es nunca calurosa en Tabriz- avancé en dirección al caravasar sin tratar de tomar ningún atajo. No tenía prisa por llegar, necesitaba reflexionar; aún no se había apaciguado en mí la excitación de la noche y revivía las imágenes, los gestos, las palabras susurradas. Ya no sabía si era feliz. Sentía una especie de plenitud, pero mezclada con la inevitable culpabilidad que llevan aparejada los amores clandestinos. Ciertos pensamientos volvían a mi mente sin cesar, obsesivos, como saben serlo los pensamientos de las noches de insomnio: «Después de mi partida, ¿se habrá dormido otra vez con una sonrisa? ¿Lamentará algo? Cuando la vea de nuevo y no estemos solos, ¿la sentiré cómplice o lejana? Volveré esta noche y buscaré en sus ojos una aclaración.»
De pronto retumbó un cañonazo. Me detuve y agucé el oído. ¿Era nuestro valiente y solitario «de Bange»? Un silencio y luego una descarga de fusilería, después un período de calma. Reanudé mi camino con un paso menos apresurado y con el oído atento. Retumbó un nuevo estruendo, seguido al instante de un tercero. Esta vez me preocupé; un solo cañón no podía disparar a ese ritmo; tenía que haber dos o incluso varios. Dos obuses estallaron unas calles más allá. Me puse a correr en dirección a la ciudadela.
Pronto me confirmó Fazel la noticia que yo me temía: esa noche habían llegado las primeras fuerzas enviadas por el shah. Se habían acantonado en los barrios dirigidos por los jefes religiosos. Otras tropas las seguían, convergiendo de todos los puntos. El asedio a Tabriz acababa de comenzar.
La arenga pronunciada por el coronel Liakhoy, gobernador militar de Teherán, artífice del golpe de Estado, antes de la partida de sus tropas para Tabriz, se desarrolló así:
«¡Valerosos cosacos! El shah está en peligro, los habitantes de Tabriz han rechazado su autoridad y le han declarado la guerra al querer obligarle a reconocer, la Constitución. Ahora bien, la Constitución quiere abolir vuestros privilegios, disolver vuestra brigada. Si triunfa, vuestras esposas y vuestros hijos pasarán hambre. La Constitución es vuestra peor enemiga, debéis luchar contra ella como leones. Al destruir el Parlamento habéis suscitado en el mundo entero la más viva admiración. Proseguid vuestra saludable acción, aplastad la ciudad rebelde y os prometo, de parte de los soberanos de Rusia y de Persia, dinero y honores. Todas las riquezas que encierra Tabriz son vuestras. ¡No tenéis más que cogerlas!»
Gritada en Teherán y en San Petersburgo, murmurada en Londres, la consigna era la misma: hay que destruir Tabriz, merece el más ejemplar de los castigos. Una vez vencida, nadie más osará hablar de Constitución, de Parlamento o de democracia; de nuevo podrá dormirse Oriente en su más hermosa muerte.
Fue así como, durante los meses que siguieron, el mundo entero asistió a una extraña y angustiada carrera: mientras que el ejemplo de Tabriz empezaba a reanimar la llama de la resistencia en diversos rincones de Persia, la ciudad era víctima de un asedio cada vez más riguroso. Los partidarios de la Constitución, ¿tendrían tiempo de recuperarse, de reorganizarse y de volver a tomar las armas antes de que se derrumbara su baluarte?
En enero consiguieron su primer gran éxito: al llamamiento de los jefes bajtiaris, tíos maternos de Xirín, Ispahán, la antigua capital, se sublevó afirmando su adhesión a la Constitución y su solidaridad con Tabriz. Cuando la noticia llegó a la ciudad sitiada, se produjo al instante una explosión de alegría. Durante toda la noche se cantó incansablemente «¡Tabriz-Esfahán, el país se despierta!», pero al día siguiente un ataque masivo obligó a los defensores a abandonar varias posiciones al sur y al oeste. Ya sólo quedaba un camino que uniera todavía Tabriz al mundo exterior, y era el que llevaba al norte, hacia la frontera rusa.
