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Después de guardar el Manuscrito en su cofre, besé los labios de mi amante y, a través de un pasillo y de dos puertas disimuladas, corrí a perderme de nuevo en el tumulto de la ciudad sitiada.

XLI

D e todos aquellos que murieron en aquellos meses de sufrimiento, ¿por qué elegí evocar a Baskerville? ¿Porque era mi amigo y mi compatriota? Sin duda. También porque no tenía otra ambición que ver nacer la libertad y la democracia en ese Oriente que, sin embargo, le era ajeno. ¿Se sacrificó en vano? Dentro de diez, de veinte, de cien años, ¿recordará Occidente su ejemplo, recordará Persia su acción? Evito pensar en ello por miedo a recaer en la inevitable melancolía de aquellos que viven entre dos mundos, dos mundos igualmente prometedores, igualmente decepcionantes.

Sin embargo, si me limitara a los acontecimientos que se sucedieron inmediatamente después de la muerte de Baskerville, podría pretender que ésta no fue inútil.

Llegó la intervención extranjera junto con el levantamiento del bloqueo y los convoyes de avituallamiento. ¿Gracias a Howard? Quizá se había tomado ya la decisión, pero la muerte de mi amigo apresuró el salvamento de la ciudad y miles de ciudadanos famélicos le deben su supervivencia.

Ni que decir tiene que la entrada de los soldados del zar en la ciudad sitiada no podía ser del agrado de Fazel. Yo me esforcé en predicarle la resignación:

– La población no está ya en estado de resistir, el único regalo que puedes hacerle aún es salvarla de la hambruna. Le debes eso después de los sufrimientos que ha soportado.

– ¡Luchar durante diez meses para encontrarse bajo la autoridad del zar Nicolás, el protector del shah!

– Los rusos no actúan solos. Están comisionados por toda la comunidad internacional, nuestros amigos de todo el mundo aplauden esta operación. Rechazarla, combatirla, es perder el beneficio del inmenso apoyo que se nos ha prodigado hasta ahora.

– ¡Someterse, deponer las armas, cuando la victoria está a la vista!

– ¿Es a mí a quien respondes o estás interpelando al destino?

Fazel se sobresaltó. Su mirada me abrumó con infinitos reproches.

– ¡Tabriz no se merece semejante humillación!

– Ni tú ni yo podemos hacer nada; hay momentos en que cualquier decisión es mala. ¡Hay que elegir aquella que menos se lamentará!

Pareció calmarse y reflexionar intensamente.

– ¿Qué suerte les espera a mis amigos?

– Los británicos garantizan su seguridad.

– ¿Nuestras armas?

– Cada uno podrá conservar su fusil, las casas no serán registradas a excepción de aquellas desde donde se dispara. Pero las armas pesadas deberán entregarse.

No parecía nada tranquilizado.

– Y mañana ¿quién obligará al zar a retirar sus tropas?

– ¡Eso habrá que dejárselo a la Providencia!

– ¡Te encuentro de pronto muy oriental! Había que conocer a Fazel para saber que, en su boca, oriental rara vez significaba un cumplido. Sobre todo si acompañaba a la palabra esa mueca de recelo. Me vi obligado a cambiar de táctica; por lo tanto me levanté con un suspiro bien sonoro.

– Sin duda tienes razón; ha sido un error argumentar. Voy a decir al cónsul de Inglaterra que no he podido convencerte, pero volveré aquí y permaneceré a tu lado hasta el fin.

Fazel me retuvo por la manga.

– No te he acusado de nada, ni siquiera he rechazado tu sugerencia.

– ¿Mi sugerencia? No he hecho más que transmitir una propuesta inglesa precisándote de quién emanaba.

– ¡Cálmate y compréndeme! Sé muy bien que no dispongo de medios para impedir la entrada de los rusos en Tabriz y sé también que si les opusiera la menor resistencia el mundo entero me condenaría, empezando por mis compatriotas, que sólo esperan ya la liberación venga de donde venga. Sé incluso que el fin del asedio es una derrota para el shah.

– ¿No era ésa la meta de tu lucha?

– ¡Pues bien, ya ves que no! Puedo execrar a este shah, pero no es contra él contra quien lucho. Triunfar sobre un déspota no puede ser el objetivo último; lucho para que los persas tengan conciencia de ser hombres libres, «hijos de Adán» como decimos aquí, que tengan fe en sí mismos, en su fuerza, que encuentren un lugar en el mundo de hoy. Es lo que he querido conseguir aquí. Esta ciudad ha rechazado la tutela del monarca y de los jefes religiosos, ha desafiado a las potencias, ha suscitado en todo el mundo la solidaridad y la admiración de los hombres de buen corazón. Los habitantes de Tabriz estaban a punto de ganar, pero no quieren dejarles ganar, tienen demasiado miedo de su ejemplo, quieren humillarlos. Esta altiva población deberá prosternarse ante los soldados del zar para obtener su pan. Tú, que has nacido libre en un país libre, deberías comprender.

Dejé que transcurrieran algunos tensos segundos antes de concluir:

– ¿Y qué quieres que responda al cónsul de Inglaterra?

Fazel sonrió con la más falsa de las sonrisas:

– Dile que estaré encantado de pedir asilo, una vez más, ante Su Graciosa Majestad.