Tres semanas más tarde, la ciudad de Resht se sublevó a su vez. Como Ispahán, rechazaba la tutela del shah, aclamaba a la Constitución y a la resistencia de Fazel. Nueva explosión de alegría en Tabriz. Pero, al momento, nueva respuesta de los sitiadores: la última carretera fue cortada, el cerco de Tabriz estaba terminado. Ya no llegaban ni el correo ni los víveres. Hubo que organizar un racionamiento muy severo para poder seguir alimentando a los aproximadamente doscientos mil habitantes de la ciudad.
En febrero y marzo de 1909 se produjeron nuevas adhesiones. El territorio de la Constitución se extendía ya a Shiraz, Hamadán, Maxad, Astarabad, Bandar-Abbas y Bushere. En París se formó un comité para la defensa de Tabriz, que encabezaba un tal señor Dieulafoy, distinguido orientalista; la misma iniciativa se produjo en Londres, bajo la presidencia de Lord Lamington; y, lo que era más importante, los principales jefes religiosos chiíes establecidos en Kerbela, en el Iraq otomano, se pronunciaron en favor de la Constitución desautorizando a los mollahs retrógrados.
Tabriz triunfaba.
Pero Tabriz moría.
Incapaz de hacer frente a tantas rebeliones, a tantos rechazos, el shah se aferraba a una idea fija: hay que acabar con Tabriz, el origen del mal. Cuando caiga, los otros cederán. Al no conseguir tomarla por asalto, decidió matarla de hambre.
A pesar del racionamiento, el pan escaseaba. A finales de marzo se contaban ya varios muertos, sobre todo ancianos y niños de corta edad.
La prensa de Londres, de París y de San Petersburgo, comenzaba a indignarse y a criticar a las potencias que, como se recordaba, tenían aún en la ciudad numerosos súbditos cuya vida se veía ya amenazada. Los ecos de estas opiniones nos llegaban por el telégrafo.
Fazel me convocó un día para anunciarme:
– Los rusos y los ingleses van a evacuar pronto a sus súbditos con el fin de que Tabriz pueda ser aplastada sin que ello provoque demasiada conmoción en el resto del mundo. Será un golpe duro para nosotros, pero quiero que sepas que no me voy a oponer a esa evacuación. No retendré a nadie aquí contra su voluntad.
Y me encargó de informar a los interesados que se emplearían todos los medios para facilitar su partida.
Se produjo entonces un acontecimiento de lo más extraordinario, y haber asistido a él como testigo privilegiado me permite cerrar los ojos ante muchas mezquindades humanas.
Había comenzado mi ronda, eligiendo a la Misión Presbiteriana como primera visita. Tenía un poco de miedo de volver a ver al reverendo director y recibir una reprimenda. Él, que contaba conmigo para hacer entrar en razón a Howard, ¿no iría a reprocharme haber seguido un camino idéntico? De hecho, su recibimiento fue distante, apenas cortés.
Pero en cuanto le expuse la razón de mi visita, respondió sin sombra de duda:
– No me iré. Si pueden organizar un convoy para evacuar a los extranjeros, también pueden organizar otros similares para abastecer a la ciudad hambrienta.
Agradecí su actitud, que me pareció conforme al ideal religioso y humanitario que le animaba. Luego fui a visitar tres compañías comerciales instaladas en las cercanías, donde, para mi gran sorpresa, la respuesta fue idéntica. Lo mismo que el pastor, los comerciantes no querían marcharse. Como me explicó uno de ellos, un italiano:
– Si me voy de Tabriz en este momento difícil, me daría vergüenza volver después para reanudar mi actividad. Por lo tanto, me quedaré. Quizá mi presencia contribuya a que mi gobierno actúe.
Por todas partes, como si se hubieran puesto de acuerdo, obtuve la misma respuesta, inmediata, clara, irrevocable. ¡Incluso Mr. Wratislaw, el cónsul británico! ¡Incluso el personal del consulado de Rusia, con la notoria excepción del cónsul, el señor Pokhitanoff, me dio la misma respuesta: «¡No nos iremos!» E informaron a sus atónitos gobiernos.