Necesité tiempo para comprender hasta qué punto la amargura de Fazel era justificada. Ya que, por el momento, los acontecimientos parecían contradecir sus temores. Sólo permaneció algunos días en el consulado británico. Poco después, Mr. Wratislaw lo condujo en su automóvil, a través de las líneas rusas, hasta los alrededores de Qazvin. Allí pudo unirse a las tropas constitucionales que, después de una larga espera, se disponían a avanzar hacia Teherán.

En efecto, con Tabriz amenazada de estrangulamiento, el shah conservaba un poderoso medio de disuasión contra sus enemigos; conseguía atemorizarlos, contenerlos. En cuanto se produjo el levantamiento del asedio, los amigos de Fazel se sintieron libres y emprendieron sin más demora su marcha hacia la capital con dos cuerpos de ejército, uno que venía de Qazvin, al norte, y el otro de Ispahán, al sur. Este último, compuesto principalmente por miembros de las tribus bajtiaris, se apoderó de Qom el 23 de junio. Algunos días más tarde, fue difundido un comunicado común anglo-ruso exigiendo a los partidarios de la Constitución que pusieran fin a su ofensiva inmediatamente para concertar un acuerdo con el shah. Si no, las dos potencias se verían obligadas a intervenir. Pero Fazel y sus amigos hicieron oídos sordos y apresuraron el paso: el 9 de julio sus tropas se unían bajo las murallas de Teherán; el 13, dos mil hombres hacían su entrada en la capital por una puerta desguarnecida del noroeste, cerca de la Legación francesa, bajo la mirada atónita del corresponsal de Temps .

Únicamente Liakhov intentó entonces resistir. Con trescientos hombres, algunos viejos cañones y dos Creusot de tiro rápido, consiguió conservar el control de varios barrios del centro. Los combates, encarnizados, continuaron hasta el 16 de julio.

Ese día, a las ocho y media de la mañana, el shah fue a refugiarse a la Legación rusa, ceremoniosamente acompañado de quinientos soldados y cortesanos. Su acto equivalía a una abdicación.

El comandante de los cosacos no tuvo otra elección que deponer las armas. Juró respetar la Constitución de ahí en adelante y ponerse al servicio de los vencedores, a condición de que su brigada no fuera disuelta, lo que se le prometió debidamente.

Un nuevo shah fue designado, el hijo menor del monarca derrocado que contaba apenas doce años de edad; según Xirín, que lo había conocido en la cuna, era un adolescente dulce y sensible, sin ninguna crueldad ni perversidad. Cuando, al día siguiente de los combates, cruzó la capital para acudir al palacio en compañía de su tutor el señor Smirnoff, fue aclamado a los gritos de «Viva el shah», que emanaban de los mismos pechos que la víspera habían aullado: «¡Muera el shah!»

XLII

E l joven shah hacía en público un buen papel real, sonriendo sin exageración y agitando su blanca mano para saludar a sus súbditos, Pero en cuanto volvía al palacio era causa de muchas preocupaciones entre sus allegados. Brutalmente separado de sus parientes, lloraba sin cesar. Incluso intentó escaparse ese verano para volver con su padre y su madre. Lo cogieron e intentó ahorcarse del techo del palacio, pero cuando comenzó a ahogarse se aterró y pidió socorro. Pudieron desatarlo a tiempo. Ese percance tuvo sobre él un efecto benéfico: desde ese momento, curado de sus angustias, desempeñaría su papel de soberano constitucional con dignidad y sencillez.

El poder real estaba, pues, en manos de Fazel y sus amigos. Inauguraron la nueva era con una rápida depuración: seis partidarios del antiguo régimen, entre los que se encontraban los dos principales jefes religiosos de Tabriz que habían dirigido la lucha contra los «hijos de Adán», y el jeque Fazlollah Nuri, fueron ejecutados. Este último estaba acusado de haber respaldado las matanzas que habían seguido al golpe de Estado del año anterior; por lo tanto, se le juzgó por complicidad de asesinato y su condena a muerte fue ratificada por la jerarquía chií. Pero sin lugar a dudas la sentencia tenía, igualmente, un valor simbólico: Nuri había asumido la responsabilidad de decretar que la Constitución era una herejía. Fue colgado en público el 31 de julio de 1909, en la plaza Topjané. Antes de morir murmuró: «¡No soy un reaccionario!», para añadir inmediatamente, dirigiéndose a sus partidarios diseminados entre la multitud, que la Constitución era contraria a la religión y que ésta tendría la última palabra.

Pero la primera tarea de los nuevos dirigentes era reconstruir el Parlamento; el edificio se levantó de sus ruinas y se convocaron elecciones. El 15 de noviembre, el joven shah inauguró solemnemente el segundo Majlis de la historia persa con estas palabras:

«En el nombre de Dios, el que da la libertad, y bajo la protección oculta de Su Santidad, el Imán del Tiempo, queda abierta, en medio de la alegría y bajo los mejores auspicios, la Asamblea Nacional Consultiva.

»El progreso intelectual y la evolución de las mentalidades han hecho inevitable el cambio, que se ha producido pasando por una penosa prueba. Pero en el transcurso de los años Persia ha sabido sobrevivir a muchas crisis y hoy su pueblo ve colmados sus deseos. Nos sentimos felices al comprobar que este nuevo gobierno progresista tiene el apoyo del pueblo y que está devolviendo al país la tranquilidad y la confianza.

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